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Blue Velvet Rose – Juristas UNAM

Por Oscar Gastélum:

“Don’t fight the darkness. Don’t even worry about the darkness. Turn on the light and the darkness goes. Turn up that light of pure consciousness: Negativity goes.”

David Lynch

Es imposible exagerar la alegría que sentí cuando, a finales de 2014, la cadena Showtime anunció el ansiado regreso de Twin Peaks, ese entrañable y obscuro universo, creado por David Lynch y Mark Frost a principios de los años 90 del siglo pasado, que cambió la televisión para siempre al engendrar el insólito concepto de la serie de autor, plantando una semilla que germinaría unos años después con la aparición de The Sopranos y que continuaría dando exquisitos frutos durante las primeras dos décadas del siglo XXI. Mad Men, The Wire, Breaking Bad, The Leftovers y otras obras maestras del género serían impensables sin el invaluable precedente que sentó Twin Peaks y sin su inescapable influencia.

Pero a pesar de la emoción que me produjo el anuncio, jamás podría haber imaginado lo oportuno que resultaría el regreso de la serie gracias a la alucinante y delicada coyuntura histórica que estamos atravesando. Porque en 2017 la humanidad habita un mundo muy diferente al de hace apenas tres años. Para empezar, la era dorada de la televisión parece haber llegado a su fin, asfixiada por el fenómeno que John Landgraf bautizó como “Peak TV”, un punto de saturación extrema caracterizado por el descenso generalizado en la calidad de los contenidos. Pero la principal diferencia entre nuestro desencantado mundo y la inocencia de 2014, es que hoy la civilización liberal está al borde del abismo, asediada por un movimiento bárbaro y rabiosamente antimoderno, liderado e inmejorablemente personificado por Donald Trump.

Esta asfixiante y crepuscular atmósfera, y la profunda incertidumbre existencial provocada por la amenaza civilizatoria que representa el energúmeno naranja (un ser tan grotesco y diabólico que parece emanado del rincón más lúgubre del Black Lodge), es lo que hace que resulte tan catártico volver a zambullirse en el entrañable y tétrico universo de Twin Peaks y la lúcida sabiduría lyncheana. Porque Lynch, como el artista excepcional y cuasi chamánico que es, supo tomar la temperatura del zeitgeist incluso antes de que la amenaza trumpista se materializara en todo su aterrador y fascistoide esplendor, y plasmó, en un episodio que pasará a la historia como uno de los puntos más altos que la televisión haya alcanzado jamás, nuestra impotente angustia frente al invencible y misterioso poderío del mal.

Me refiero, desde luego, al octavo episodio del regreso de Twin Peaks titulado “Got a light”. La poesía visual lyncheana, y este episodio es una portentosa y pesadillesca catedral poética, está abierta a múltiples interpretaciones, pero el hecho de que Lynch eligiera la prueba Trinity (la primera detonación de una bomba nuclear en la historia, un ensayo llevado a cabo en el desierto de Nuevo Mexico en el verano de 1945) como epicentro y explicación del origen de “Bob”, ese ente maligno que sometió a Laura Palmer al largo calvario que desembocó en su trágica y prematura muerte, alterando para siempre la vida de los habitantes de Twin Peaks, está lejos de ser un capricho gratuito o una inocente casualidad.

Es obvio que Lynch ve la concepción de la bomba atómica como una traición en contra del espíritu de la Ilustración, como el momento en que el mal finalmente logró pervertir a la ciencia orillándola a crear un instrumento capaz de aniquilar a la humanidad. Quizá esto explique las obsesivas referencias a la luz que abundan tanto en este episodio como en el resto de la obra lyncheana.  Pues la luz es el símbolo por antonomasia del, supuestamente, imparable progreso humano. Pero la bomba atómica no es el único avance tecnológico que Lynch ve con aprehensión y desconfianza. Las referencias a la electricidad permean el resto de la serie, ya sea a través del ominoso zumbido que emiten los cables de alta tensión o del misterioso nexo que existe entre los enchufes eléctricos y las dimensiones alternas conocidas como el Black y el White Lodge, ámbitos poblados por seres angélicos y demoníacos, y por algunas almas atormentadas que tuvieron la desgracia de quedar atrapadas en su interior.

