Por Oscar E. Gastélum:

 “Pero todo socialismo es utópico, y ante todo el científico. La utopía sustituye a dios con el porvenir.

Entonces identifica el porvenir con la moral; el único valor es el que sirve a ese porvenir. De ahí que haya sido casi siempre obligatorio y autoritario. Marx, como utopista, no difiere de sus terribles predecesores y una parte de su enseñanza justifica a sus sucesores.”

– Albert Camus

Este siete de noviembre se celebró el primer centenario de la “revolución” de “octubre”, ese evento histórico que, desde el propio nombre, se construyó a base de mentiras, pues ni fue una revolución, sino más bien un golpe de Estado, y según el calendario gregoriano aconteció en noviembre no en octubre. Y es que, a pesar de lo que afirma la historia oficial perpetrada por los soviéticos, la verdadera revolución había ocurrido unos meses antes  cuando el zar fue removido del poder y sus opositores lograron fundar una efímera República. Sin embargo, el partido bolchevique, un grupúsculo marginal de fanáticos ideológicos y aventureros políticos encabezados por el brillante, sanguinario e inescrupuloso Vladimir Lenin, y apoyado financieramente por el gobierno alemán (con quien Rusia estaba en guerra en ese momento), decidió expresar su profundo desprecio por la democracia dando un golpe de Estado y ahogando en sangre a la incipiente democracia rusa.

Los bolcheviques actuaban inspirados por las ideas del filósofo judeo-alemán Karl Marx, quien unas décadas antes predijo que el capitalismo tenía las horas contadas en los países industrializados pues al ser un sistema de explotación que producía riqueza para unos cuantos y pobreza para la inmensa mayoría de la población estaba condenado a perecer bajo el peso de sus contradicciones internas. Tarde o temprano, creía Marx, el proletariado industrial de los países más ricos y avanzados, hundido en la más absoluta de las miserias, tomaría conciencia de su clase y se rebelaría en contra de sus opresores, exterminando a los malignos burgueses, e instaurando un paraíso proletario en el que el socialismo sustituiría al capitalismo creando prosperidad y justicia social para todos.

El problema al que se enfrentaban los bolcheviques al tratar de seguir las enseñanzas de Marx, y cumplir sus profecías, era que Rusia estaba muy lejos de ser un país capitalista avanzado e industrializado y más bien era un vasto reducto feudal. En teoría, los revolucionarios rusos tendrían que haber esperado décadas para que el capitalismo sustituyera al feudalismo, Rusia se convirtiera en una nación industrializada, y un proletariado industrial con conciencia de clase sustituyera a los campesinos y siervos feudales que constituían la inmensa mayoría de la población en 1917. Pero, como buenos revolucionarios, Lenin y sus huestes no sólo eran sanguinarios y fanáticos sino además muy impacientes. Si no tenían tiempo para el reformismo de su aborrecida democracia liberal, con su pluralidad política y sus tediosos debates parlamentarios, mucho menos estaban dispuestos a esperar a que la Historia creara las condiciones ideales, según su profeta Marx, para la revolución proletaria.

Pero semejante menudencia teórica no se iba a interponer entre Lenin y su obsesión por el poder, así que el líder bolchevique decidió que la revolución podía tomar un atajo histórico y brincar del feudalismo al socialismo sin pasar por la etapa capitalista. Si no existía un proletariado que hiciera la revolución desde abajo entonces una “élite” revolucionaria, desde luego encabezada por él, impondría la revolución desde arriba, instaurando una “dictadura del proletariado”. Dicha dictadura sería temporal, y justificaría su existencia dando a luz a la primera nación socialista del planeta, que a su vez se transformaría en el faro civilizatorio por excelencia y en un ejemplo a seguir para el resto de las naciones. Además, la dictadura promovería la industrialización acelerada del país y cuando el proletariado finalmente estuviera listo le cedería generosa y pacíficamente el poder, cumpliendo honorablemente con las profecías de tata Marx.

