Por Oscar E. Gastélum:
«Seriously, what are the principles of their theories, on what evidence are they based, what do they explain that wasn’t already obvious, etc? These are fair requests for anyone to make. If they can’t be met, then I’d suggest recourse to Hume’s advice in similar circumstances: to the flames.»
—Noam Chomsky
«When some men fail to accomplish what they desire to do they exclaim angrily, “May the whole world perish!” This repulsive emotion is the pinnacle of envy, whose implication is “If I cannot have something, no one can have anything, no one is to be anything!”»
—Friedrich Nietzsche
La semana pasada escribí sobre los enemigos del mundo moderno (en una columna que usted puede leer aquí) y afirmé que la izquierda posmoderna es muchísimo más peligrosa y sofisticada que la ultraderecha premoderna, y prometí que en mi próxima columna ahondaría en el tema. Habría que empezar por recordar que esa izquierda antiliberal y posmo desciende directamente del marxismo, aunque más que su descendiente pareciera su viuda inconsolable. Y es que a partir de la infausta revolución rusa, la izquierda autoritaria puso toda su fe en el comunismo marxista y su energía en tratar de difundirlo por el mundo promoviendo sus bondades, y cuando éste fracasó estrepitosamente, dejando tras de sí montañas de cadáveres y economías en ruinas, se aferró al nihilismo posmoderno como un náufrago a un trozo de madera. La nueva doctrina no amplió sus horizontes, ni la confrontó con los crímenes de los regímenes marxistas y mucho menos la orilló a hacer un examen de conciencia a fondo que le permitiera trascender sus simpatías autoritarias. Todo lo contrario, pues el posmodernismo le permitió persistir con buena conciencia en su odio contra la democracia liberal y le dio nuevas armas para tratar de destruirla.
Los grandes profetas de la nueva fe (pienso sobre todo en Foucault y Derrida) se formaron académicamente a mediados de los 50 y se convirtieron en figuras influyentes de la escena intelectual a partir de la siguiente década, es decir, justamente entre la invasión de Hungría, la revelación oficial de los crímenes de Stalin y el aplastamiento de la primavera de Praga, tres acontecimientos que expusieron a la Unión Soviética como el infierno totalitario que siempre fue. Dichas revelaciones desencadenaron un tsunami de desencanto entre los simpatizantes occidentales del marxismo, que se manifestó en ese colapso nervioso colectivo que fue la década de los 60. Y es que a pesar de sus múltiples defectos, originalmente el marxismo era una ideología con ínfulas científicas, que valoraba la razón y ofrecía alternativas a un orden que despreciaba. Pero su súbito desprestigio orilló a sus seguidores y a las nuevas generaciones de izquierdistas radicales a renegar de la razón y a abrazar ideas más próximas a Jean Jacques Rousseau (el charlatán intelectual más despreciable que haya existido). El jipismo, por ejemplo, proponía un regreso radical a la naturaleza, a una edad de oro salvaje, lejos de la corrompida civilización, donde los impulsos y no la reflexión razonada guiaran nuestra existencia, y los remedios “naturales” reemplazaran a la pérfida ciencia occidental. Y así, en un abrir y cerrar de ojos, el desodorante, la cortesía y la medicina alópata se convirtieron en símbolos de conformismo y del capitalismo burgués tan despreciado por las almas libres.
Este arranque psicótico disfrazado de rebelión (y azuzado por los primeros filósofos del nihilismo desencantado como Herbert Marcuse) desembocó en un insólito incremento en la tasa de violencia en Occidente, que había venido reduciéndose de manera constante desde la Edad Media. Sí, todos los crímenes violentos, desde la violación hasta el asesinato, se incrementaron dramáticamente en EEUU y otros países occidentales ante el llamado ubicuo a dejar de reprimir los impulsos primigenios y a renegar del “orden burgués”. Los crímenes de Charles Manson y su “familia” remataron de manera insuperablemente simbólica aquella orgía de salvajismo irracional. Frente a este panorama, tampoco debería sorprendernos que una parte considerable de esa generación de marxistas desencantados haya abrazado con tanto entusiasmo la “Revolución Cultural” maoísta, aquella matanza masiva impregnada de antiintelectualismo y desprecio por el pensamiento, ni que muchos de esos jóvenes radicales terminaran ahogando su frustración en la violencia ciega, fundando y perteneciendo a las organizaciones terroristas marxistas que brotaron como hongos en aquellos años (de la banda Baader-Meinhof a las Brigadas Rojas pasando por The Weather Underground, Septiembre Negro o Sendero Luminoso, entre muchas otras).
