Por: Óscar Gastélum
“Si transformo parcial y no radicalmente a Francia, será peor que si no hiciera nada.”
Emmanuel Macron
Durante las últimas semanas del año que recién terminó y las primeras del que comienza, una caótica revuelta protagonizada por miles de ciudadanos que se hacen llamar “Los Chalecos Amarillos” sacudió Francia a través de violentas protestas y el cierre de algunas carreteras. México es un país tradicionalmente indiferente ante las noticias internacionales, pero, por alguna razón, estos incidentes captaron la atención de varios seguidores del presidente López Obrador, quienes celebraron en redes sociales que ese movimiento de ultraderecha, azuzado desde Rusia y con preocupantes rasgos xenófobos y antisemitas, pusiera en la picota al presidente Emmanuel Macron. La dramaturga Sabina Berman incluso publicó un tuit en el que anticipaba la inminente “caída” de Macron con inocultable regocijo. El fenómeno me llamó la atención porque jamás he visto a esa gente deseando la “caída” de Putin, Erdogan, Duterte, Orban, Maduro, o cualquier otro tirano. ¿Por qué entonces salivaban con tanto antojo ante el supuesto colapso de un líder con impecables credenciales democráticas?
Me parece que la respuesta es muy sencilla: los seguidores de López Obrador sienten una irrefrenable hostilidad contra Macron porque en el fondo saben que su grandeza deja en evidencia la insondable mediocridad del redentor macuspano. Y porque intuyen, correctamente, que el presidente francés representa exactamente los valores opuestos a los que encarna el demagogo al que adoran con fe ciega. “¡Pero claro!” Exclamarán al unísono al leer esto, pues según ellos Macron es un malvado “neoliberal” de derecha y López Obrador un bondadoso luchador social de izquierda. Nada más alejado de la realidad. Para empezar, el viejo eje ideológico izquierda-derecha ha quedado totalmente rebasado gracias a la crisis civilizatoria que atraviesa el mundo desde hace por lo menos tres años. Es por eso que la coalición que llevó a López Obrador al poder cargaba en sus entrañas a la ultraderecha evangélica y a la ultraizquierda pronorcoreana del PT. Y el movimiento que logró que Macron se convirtiera en el líder francés más joven desde Napoleón estaba conformado por votantes y activistas tanto de centroderecha como de centroizquierda. Eso explica también el misterioso hecho de que los seguidores del demagogo, que se creen de izquierda, simpaticen con un movimiento de ultraderecha como los “chalecos amarillos”.
Y es que como ya he dicho en múltiples ocasiones, la humanidad está sufriendo un auténtico colapso nervioso colectivo, provocado por las vertiginosas transformaciones sociales y tecnológicas que le están cambiando el rostro al mundo y alterando nuestro estilo de vida a una velocidad que las vuelve inasimilables para el ciudadano promedio. Ante ese panorama de incertidumbre generalizada, el miedo se ha apoderado del corazón de los lectores y ha provocado que actúen de forma insólitamente irracional: votando por payasos impresentables como Trump, Salvini, Orban, Bolsonaro o López Obrador, y en el caso británico por Brexit. De dicha crisis emergió el nuevo eje ideológico que definirá el futuro de la humanidad. Sí, hoy la política ya no se trata del enfrentamiento entre la izquierda y la derecha sino entre lo abierto y lo cerrado, entre el futuro y el pasado, entre democracia y autoritarismo, entre modernidad y primitivismo, entre globalización y chovinismo, entre razón y emociones irracionales, entre la verdad y la postverdad. Y ese enfrentamiento está lejos de ser nuevo, pues se remonta al triunfo de la Ilustración y a los enemigos que engendró desde el primer instante. Macron es el mejor representante del proyecto ilustrado en esta era aciaga, mientras que Trump y López Obrador son descendientes directos del rancio movimiento antiilustrado.
Así pues, frente a la disrupción generada por el vertiginoso cambio tecnológico y social al que nos enfrentamos, un líder como Macron ofrece soluciones radicalmente opuestas a las que prometen demagogos populistas como López Obrador o Trump. Para empezar, el presidente de Francia le ofreció a sus votantes un liderazgo democrático y moderno, nada más alejado de Macron que el primitivismo mesiánico de López Obrador, con besamanos, altares y culto a la personalidad incluido. Mientras Macron se ve a sí mismo como el depositario de un poder temporal sometido a los límites que marca la ley, nuestro demagogo se considera el salvador de la patria y cree que la ley, la separación de poderes y las instituciones democráticas son estorbos que tiene que eliminar para concretar su misión redentora. Macron le habla con respeto a los ciudadanos, sin mentirles y sin prometerles soluciones mágicas, tratando de convencerlos con argumentos racionales y evidencia empírica. Por su parte, López Obrador trata a sus electores con la condescendencia que suele reservarse para los niños, los animales o los imbéciles, les miente a mansalva cada vez que abre la boca y les hace promesas imposibles de cumplir, pues no apela a las facultades racionales de sus oyentes sino a sus emociones más viscerales y a sus pasiones más bajas, muy especialmente al resentimiento. Para paliar el descontento de nuestra era y corregir sus injusticias, Macron propone la profundización y el perfeccionamiento de la democracia liberal, el sistema político que ha producido las sociedades más prósperas y libres de la historia. Mientras que nuestro demagogo cree que la solución está en arrancar la democracia de tajo y reemplazarla con una tiranía benévola, encabezada, desde luego, por él.