Sobra decir que nada de esto sucedió, la dictadura del proletariado se transformó en uno de los regímenes más brutales que la humanidad haya conocido. Un infierno totalitario desbordante de paranoia y mentiras delirantes (recordemos que George Orwell se basó en la propaganda soviética para acuñar el “double speak” practicado por el régimen distópico de 1984) y que será recordado por siempre por su monstruosa burocracia, su arquitectura sin alma (con sus horrorosos, fríos y grisáceos engendros de concreto), su temible policía política, y sobre todo por el reino de terror instaurado por Stalin, el dignísimo sucesor de Lenin, con sus purgas masivas, las terribles hambrunas que exterminaron intencionalmente a millones de campesinos inocentes (la inmensa mayoría ucranianos), su imperialismo sanguinario y opresor, y por el vasto universo concentracionario siberiano en el que murieron millones de disidentes y ciudadanos comunes y corrientes a los que jamás se les informó de qué se les acusaba. Y por si todo esto fuera poco,  la URSS (así terminó llamándose aquella pesadilla con ínfulas utópicas) también resultó un rotundo fracaso económico y social, hecho que su patética implosión a mediados de los años 80 confirmó más allá de toda duda.

Hay algunos despistados que todavía se atreven a afirmar que el fracaso soviético se debió a la versión leninista del marxismo que se aplicó en Rusia. Pero Marx es tan culpable como Lenin del desastre final. Para empezar, Marx erró en todas sus predicciones: el capitalismo no solo no se derrumbó sino que creó las sociedades más prósperas y libres que la humanidad haya conocido, las condiciones de vida del proletariado mejoraron significativamente e incluso una parte considerable del mismo se integró a la vasta, influyente y privilegiada clase media que surgió y se fortaleció durante el siglo XX, y cuyos miembros estaban muy ocupados disfrutando los frutos de la prosperidad y enfrentando los problemas que emergen cuando el ser humano satisface todas sus necesidades materiales, como para pensar en la revolución.

Además, el marxismo siempre llevó en su interior el germen del infierno totalitario, pues no hay que olvidar que se trata de una ideología antiliberal y enemiga de la Ilustración. Una superstición disfrazada de teoría científica cuyo profeta postulaba que la Historia era una sucesión preordenada de choques entre dos grupos humanos enfrentados e irreconciliables, y que el avance de la humanidad dependía de que uno de ellos (el bueno, el proletariado) aniquilara al otro (el malo, la burguesía). Desde el punto de vista de una filosofía colectivista como esa, el individuo (la unidad básica e inviolable del proyecto ilustrado) es irrelevante y puede ser sacrificado tranquilamente en el altar de la revolución o de un futuro paradisiaco. Es por eso que todas las versiones de marxismo que se pusieron en práctica, ya sea en la China de Mao, en la Camboya de Pol Pot o en la Cuba castrista, acabaron convirtiendo a esos países en cárceles gigantescas y fosas comunes masivas. Sí, las tiranías marxistas rompieron huevos a mansalva pero jamás fueron capaces de producir un omelette.

Pero a pesar de su estrepitoso fracaso, el espíritu de los bolcheviques no ha muerto, pues se mantiene vivo en los dos grandes bandos que hoy en día encabezan la lucha en contra de la modernidad. Facciones que han unido fuerzas forjando una alianza non sancta que en los últimos años les ha redituado victorias muy importantes en su lucha por destruir al mundo moderno. De un lado están Trump y el neofascismo internacional, es decir, los premodernos, y del otro la izquierda reaccionaria y nihilista adoctrinada por Derrida, Foucault, Lyotard y sus epígonos, o sea, los posmodernos. Resulta irónico y revelador que quien ha logrado unir a esos extremos ideológicos en una poderosa alianza antiliberal, encabezada por él mismo, haya sido precisamente el nuevo tirano ruso, Vladimir Putin, descendiente directo de los autócratas bolcheviques y del zarismo contra el que supuestamente se rebelaron (como expliqué más arriba en realidad se levantaron en contra de una democracia).

Sí, Putin admira sin reservas a Stalin y a Lenin y nunca ha ocultado su nostalgia por la dictadura totalitaria a la que sirvió fielmente durante décadas. Pero al mismo tiempo, está consciente de que el primitivo pueblo ruso, nostálgico de la grandeza imperial perdida, lo ha convertido en un nuevo zar, una imagen que él mismo se ha encargado de promover sin descanso. Quizá por eso el siniestro exespía de la KGB decidió celebrar el centenario de la desastrosa hazaña de Lenin de manera tan discreta, pues no hay zar al que la palabra revolución no le produzca escalofríos. Ojalá que el espíritu de los mencheviques resucite pronto en la vieja y entrañable Rusia y que un movimiento liberal y democrático tome de nuevo el Palacio de Invierno, acabe con la cleptocracia de Vlad el Terrible e impida que los bolcheviques de hoy le vuelvan a arrebatar el futuro. Así sea…