Por Oscar E. Gastélum:
“Para los europeos y americanos, hay un orden —un solo orden— posible: el que antes llevó el nombre de Roma y que ahora es la cultura de Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres solo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta conjetura: Hitler quiere ser derrotado. Hitler de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán, como los buitres de metal y el dragón (que no debieron ignorar que eran monstruos) colaboraban, misteriosamente con Hércules.”
Jorge Luis Borges
“Let us therefore brace ourselves to our duties, and so bear ourselves, that if the British Empire and its Commonwealth last for a thousand years, men will still say, This was their finest hour.”
Winston Churchill
Hace ya cuarenta días que, montado sobre una ola de populismo fascista y habiendo perdido el voto popular por casi tres millones de sufragios, el energúmeno anaranjado profanó la Casa Blanca y empezó a fungir como el “hombre más poderoso del mundo” (en tiempos menos aciagos quien desempeñaba ese cargo también era conocido como “el líder del mundo libre”). Estoy seguro de que no soy el único al que estas cuarenta pesadillescas jornadas le han parecido eternas, o que tiembla ante la perspectiva de tener que soportar a esta gentuza vulgar y maligna durante, por lo menos, cuatro años más. Pero estos cuarenta días también han servido para exhibir la formidable resistencia que el bufón con ínfulas de führer y su corte de vasallos cretinos e ideólogos siniestros tendrán que enfrentar para imponer su destructiva y ultrarreaccionaria agenda.
Y es que pareciera que la sociedad civil norteamericana despertó de su letargo ante esta amenaza inédita en contra de su democracia, y hay señales muy esperanzadoras de que esta nueva cepa de fascismo no terminará normalizada, e incluso de que puede ser derrotada antes de que logre destruir el orden democrático y liberal tan aborrecido por su grotesco líder y sus delirantes y detestables ideólogos. Ya le dediqué una columna a las marchas multitudinarias, encabezadas por mujeres, que sacudieron los primeros días del trumpismo y que hirieron el frágil ego del demagogo convocando a muchísima más gente que su trágica y sombría inauguración presidencial. Pero lo que ha pasado desde entonces es todavía más emocionante, e incluso más útil para la causa democrática.
Pienso en la decencia y el rigor jurídico de los jueces (liberales y conservadores) que le pusieron un alto a la repelente orden antirrefugiados redactada por Bannon y firmada por Trump, esa primera agresión en contra de una minoría satanizada y vulnerable. Y también en las poderosas organizaciones de defensa de los derechos civiles, como la ACLU, y en los abogados que están dispuestos a prestar desinteresadamente sus servicios para defender a los más desvalidos. Pienso también en los profesionales y comprometidos burócratas del gobierno federal (no olvidemos que en EEUU existe un sólido servicio civil de carrera) que ya han demostrado que no van a obedecer ciegamente al tirano y que, a través de filtraciones constantes, han exhibido el caos generalizado que reina tanto en la Casa Blanca como en el Departamento de Estado y otras secretarías.
Pero sobre todo, pienso en los valerosos ciudadanos que han acudido masivamente a los “town halls”, esas valiosas ágoras en las que los congresistas norteamericanos todavía le rinden cuentas a sus votantes frente a frente. Ha sido tremendamente conmovedor atestiguar el compromiso democrático de miles de personas comunes y corrientes que han asistido a reclamar sus derechos y a defender los logros sociales que han obtenido en los últimos años, recordándole de paso a sus distantes representantes, quién manda en una democracia. Todo parece indicar que, gracias a esa indignación movilizada y ejemplarmente encauzada, Trump será incapaz de cumplir una de sus más peligrosas y nocivas promesas de campaña: destruir “Obamacare” (la joya de la corona del admirable legado de Obama), un disparate irresponsable que dejaría a decenas de millones de seres humanos sin seguro médico. Eso, señores, es DEMOCRACIA en acción.