Macron es además un líder cosmopolita, políglota, abierto al mundo y comprometido con la globalización, el libre mercado y la integración europea, pero también está muy consciente de que el proceso globalizador ha generado problemas y retos que hay que enfrentar y resolver con imaginación y compasión por quienes menos se han beneficiado de esos procesos. Por su parte, López Obrador es un tipo aldeano y proteccionista, sin ningún interés por el ancho mundo que se extiende más allá de nuestras fronteras. Por eso sueña con aislar a México, cancelando aeropuertos, importaciones de alimentos y gasolinas, y programas de promoción turística. Y es que el demagogo es un nacionalista trasnochado, obsesionado con la “soberanía”, un concepto que en su mente maniquea y avejentada es sinónimo de chovinismo barato. Por cierto, no es casual que los demagogos promotores de Brexit también se hayan valido de la palabra “soberanía” para hundir a mi amado Reino Unido en una crisis política, económica y social sin precedentes ni final a la vista.
Macron conoce perfectamente bien los retos a los que inevitablemente se enfrentará la humanidad en los próximos años y es capaz de dar auténticas cátedras sobre temas tan complejos y esotéricos como la Inteligencia Artificial o el Cambio Climático. Por el otro lado, pareciera que López Obrador es un hombre que cayó en un coma profundo en los años sesenta del siglo pasado y que acaba de despertar completamente desorientado, sin entender lo que sucede a su alrededor, y sin tener la más remota idea de lo que pasó durante las últimas seis décadas. Y es que el demagogo insiste en ofrecer remedios totalmente obsoletos para problemas que desconoce a fondo. Así pues, mientras Macron propone encarar este temporal global sin abandonar el sendero de la ilustración y de la democracia liberal, haciendo frente a nuestros miedos con la vista clavada en el futuro, López Obrador le ofrece a sus feligreses volver a un pasado imaginario, y por eso mismo irrecuperable, en el que todo volverá a ser armonioso y los molestos problemas que nos agobian desaparecerán como por arte de magia. La primera es una visión madura, digna y honorable. La otra es cobarde, fantasiosa e infantiloide.
“Pues nada de eso importa”, dirán seguramente los feligreses del demagogo, y alegarán que mientras la popularidad de Macron está por los suelos, López Obrador podría cenarse a un bebé en cadena nacional y la aprobación del canibalismo infantil aumentaría de 0 a 70% instantáneamente. Pero esa es una falacia, un argumentum ad populum y nada más. Y es que en esta tenebrosa era de irracionalidad y resentimiento rampante, no es extraño que un demagogo como López Obrador navegue tranquilamente, con buen tiempo y viento a favor, mientras que un líder excepcional, moderno y democrático como Macron tenga que remar contra la corriente y en medio de un huracán durante todo su mandato. Además, mientras que en tan solo mes y medio el demagogo ya tiró miles de millones de dólares a la basura cancelando un aeropuerto que nos urge; provocó una crisis de desabasto de gasolina a base de ineptitud, necedad y fanatismo soberanista; y militarizó a perpetuidad la seguridad pública del país, poniendo las bases de una autocracia. Macron, en tan solo dos años, logró lo que todos sus predecesores habían intentado sin éxito: pasar una serie de reformas económicas, fiscales y laborales indispensables para que Francia salga de su estancamiento. Sí, algunas de esas reformas son una medicina muy amarga, pero Macron, como buen estadista, decidió sacrificar su popularidad para transformar a fondo a su país.
Pero, ¿es Macron realmente un despiadado “neoliberal” como asegura la secta del demagogo? Desde luego que no. De hecho, el modelo que está tratando de importar a Francia es la famosa “flexiguridad” que tanto éxito ha tenido en Dinamarca y que consiste en flexibilizar el mercado laboral al tiempo que se fortalece la seguridad social para los trabajadores. ¿Por qué entonces cayó tanto su popularidad y surgieron los chalecos amarillos? Porque ese es el espíritu de los tiempos y además así es el pueblo francés, propenso a la protesta y a devorarse a sus líderes. Pero tanto para Macron como para cualquier persona que conozca la realidad francesa, estos desmanes y dificultades eran perfectamente predecibles, tan es así que hace ya más de dos años el propio Macron le confesó lo siguiente a su tocayo, el inmenso Emmanuel Carrère:
“Creo que nuestro país está al borde del abismo, y a punto de caer. Si no estuviéramos en un momento trágico de nuestra historia, jamás habría ganado la elección. No estoy hecho para gobernar con buen clima, nací para la tormenta”.
Hace un par de días, Macron lanzó un gran debate nacional para tratar de encausar la rabia de su pueblo y darle el tiro de gracia a los “chalecos amarillos”. En la jornada inicial de ese gran diálogo colectivo el propio presidente debatió durante seis horas y media con seiscientos alcaldes franceses, varios de oposición y muy presionados por sus electores, pero para cuando el larguísimo maratón de esgrima verbal concluyó, Macron ya se los había echado a todos a la bolsa y no pudieron evitar estallar en una ovación de pie. Macron necesita un año más para acabar de pasar sus reformas y luego tendrá otros dos para recuperar la popularidad perdida y buscar la reelección. Ojalá que logre domar la tormenta que anticipó con tanta lucidez, pues el futuro de Francia, de Europa, del proyecto ilustrado, de la democracia liberal y de la civilización occidental entera, está en sus manos.
Bonne chance, Monsieur le Président !