La gran coalición prodemocrática

Por Óscar E. Gastélum

“Parece muy claro que un extremista de derecha y uno de izquierda tienen en común la antidemocracia. Ahora la antidemocracia les une no por el lado que representan en su afiliación política sino únicamente en cuanto que en esa afiliación representan las alas extremas. Los extremos se tocan.”

—Norberto Bobbio

En épocas de estabilidad y cordura colectiva es relativamente fácil ubicarse dentro del espectro ideológico en una democracia. Sin excepciones, a la izquierda del centro uno se topará con los “progresistas” y a la derecha con los “conservadores”. Pero la prueba más clara de la salud de una sociedad democrática es que a pesar de sus nítidas y apasionadas diferencias ideológicas las tribus rivales suelen ser fundamentalmente “centristas”, es decir, “moderadas”. Lo cual significa que tanto sus líderes políticos como sus votantes parten de la premisa de que la democracia es el mejor sistema político conocido por la humanidad, el que ha producido las sociedades más libres y prósperas de la historia, y están dispuestos a participar en el juego democrático respetando minuciosamente sus reglas, pues comparten sus valores esenciales. Esto les permite cooperar y llegar a acuerdos, creando un terreno muy amplio y fértil para que florezca la democracia.

Así pues, lo que une a los ciudadanos de centroizquierda y centroderecha, más allá de sus discrepancias, es un sólido compromiso democrático. Angela Merkel y el recientemente fallecido Jaques Chirac son buenos modelos de líderes de centroderecha, mientras que Barack Obama y Tony Blair son estadistas ejemplares de centroizquierda. Muy lejos del centro, en los márgenes, suelen medrar los extremistas, es decir, los enemigos de la democracia. En las eras de calma y normalidad, la inmensa mayoría de la población ocupa el centro político, ubicándose ya sea a la derecha o a la izquierda, y solo una minoría raquítica e insignificante se deja seducir por los extremos.

Pero cuando las democracias entran en crisis, como ahora, un terremoto sacude el viejo espectro ideológico, el centro se vacía y millones de personas huyen a los extremos en busca de refugio y soluciones mágicas a los problemas y ansiedades que produjeron el desequilibrio. Eso explica que en los últimos años, y de la noche a la mañana, bufones impresentables como Donald Trump o Jair Bolsonaro se volvieran presidenciables, o que un obscuro parlamentario estalinista llamado Jeremy Corbyn se apoderara del venerable Partido Laborista británico poniéndose a un paso de gobernar Reino Unido. Y sí, también que un peligroso demagogo como López Obrador, que jamás había sido capaz de atraer a más de una tercera parte del electorado, arrasara en la última elección presidencial mexicana obteniendo más de la mitad de los votos.

La crisis de nuestro tiempo fue producida por múltiples factores: los cambios tecnológicos y sociales que se producen a una velocidad tan vertiginosa que resultan imposibles de asimilar para millones de personas. La irresponsabilidad de élites indolentes, frívolas y voraces, que fueron incapaces de percibir el malestar que se gestaba en las entrañas de sus sociedades. La irrupción disruptiva de las redes sociales, esa colección de algoritmos y cámaras de eco que atizan la polarización y magnifican la legítima indignación transformándola en histeria colectiva, una revolución de la comunicación tan sísmica como la aparición de la imprenta, aunque mucho menos benigna. Por mencionar sólo algunos.

Pero independientemente de las causas, el resultado ha sido el mismo que en crisis pasadas: la díada izquierda-derecha ha quedado momentáneamente rebasada y su lugar ha sido ocupado por el choque entre los moderados y los extremistas. Entre la democracia y la autocracia. Entre lo abierto y lo cerrado. Entre el cosmopolitismo y la globalización, y el nacionalismo provinciano y proteccionista. Entre el pensamiento racional y las emociones más bajas. Entre la verdad y la posverdad. Entre el conocimiento de los expertos y las ocurrencias de los charlatanes. Entre quienes quieren enfrentar los retos del futuro armados de creatividad y valor, y quienes sueñan con volver al pasado ebrios de miedo y nostalgia.

López Obrador es un magnífico ejemplo de esta flamante y, esperemos, pasajera realidad. Los analistas que se quedaron atrapados en el mundo prepopulista insisten en catalogarlo como un político de “izquierda”, pero si analizamos su retórica reaccionaria y la esperpéntica coalición que lo catapultó a la presidencia —y que incluye a la izquierda totalitaria pronorcoreana agrupada en el PT, a la ultraizquierda castrista y bolivariana, a la ultraderecha evangélica, y a la izquierda postmoderna aglutinada en “democracia deliberada”— confirmaremos que en realidad se trata de un demagogo extremista y antidemocrático, hecho a la medida de esta pesadillesca época. Y sus acciones al frente del gobierno: como los ataques constantes en contra de las instituciones autónomas, el órgano electoral, el poder judicial y la prensa, entre muchos otros ejemplos, no dejan lugar a dudas.