Sí, las predicciones de Marx fallaron rotundamente, la revolución del proletariado nunca llegó, el capitalismo no se autodestruyó sino que creó las sociedades más prósperas y libres que la humanidad haya conocido, mientras que las utopías comunistas produjeron regímenes infernales. Confrontada con su fracaso y humillada por el doloroso y apabullante éxito de la democracia liberal, su aborrecida enemiga, la izquierda radical, se entregó a una frenética orgía de primitivismo que muy pronto degeneró en violencia, pero después se retiró a lamerse las heridas y a preparar su venganza en contra del mundo moderno. Las facultades humanísticas de las universidades occidentales se convirtieron en el refugio ideal para cocinar su venenoso potaje ideológico y para instilarlo en millones de mentes juveniles pertenecientes a los líderes de opinión del futuro, ganando cada vez más influencia a medida que dichos jóvenes se graduaban y salían al mundo, y su mórbida y resentida interpretación de la historia trascendía los campus universitarios.
Y es que el posmodernismo encontró una vía muy creativa para superar el fracaso del marxismo sin tener que replantearse su actitud frente a la democracia liberal y a la economía de mercado: La negación de la realidad. Como personajes de una obra de Becket o miembros de una secta milenarista que no pierden la fe en su profeta aunque éste le haya puesto fecha al fin del mundo cientos de veces sin que el Apocalipsis se haya dignado a presentarse, la izquierda posmo decidió persistir en su odio contra la modernidad y en su fe ciega en el inminente fin del capitalismo. Si la realidad y la evidencia no te dan la razón, niega la realidad y descalifica la evidencia declarando que la verdad objetiva no existe, aunque dicha declaración aspire a ser, precisamente, una verdad objetiva. Y así, apoyados en una larga tradición filosófica antiilustrada, los profetas posmodernos acometieron la paciente demolición de la realidad y acuñaron un nuevo credo: Claro que la evidencia demuestra que las sociedades democráticas y capitalistas produjeron más prosperidad y libertad que los regímenes comunistas, pero, para empezar, la prosperidad es mala, y no buena como el abuelo Marx pensaba, pues ha alienado a los pobrecitos trabajadores occidentales convenciéndolos de que son felices cuando en realidad viven esclavizados en un mundo de consumismo que les impide darse cuenta de lo miserables que son y rebelarse en contra de sus malignos opresores. Y la libertad del mundo liberal es ilusoria pues las democracias capitalistas son prisiones muchísimo más sórdidas e inexpugnables que cualquier totalitarismo ya que sus prisioneros no saben que están presos y dependen de la lucidez de los sabios posmodernos para liberarlos.
Los simples mortales, guiados por la evidencia (esa trampa imperialista), creemos ingenuamente que Occidente ha avanzado más que ninguna otra civilización en la historia cuando se trata de igualdad de género y del respeto por los derechos de las minorías, pero los sagaces posmodernos no se dejan engañar y ven el verdadero infierno de opresión y poder detrás de las apariencias. Y es que según ellos, las democracias más avanzadas de Occidente son parte de una “cultura de la violación” en la que las mujeres son siempre víctimas y los hombres victimarios, y en la que el hombre blanco heterosexual y cisgénero somete sin piedad a las demás razas y minorías sexuales. Una de las principales características de la modernidad es su convicción universalista (atributo que hasta el marxismo compartía a medias), pero el posmodernismo es relativista hasta el nihilismo. Mientras en Occidente lucha a favor de la liberación de la mujer y de las minorías oprimidas, y ve signos de opresión y agresivos desplantes de poder hasta en los detalles más nimios e inocuos (disfraces de Halloween, piropos callejeros, etc.), en otros rincones del mundo justifica la auténtica opresión y el prejuicio homicida alegando que cada cultura tiene sus propios valores y merecen respeto. Según estos lunáticos, ningún valor o derecho puede ser universal, pues los grupos humanos son esferas cerradas herméticamente e incapaces de comunicarse entre sí.