Pero eso no es todo, pues en el mismo soberbio y perturbador episodio, tras la explosión nuclear y la revelación de que Bob fue creado, o más bien vomitado, por un ente maligno (probablemente la misteriosa “Judy”, a la que se refieren Philip Jeffries y Gordon Cole en diferentes momentos de la serie) en medio de una nube de garmonbozia (esa sustancia que funge como la representación física del sufrimiento humano y de la que se alimentan los demonios del “Black Lodge”), también vemos la aparición de otros entes demoníacos que parecen leñadores con el rostro manchado de hoyín. Uno de estos repelentes seres se abre paso hasta el micrófono de la pequeña estación de radio local y mediante la repetición de un  misterioso mantra  hunde a la audiencia en un profundo sueño, en lo que seguramente es una representación metafórica de la influencia de los medios masivos en la difusión de las ideas más tóxicas y destructivas.

Y henos aquí, setenta y dos años después de aquella explosión en el desierto de Nuevo México, más cerca que nunca del suicidio civilizatorio. Atestiguando con impotencia cómo el mundo moderno  pende de un hilo sobre el abismo y cómo el futuro de la humanidad está en manos de un septuagenario despreciable, un engendro monstruoso producto de la degradación total de los medios masivos y de la cópula entre el “Reality Show” y las redes sociales. Lo más irónico del asunto es que el energúmeno naranja podría ser el desecho más tóxico vomitado por “Judy” desde las entrañas del hongo nuclear, pues, ¿casualmente?, nació once meses después de la prueba Trinity por lo que debió ser concebido unas semanas después de la misma (¿quizá ese fue el tiempo que uno de esos insectos con patas de rana tardó en viajar desde Nuevo México hasta Queens?).

Era muy obvio que Twin Peaks, una historia sobre la imperdonable profanación de la inocencia, concebida por un artista íntegro e insobornable, no podía tener un final feliz. Pero lo verdaderamente desolador de su inquietante desenlace es que quien terminó detonándolo fue el heroico agente especial Dale Cooper quien no fue capaz de conformarse con resolver el asesinato de Laura o con la contundente derrota que le asestó a Bob, esa ínfima pero tremendamente nociva expresión del mal. Pues nuestro agente favorito del FBI, en un imperdonable pero conmovedor arranque de hubris, cayó en la tentación de alterar la historia con el fin de evitar la muerte de Laura, una muerte antecedida por años de maltrato y sufrimiento imposibles de borrar. Previsiblemente, Cooper fracasó en su intento por enderezar el pasado y en el proceso generó una realidad alterna no menos atroz que la que trataba de corregir. Estoy seguro de que la devastadora escena final, con un Cooper insólitamente desesperado y confundido preguntando en qué año está a punto de sufrir un colapso nervioso, y rematada por el estremecedor grito de Laura frente a la casa que fue escenario de su calvario, nutrirá mis peores pesadillas por el resto de mi vida.

Quizá también nosotros pecamos de soberbia al creer que los avances sociales que habíamos logrado en las últimas décadas eran definitivos y gracias a ello nuestra civilización está hoy a merced de Donald Trump y al borde de la autodestrucción. Pero a pesar del invencible poderío de las tinieblas, el sombrío arte de David Lynch, a base de poesía, lucidez y sabiduría, termina reconciliándonos con el universo, pues no sólo nos ayuda a aceptar que el mal y la obscuridad son tan invencibles como la muerte, sino que nos recuerda que la luz puede infligirle modestas pero invaluables derrotas. No hay imagen que represente mejor la preciosa fragilidad de la vida y todo lo que la hace  digna de ser vivida: el amor, la belleza, el heroísmo, el gran arte, etc., que esa magnífica metáfora visual que la obra de Lynch ha vuelto icónica: un auto que avanza a toda velocidad por un camino desierto rasgando con la tenue luz de sus faros delanteros la impenetrable obscuridad de la noche…