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La mujer que sabía demasiado… – Juristas UNAM

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La mujer que sabía demasiado…

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“By shaping the menus we pick from, technology hijacks the way we perceive our choices and replaces them with new ones. But the closer we pay attention to the options we’re given, the more we’ll notice when they don’t actually align with our true needs.” 

“I don’t know a more urgent problem than this. Because this problem is underneath all other problems.” 

Tristan Harris

“We humans should get used to the idea that we are no longer mysterious souls – we are now hackable animals.”

Yuval Harari


Por Oscar Gastélum

Si la humanidad no se autodestruye antes, dentro de unas cuantas décadas nuestros descendientes no podrán entender que sus ingenuos antepasados se hayan sometido voluntaria e irreflexiblemente a ese monstruoso experimento sociológico y psicológico que son las redes sociales. Y mucho menos que hayamos permitido pasivamente durante tantos años que un grupúsculo de nerds con personalidades sociopáticas forjaran fortunas obscenas explotando nuestra información más íntima, a expensas de las delicadas psiques de nuestros hijos y de la estabilidad de nuestras sociedades democráticas. En lo personal, Facebook siempre me pareció un proyecto ominoso y potencialmente distópico, pero no alcancé a atisbar ni el 10% del daño que acabaría causando.

Todo esto viene a cuento porque la semana pasada finalmente se reveló la identidad de la “whistleblower” que le filtró miles de documentos internos de Facebook al Wall Street Journal, en los que se confirma, más allá de cualquier duda, lo que muchos sospechábamos: que Mark Zuckerberg y su plana mayor estaban perfectamente conscientes de los muy nocivos efectos que sus productos tienen sobre sus usuarios.  Las revelaciones de la elocuente ingeniera y científica de datos Frances Haugen, la heroína de esta historia, me recordaron lo que sucedió con las compañías tabacaleras en los años noventa, cuando el doctor Jeffrey Wigand, otro “whistleblower”, reveló que sus altos ejecutivos sabían desde hacía años que estaban vendiéndole veneno cancerígeno a sus clientes. Por cierto, Michael Mann hizo una magnífica y muy recomendable película al respecto: “The Insider” con Russell Crowe y Al Pacino. 

Lo que Facebook le ofrece a sus usuarios (que en este caso no son clientes sino el producto que Facebook le vende a sus anunciantes, y por eso el servicio es “gratuito”) es algo tan adictivo y nocivo como el tabaco y tan destructivo para el tejido democrático como el cáncer. La clave de su corrosivo modelo de negocios radica en mantener a la mayor cantidad de gente enganchada a sus plataformas el mayor tiempo posible y para lograrlo sus ingenieros diseñan algoritmos ultrasofisticados para manipular inconscientemente a sus víctimas. Facebook sabe que las emociones negativas son mucho más poderosas y efectivas que las positivas y por eso las fomenta con premeditación, alevosía y ventaja. Sí, hacer sentir miserables a niñas adolescentes y hundirlas en la depresión y los desórdenes alimenticios es mejor para el negocio que cuidar su salud mental con contenido apto para su edad. Y difundir noticias falsas y teorías de la conspiración, o atizar la polarización amplificando a las voces más extremas podrá ser muy malo para la democracia, pero es infinitamente más lucrativo que el debate civilizado y la información fidedigna. Lo que los documentos filtrados por Haugen revelan es que cada vez que Facebook ha tenido que elegir entre incrementar o mantener sus ganancias y procurar el bienestar individual y colectivo de sus usuarios, ha priorizado sus mezquinos intereses económicos. La informante resume esa voracidad inmoral en un slogan lapidario: “profits over people”.