Y es que como buena ideología antimoderna, el posmodernismo desprecia al individuo, a quien ve como un miembro infinitesimal e irrelevante de un grupo identitario. Si el marxismo dividía al mundo en clases sociales rivales, el posmodernismo ha atomizado a la humanidad en grupúsculos muchísimo más pequeños, basados en la identidad racial o de género de sus integrantes, y enfrentados en una lucha de poder perpetua (mujeres lesbianas afroamericanas transgénero contra hombres chicanos heterosexuales cisgénero, por ejemplo). De ahí viene la profunda desconfianza que esta gente siente por el lenguaje, al que no considera una herramienta racional y argumentativa para desentrañar la verdad sino como un arma que cada grupo usa para crear un “discurso” de poder que le permita dominar a los demás. Eso explica también el desprecio que los posmo suelen sentir por la libertad de expresión. Y es que según esta mórbida teoría de la conspiración, cuando alguien habla no lo hace como un individuo autónomo que piensa por sí mismo y que debate honestamente esgrimiendo argumentos con el objetivo de encontrar la verdad, sino como un representante de su género, clase social o raza, que busca someter a los grupos rivales.
El afán por destruir el canon filosófico y literario occidental surge de esa misma superstición delirante, y es que para los creyentes de esta secta un hombre blanco no puede crear una obra con valor universal, pues sólo un autor de color puede decirle algo interesante a los individuos de su raza, solo una mujer puede llegarle a las mujeres, etc. Mientras que el proyecto ilustrado hacía énfasis en la razón como una facultad universal que compartíamos con el resto de nuestros semejantes y que nos acercaba a ellos, el posmodernismo se regodea en lo que nos divide y trata de ahondar las zanjas que nos separan. Pero es imposible no sospechar que el posmodernismo es profundamente deshonesto, un atajo intelectual para creer estupideces sin tener que demostrarlas. En el caso del canon, se trata de descalificar de un plumazo siglos de sabiduría humana sin tener que debatir con sus autores (esos despreciables hombres blancos muertos). Se trata pues, de quemar libros sin verse tan salvaje como un nazi.
Resumiendo: la izquierda posmoderna niega la verdad objetiva, desprecia la razón, al individuo, a la ciencia, a la democracia, a la economía de mercado, a la belleza (otra conspiración imperialista) y al lenguaje. Es un tóxico cóctel de nihilismo, relativismo y resentimiento, envuelto en una prosa árida y soporífera, plagada de jerga para impresionar incautos, confundir, ofuscar y disfrazar su deshonesta vacuidad de profundidad. Pero su veneno ha sido muchísimo más efectivo de lo que pensamos, pues ha ido debilitando a Occidente, cuna del mundo moderno, minando su confianza en sí mismo y cegándolo ante sus virtudes y su valiosos aportes civilizatorios. No, Occidente no es perfecto y ha cometido innumerables crímenes y errores que han fortalecido a sus enemigos y lo han hundido en esta profunda crisis existencial. Pero ni los posmodernos ni los premodernos tienen algo remotamente valioso que ofrecer como alternativa a esta milagrosa civilización nacida de las entrañas de la Ilustración. Hay mucho que mejorar y reformar pero antes hay que defender con convicción a las instituciones y los valores que nos han llevado tan lejos. Y el enemigo más peligroso a vencer en los próximos años es esa izquierda posmoderna, oportunista, intelectualmente deshonesta y embriagada de resentimiento, que, como los hombres en la frase de Nietzsche que usé como epígrafe de este texto, ya sólo sueña con ver arder al mundo moderno sin ofrecer una alternativa viable a cambio. El futuro de la humanidad y del proyecto Ilustrado depende de ese inevitable enfrentamiento…