» Las causas están ocultas. Los efectos son visibles para todos. «
—Ovidio
El fiasco protagonizado por el Estado mexicano hace una semana en Culiacán y que desembocó en su bochornosa claudicación frente al Crimen Organizado, no es más que una consecuencia lógica de la esquizofrénica “estrategia” de seguridad de un régimen criminalmente inepto y encabezado por un demagogo narcisista que jamás ha tomado en serio el problema de la violencia y la inseguridad en México. Un tema que es prioritario para la gran mayoría de los ciudadanos mexicanos, quienes votaron por un cambio con la esperanza de que ese demagogo con ideas antediluvianas y ocurrencias demenciales fuera capaz de pacificar al país.
Jamás entenderé por qué tantos millones de mexicanos creyeron en las palabras de un mitómano que se atrevió a asegurar, sin asomo de ironía y en múltiples ocasiones, que la violencia terminaría mágicamente en el instante mismo en que él ganara la elección. Y que siempre abordó el tema con una frivolidad indignante, prometiendo visitas papales, vaporosas amnistías, cartillas morales y repitiendo formulitas huecas que las víctimas y sus familias debieron sentir como escupitajos en la cara: abrazos no balazos, becarios sí sicarios no, etc. Y tampoco logro descifrar por qué insisten en apoyarlo cuando, ya en la presidencia, no ha hecho más que echarle sal a la herida hablando de madrecitas justicieras, prometiendo acusar a los sicarios con sus abuelitos, nombrando secretario de seguridad a un improvisado profesional como Alfonso Durazo y acuñando el más tristemente célebre de sus balbuceos: “fuchi, guácala”, esa cumbre de la banalidad infantiloide.
Pero más allá de las recriminaciones y el azoro, lo que de verdad importa en estos decisivos momentos es que esos votantes finalmente despierten y se den cuenta de que sus legítimas demandas: seguridad, educación, empleo, están lejos de ser prioritarias para el demagogo al que eligieron. Y es que para López Obrador lo más importante (¡lo único importante!) es concentrar todo el poder en sus manos, lo más rápido posible, para construir un régimen autocrático que lo trascienda, una nueva hegemonía que se adueñe del país durante décadas. Todo lo demás es irrelevante y debe ser ignorado o aplazado, incluso mediante pactos o claudicaciones abyectas.
Investigar los latrocinios de los corruptos del pasado inmediato, por ejemplo, sería muy bueno para el país, pues debilitaría la cultura de la impunidad, fortalecería el Estado de derecho y acabaría con el pacto de impunidad de nuestras élites políticas, un pacto que, pese a un puñado de vendettas personales ejecutadas por el fiscal carnal del demagogo (Robles, Collado, etc.) sigue intacto. Pero al mismo tiempo sería una tarea titánica que desataría muchísimos demonios y distraería al presidente de su proyecto autoritario. Por eso es mejor permitir que Peña Nieto se mofe de nosotros desde las revistas del corazón, y chantajear y orillar a una jubilación forzosa a mafiosos de la calaña de Medina Mora y Romero Deschamps, ofreciéndoles impunidad a cambio de que entreguen el sindicato petrolero o su lugar en la corte. Porque el objetivo real no es combatir la corrupción sino construir una autocracia.
Otro ejemplo: Donald Trump es un troglodita racista y mexicanófobo, el peor enemigo externo que ha tenido México en décadas. Un energúmeno que no se ha cansado de humillarnos, agredirnos y amenazarnos, a pesar de que somos aliados y socios estratégicos de EEUU. Lo correcto sería hacerle frente con dignidad. México no está manco y podría defenderse con tarifas estratégicas que le pegaran económicamente a la base de Trump, o dejando de cooperar en tareas de seguridad e inteligencia. Las opciones sobran, pero un despliegue de dignidad como ese podría limitar temporalmente los recursos económicos que López Obrador necesita para construir su ejército clientelar, un componente indispensable en la construcción de toda autocracia. Por eso el demagogo prefirió convertirse en el lacayo rastrero de Trump, e incluso puso a su disposición a 27,000 elementos de la Guardia Nacional que ahora se dedican a cazar migrantes centroamericanos en lugar de defender a los ciudadanos mexicanos de los criminales.
Ésa es exactamente la misma lógica detrás de la “estrategia” de seguridad de López Obrador. Y no me refiero al cuento chino que habla de enfrentar las “causas” de la violencia mediante el combate a la pobreza y la desigualdad, una charlatanería sin evidencia que la sustente y que suena todavía más falsa en labios de un demagogo que está empobreciendo, dividiendo y hundiendo más en el atraso al país. No, esa no es su verdadera estrategia. Pues como buen priista de los setenta, el demagogo cree que la mejor opción a su disposición es pactar con el narco, y confía en que, si los deja trabajar en paz, los criminales van a portarse bien.
Eso explica sus preocupantes acercamientos y coqueteos con el hampa: su simbólico viaje a Badiraguato (pueblo natal del Chapo, jamás visitado por ningún otro presidente), las ofensivas y muy públicas atenciones que ha tenido con la familia Guzmán y la repugnante equiparación ética que traza constantemente entre enfrentar a sicarios desalmados y “reprimir al pueblo”. Es muy obvio que el demagogo sueña con otra “pax narca” que le permita concentrarse en la construcción de su régimen autoritario sin sobresaltos como el de la semana pasada en Culiacán. “Ustedes vendan su droga, fórrense en billetes y maten pero poquito, mientras yo dinamito la incipiente democracia mexicana y la reemplazo con una autocracia populista”. Ese es el acuerdo non sancto con el que sueña López Obrador. Eso es lo que está detrás de su “humanismo” espurio y su “pacifismo” impostado.
El problema es que el México de 2019 no es el mismo de los años 70 y 80 del siglo pasado, y las organizaciones criminales están tan atomizadas y se han vuelto tan vesánicas que un pacto entre el gobierno y el narco no solo es una obscenidad ética sino una imposibilidad práctica. Además, todo parece indicar que nuestras Fuerzas Armadas están comprensiblemente frustradas e indignadas ante esta deshonrosa estrategia. Quizá lo más trágico del operativo fallido en Culiacán sea que la aprehensión de dos de los hijos del Chapo (la versión más creíble de los eventos, publicada por el New York Times, habla de que el gobierno capturó y liberó también a Iván Archivaldo y no solo a Ovidio) hubiera dinamitado el pacto del demagogo con el Cártel de Sinaloa, obligándolo a cambiar de estrategia. Por eso, a pesar de que es un mentiroso patológico, una de las pocas cosas que le creo a López Obrador es que no estaba enterado del operativo. ¿Por qué? Porque fue una acción que iba totalmente en contra de sus intereses y objetivos.
Así pues, todo lo que haga o deje de hacer López Obrador debe ser analizado a través del prisma de su obsesión monomaníaca: desmantelar la democracia mexicana y construir un régimen autocrático sobre sus ruinas. El bienestar, la prosperidad y la seguridad de los mexicanos siempre estarán subordinados a esa deleznable prioridad. Ojalá que la mayoría de nuestros compatriotas se den cuenta a tiempo de la esa realidad, antes de que sea demasiado tarde y ya no podamos deshacernos del demagogo y su secta ni con votos, ni con nada…