Pero esa reanimada y vibrante conciencia ciudadana se aprecia hasta en ámbitos que parecieran triviales o frívolos, pero que en el contexto norteamericano son importantísimos. Es el caso de los “talk shows” nocturnos, esas reveladoras vitrinas sociales y culturales que durante décadas han servido para tomar la temperatura de la sociedad norteamericana. Solía pensarse, y la evidencia empírica en forma de ratings y patrocinios respaldaba esa conjetura, que los anfitriones de dichos programas debían ser políticamente neutros. Sí, podían hacer chistes inofensivos sobre el presidente en turno y los infaltables escándalos sexuales de la clase política, pero debían evitar a toda costa hacer críticas más profundas u ostentar animadversiones o simpatías políticas personales, para evitar el riesgo de ofender y alejar a la mitad de la audiencia.
Durante la década pasada, el anodino y antipático Jay Leno triunfó contundente y cotidianamente en los ratings nocturnos sobre sobre el legendario David Letterman, un auténtico genio de la comedia, en parte porque el primero se abstuvo de alienar a sus televidentes conservadores criticando a Bush Junior y su desastrosa invasión de Irak, mientras que el segundo lo tundió sin piedad durante años. Pero Trump no es un político conservador ordinario, como el pequeño Bush, sino un demagogo fascista, una aberración que amenaza con destruir el orden democrático. Y parece que la inmensa mayoría del público norteamericano está consciente de la gravedad de la amenaza, pues en las últimas semanas, demolió el paradigma de la televisión nocturna abandonando al talentoso pero hipócrita, timorato y calculadoramente apolítico Jimmy Fallon (heredero de Leno) y sintonizando la mordaz y brillante sátira política de Stephen Colbert (el genial y dignísimo heredero de Letterman) que en ningún momento ha tratado de ocultar el desprecio que siente por Trump.
Todas estas son señales muy positivas que nos permiten abrigar esperanzas respecto al futuro de la democracia norteamericana. Y como si la fortaleza y convicción de sus adversarios no bastara, además abundan síntomas que parecen revelar una tendencia autodestructiva en las entrañas mismas del trumpismo. Las guerras suicidas que el payaso fascista y sus acólitos le han declarado a la prensa y a sus agencias de inteligencia, por ejemplo, parecieran intentos desesperados por fracasar. Quizá, como dijo alguna vez Borges sobre Hitler, en el fondo Trump y los suyos saben que su grotesco movimiento es tan deleznable, absurdo e inhumano que merece terminar en el basurero de la historia, y por eso parecen tan empeñados en boicotearlo subconscientemente.
Pero confiarse frente a un huracán de vesania, mendacidad y barbarie como este sería un error imperdonable. La batalla apenas comienza y el aprendiz de autócrata puede ir dominando poco a poco su oficio o rodearse de asesores igual de ruines que los actuales pero mucho más efectivos y capaces. Un desastre, un atentado terrorista o una guerra inventada, pueden transformar el panorama de un día para otro, y lo más probable es que al menos una de esas tres cosas suceda en el futuro cercano. Para evitar la complacencia, no debemos olvidar que, pase lo que pase, el mundo terminará pagando un precio altísimo por la epidemia de locura que desembocó en el ascenso de un fascista a la presidencia del país más poderoso de la historia, y lo único a lo que podemos aspirar es a tratar de minimizar ese daño.
Pero si dentro de cuatro largos años, gracias a la sociedad civil, a la prensa, al poder judicial, a un congreso renovado en 2018, a las agencias de inteligencia y al resto de las instituciones del Estado, el trumpismo y los antivalores que representa terminan abyectamente derrotados, entonces la democracia moderna más antigua del planeta habrá logrado superar la peor crisis existencial de su historia, el mundo civilizado volverá a emerger fortalecido de una era de tinieblas, y el pueblo norteamericano podrá jactarse con orgullo de haber protagonizado, parafraseando a Churchill, su hora más gloriosa…