Para derrotar a López Obrador, y al resto de los autócratas populistas que se han apoderado de buena parte del mundo, y rescatar la democracia de sus fauces, es importantísimo estar consciente de esta nueva realidad y entender que seguir pensando en términos de derecha contra izquierda es ocioso e improductivo. Y es que la única coalición que puede llegar a derrotar a estos engendros del zeitgeist es una que aglutine a todos los demócratas de cada país, sean de izquierda o de derecha (no me cansaré de repetirlo), quienes deben hacer a un lado sus diferencias, privilegiar sus convicciones democráticas y diseñar una agenda que ofrezca un cambio auténtico en lugar de un retroceso, y que combine la defensa de la libertad y las instituciones, con la reparación de los agravios que produjeron la indignación legítima de la gente volviéndola vulnerable a los cantos de sirena del populismo. En el caso mexicano, me parece que la construcción de un Estado de bienestar es una deuda histórica inaplazable y una propuesta infinitamente superior a las limosnas clientelares que ofrece el demagogo. Un ejemplo insuperable de una coalición centrista victoriosa es la que llevó a Macron al poder, evitando el ascenso de la demagoga fascistoide Marine Le Pen y asestándole un golpe dolorosísimo a la internacional populista. Ese es el camino.

En México, uno de los retos más urgentes que debe enfrentar la coalición prodemocrática es convencer, lo antes posible, a la mayor cantidad de gente de la peligrosidad del régimen encabezado por López Obrador. Una tarea titánica pues, además de que el demagogo tabasqueño goza de una legitimidad democrática inédita gracias a su aplastante triunfo, los autócratas del siglo XXI se han vuelto mucho más astutos y pérfidamente sutiles que sus antecesores. No suelen dar sanguinarios golpes de Estado, ni fusilar a la oposición, ni instaurar dictaduras burdas que cancelen la democracia de la noche a la mañana. En cambio, prefieren llegar al poder por la vía electoral y construir poco a poco regímenes de partido hegemónico recubiertos de un tenue barniz democrático. Mantienen vigente la constitución (al menos los primeros años) y siguen organizando elecciones, al tiempo que capturan las instituciones autónomas —incluyendo al órgano electoral—, socavan la división de poderes (poniendo especial énfasis en la subordinación del poder judicial), debilitan a la oposición e intimidan a los medios de comunicación y a los críticos orillándolos a la autocensura.

Es un proceso gradual e imperceptible para la inmensa mayoría de los ciudadanos, que un buen día despiertan y se dan cuenta de que perdieron sus derechos fundamentales, y de que viven en un país sin libertades o Estado de derecho y en el que las elecciones son un triste simulacro. Y cuando eso finalmente sucede, ya suele ser demasiado tarde. Incluso la retórica de los autócratas posmodernos es perversamente mendaz. Los dictadores de antaño, y sus propagandistas, solían confesar abiertamente el odio que sentían contra la democracia liberal, mientras que los actuales presentan sus proyectos autoritarios como un perfeccionamiento democrático. “No es autoritarismo, es democracia radical”, se atrevió a afirmar en televisión nacional Javier Tello, uno de los más hábiles y sofisticados corifeos del régimen lopezobradorista, hace apenas unas semanas. Y por más vomitivo que nos resulta ese nivel de deshonestidad, es sumamente efectivo.

Por eso los falsos moderados son tan nocivos para la causa democrática en esta peligrosa coyuntura. Pues con su tibieza le lavan la cara a un régimen peligrosísimo. ¿Quiénes son los falsos moderados? Los políticos opositores que insisten en colaborar con el régimen del demagogo en las cámaras, aparentando ser una oposición “responsable”, y los analistas que practican el equilibrismo intelectual equiparando a los críticos insobornables de López Obrador con sus propagandistas más lambiscones y mendaces. Y estos últimos además tienen la pésima costumbre de compensar cada tímida crítica que le hacen al gobierno, reconociéndole supuestos aciertos que en un contexto de destrucción democrática resultan dolorosamente irrelevantes.

Ambas actitudes (la objetividad y la lealtad opositora) serían sumamente loables frente a un gobierno democrático, pues la democracia es el reino del acuerdo, el compromiso, el diálogo y la pluralidad. Pero colaborar en la normalización de un régimen con claras aspiraciones autocráticas para posar de “moderados” y “responsables” es tan absurdo como cooperar con el lobo que está a punto de devorarnos pasándole la sal con la que nos va a sazonar, para poder jactarnos de nuestros buenos modales. Los partidos de oposición que sigan por esa línea sólo podrán aspirar a convertirse en rémoras que vivan del presupuesto a cambio legitimar al régimen participando en simulacros electorales que jamás podrán ganar. Y los intelectuales que se aferren a la moderación impostada deben entender que con sus falsas equivalencias y sus “no exageremos” y “no es para tanto” le prestan un servicio invaluable a un demagogo lobuno que depende de su piel de oveja para consolidar su proyecto, al tiempo que apuñalan en el corazón a la resistencia.

Ojalá que la marcha del domingo primero de diciembre sirva como punta de lanza de esa gran coalición democrática que logre frenar al demagogo en la elección intermedia, porque si no es en 2021, el retroceso se consolidará y la lucha se prolongará por años, quizá décadas…