Cada vez que comparto una nota sobre la perversidad de Zuckerberg y su compañía en Twitter, me sorprende la cantidad de respuestas negativas que recibo y la ingenuidad e ignorancia colectiva que revelan. Muchísima gente, intoxicada por el libertarismo silvestre que parece ser la ideología típica de nuestra exasperante era, cree que la solución a los problemas creados o agravados por Facebook está en uno mismo. Pues, según ellos, un adulto debe hacerse responsable de lo que elige leer y todos podemos abandonar la plataforma libremente en cualquier momento. Muy poca gente es capaz de comprender la asimetría que existe entre una mente individual, con todos sus sesgos y limitaciones, y una inteligencia artificial ultrapoderosa y diseñada específicamente para explotar todas y cada una de nuestras vulnerabilidades. Tampoco es fácil entender el nivel de personalización que los algoritmos alcanzan, alimentados por la información íntima que la compañía recaba sigilosa y permanentemente. Resulta perturbador reconocerlo, pero Facebook nos conoce mejor que nosotros mismos, y por eso es capaz de “hackearnos” como dice Yuval Noah Harari. La triste realidad es que nadie elige lo que Facebook le ofrece, y cada quien recibe un menú ultrapersonalizado, a la medida de sus peores prejuicios y más bajas pasiones.

Por otro lado, la naturaleza monopólica de Facebook, aunada a la ubicuidad de sus plataformas hace muy difícil que la gente pueda abandonarlas fácilmente. Si una adolescente cierra su cuenta de Instagram se condena al ostracismo social, e infinidad de pequeños y grandes negocios dependen de Facebook y WhatsApp para alcanzar a sus clientes. Además, no sólo la gente que usa Facebook sufre las consecuencias de su perversa influencia. Yo nunca he tenido una cuenta pero tengo que vivir en un mundo en el que artículos que difunden desinformación sobre las vacunas o que promueven las conspiraciones de QAnon, y que probablemente fueron redactados por un troll ruso, tienen muchas más interacciones que todos los textos de la BBC, el New York Times y CNN juntos. Y en el que la democracia liberal agoniza, amenazada por peligrosísimos demagogos populistas que comandan auténticas sectas de zombis y que utilizan Facebook para lavar cerebros a base de “hechos alternativos” y “otros datos”, transformando la política en religión.

No, la respuesta a esta profunda crisis civilizatoria no puede ser individual sino colectiva. El Estado tiene que regular a estos monstruos de la misma manera que reguló a los medios masivos que los precedieron, sin que eso acarreara la muerte de la libertad de expresión o de las sociedades abiertas. Resulta ridículo que colosos tan influyentes y potencialmente destructivos operen en el vacío o bajo la ley de la selva. Es como si las empresas de alimentos pudieran inflar sus ganancias usando ingredientes tóxicos y no hiciéramos nada para impedirlo. No se trata de crear tribunales de la verdad que decidan qué contenido censurar, hay estrategias muchísimo más efectivas y creativas. Por ejemplo: La mayoría de los expertos, incluyendo a la propia Haugen, coinciden en que un paso indispensable para combatir la desinformación es hacer legalmente responsable a la compañía por el contenido que promueve su algoritmo. Eso la obligaría a renunciar a las recomendaciones algorítmicas y tendría que volver a un “feed” cronológico. De esta manera el peor contenido no sería “censurado” pero volvería a los márgenes, de donde jamás debió salir. También es indispensable tratar a la compañía como el peligroso monopolio que es y actuar en consecuencia. Biden tiene en su equipo a algunos de los expertos que mejor han estudiado el fenómeno de los nuevos monopolios, empezando por Jonathan Kanter, el hombre que dirigirá la división del Departamento de Justicia especializada en el tema y que podría convertirse en el Eliot Ness que le ponga un alto a Zuckerberg Capone.

La comparecencia de Haugen frente al Senado demostró que en Washington hay un insólito consenso bipartidista en torno a la necesidad urgente de meter en cintura a Facebook. Ojalá que el escándalo provocado por estas revelaciones finalmente se traduzca en acciones concretas. La salud mental de toda una generación y el futuro de la democracia liberal dependen de ello…