El Churchill de Macuspana

Por Óscar E. Gastélum:

“I felt as if I were walking with destiny, and that all my past life had been but a preparation for this hour and for this trial… I thought I knew a good deal about it all, I was sure I should not fail.”

—Winston Churchill

El eminente historiador británico Andrew Roberts acaba de publicar una nueva biografía del inmortal Sir Winston Churchill y como era de esperarse, el libro se convirtió inmediatamente en uno de los grandes eventos editoriales del año. El título que Roberts escogió para la biografía número 1010 dedicada al legendario estadista es muy revelador: “Churchill: Walking with Destiny”, y es que el “destino”, ese vaporoso concepto, jugó un papel fundamental en la vida del mítico ex primer ministro. Pues aunque Churchill no era religioso (entre las más de cinco millones de palabras que pronunció en discursos públicos y las más de seis millones que publicó a lo largo de su dilatada existencia, no figura ni una sola vez  el nombre de Jesucristo), fue un hombre de su tiempo, que creía en una versión bastante sui géneris del “Todopoderoso”, así como en algunas otras supersticiones curiosas e inofensivas. Pero más que en cualquier otra cosa, Churchill creía ciegamente que estaba predestinado a la grandeza y que era su deber cumplir con su importante misión en este mundo.

Roberts ubica el origen de esa convicción indestructible en una plática que Churchill sostuvo con su amigo Sir Muirland Evans. En dicha conversación, el futuro héroe de la Segunda Guerra Mundial afirmó: “Veo que enormes cambios se ciernen sobre este mundo engañosamente pacífico; grandes turbulencias, terribles dificultades; guerras que no podemos ni imaginar; y te aseguro que Londres estará en un grave peligro —Londres será atacada y yo seré una figura muy prominente en su defensa”. Como si esto no fuera suficientemente escalofriante, Churchill remató la conversación diciendo: “Puedo ver mucho más lejos que tú. Puedo ver el futuro. Este país será sometido a una tremenda invasión, no sé por qué medios, pero te repito que estaré al frente de la defensa de Londres, y salvaré a Londres y a Inglaterra del desastre. Los sueños del futuro son borrosos, pero el objetivo principal está muy claro. Repito: Londres estará en peligro, y desde la alta posición que ocuparé, será mi responsabilidad salvar a la capital y al Imperio”.

Como dice el propio Roberts, si Churchill hubiera emitido su profecía en 1931, dos años antes del ascenso de Hitler, habría sido francamente impresionante. Si lo hubiera hecho en 1921, anticipar que la paz de Versalles no sería duradera habría sido un extraordinario despliegue de lucidez. De haberlo hecho en 1911, tres años antes del inicio de la Gran Guerra, ya estaríamos rozando el terreno de la brujería. Y con mayor razón si hubiera confesado su visión en 1901, cuando el Imperio Británico estaba en el cenit de su poder y su gloria. Pero Churchill le confió su premonición a Evans en 1891, a los dieciséis años de edad y casi medio siglo antes de transformarse en líder de Gran Bretaña durante el momento más obscuro de su historia.

La accidentada e intensa existencia de Churchill (una sola de sus múltiples aventuras bastaría para hacer célebre e inolvidable la vida de cualquier otro mortal) fue una sucesión interminable de eventos y roces con la muerte que alimentaron su convicción de que un destino arduo y glorioso lo aguardaba. Y es que Churchill arrancó su paso por este mundo como un bebé sietemesino, en una era en la que la mortalidad neonatal era altísima. Sobrevivió a tres choques automovilísticos y a dos accidentes aéreos. Estuvo inconsciente durante varios días después de saltar de un puente de diez metros de altura. Logró escapar a tiempo de una casa que se incendió mientras dormía. Estuvo a punto de ahogarse en un lago suizo. Sufrió cuatro accesos de neumonía, incluyendo uno cuando era muy pequeño, y varios derrames cerebrales e infartos.

Por si todo esto fuera poco, Churchill sobrevivió a la famosa carga del 21 Regimiento de Lanceros durante la batalla de Omdurmán en Sudán, matando a cuatro feroces derviches en el proceso, a pesar de que las fuerzas británicas estaban en desventaja diez a uno y de que en aquella caótica escaramuza murió una cuarta parte de su regimiento. Uno año después, en Sudáfrica, se ganó a pulso su reputación de héroe de guerra primero repeliendo la emboscada que el ejército bóer le tendió al tren blindado en el que viajaba, salvando a varios de sus camaradas en una refriega que le costó la vida al 34% de los mismos, para luego escapar del campo de prisioneros en el que fue recluido y atravesar 500 kilómetros de territorio enemigo sin ser detectado a pesar de que los bóers lanzaron una auténtica cacería humana para atraparlo “vivo o muerto”, una proeza que acabó transformándolo en una celebridad global y que le inyectó una dosis urgente de ánimo a un ejército británico desmoralizado. Si he logrado sobrevivir a tantos encuentros cercanos con la muerte, pensaba Churchill, es porque tengo un destino ineluctable que cumplir. Y lo cumplió.

Leer sobre la obsesión churchilliana con el destino me recordó a otro político que está ciegamente convencido de que nació predestinado a la grandeza, y de que pasará a la historia como el legendario héroe patrio que transformó a México, encabezando un movimiento revolucionario sin precedentes. Me refiero, desde luego, a Andrés Manuel López Obrador y a su quimérica “cuarta transformación”. ¿Será acaso López Obrador nuestro Churchill? Lo dudo muchísimo. Y es que, para empezar, el demagogo tabasqueño es una figura tremendamente divisiva, y no unificadora como el gran estadista británico. Además, López Obrador es un mitómano que no puede abrir la boca sin expectorar mentiras descaradas, y un demagogo que trata al pueblo con condescendencia, prometiéndole el cielo y las estrellas en cada mitin, aunque sabe muy bien que será imposible cumplir sus disparates. En cambio, Churchill siempre le habló con la verdad a los ciudadanos británicos, por más dolorosa o desoladora que fuera, y se ganó su confianza y afecto tratándolos como adultos, advirtiéndoles que venían años muy obscuros y prometiéndoles sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor.

Y por último, Churchill era un demócrata comprometido y cabal. Mientras que López Obrador es un auténtico analfabeta democrático, un hombre autoritario que desprecia los valores y las instituciones de la democracia liberal. Desde luego que hay muchísimas otras diferencias entre ambos personajes. Pero esas tres son fundamentales para explicar el extraordinario éxito de uno y el inminente y estrepitoso fracaso del otro. Y es que no importa qué tan fervorosamente crea López Obrador en sí mismo y en su grandioso destino, la división, la mentira y el autoritarismo difícilmente lo llevarán a buen puerto. El destino de Churchill fue un delirio narcisista, sí, pero Sir Winston lo transformó en una realidad tangible a base perseverancia, coraje, talento, imaginación, suerte, esfuerzo y compromiso democrático. Por desgracia, en el caso de López Obrador todo parece indicar que, si no pasa a la historia por provocar un desastre colosal, su glorioso destino se quedará sólo en eso, en un delirio narcisista, ridículo y estéril…