Call me by your name

Por Óscar E. Gastélum

“There is hardly a branch of literature, of music, of the plastic arts, of philosophy, of drama, film, fashion, and the furnishings of daily urban life in which homosexuality has not been crucially involved, often dominantly. Judaism and homosexuality (most intensely where they overlap, as in a Proust or a Wittgenstein) can be seen to have been the two main generators of the entire fabric and savor of urban modernity in the West”

– George Steiner

“Italy is like a young pretty girl that never ages -that’s Italy. She never gets older, never loses her allure, and you can’t get enough of it, and it survives.  Every other beauty on Earth fades -except Italy.»

– Jerry Seinfeld

 

El lugar común sostiene que “Call me by your name”, la aclamada película dirigida por Luca Guadagnino (con un guion escrito por el mismísimo James Ivory, basado en la novela de André Aciman), es una historia de amor homosexual. Pero encasillar a una de las mejores películas del año y de la década en ese subgénero espurio que es el “cine gay”, sería hacerle un flaco favor a una obra de arte que va mucho más allá de las etiquetas comerciales y simplistas. Pues el estupendo filme de Guadagnino, impecablemente protagonizado por Timothée Chalamet (la revelación histriónica del año) y Armie Hammer, es mucho más que la tórrida historia de amor veraniego entre Elio, un precoz y brillante adolescente, y Oliver, el estudiante de posgrado al que el erudito padre de Elio invitó a pasar unos meses en su gloriosa casa de campo en el norte de Italia. Y es que “Call me by your name” es antes que nada una luminosa celebración de lo mejor de la vida y de nuestra civilización, es decir, un auténtico oasis de luz en esta tenebrosa era de puritanismo histérico y autoritarismos desatados.

La grandeza de la película estriba en que su modesta e íntima historia de amor sirve como el pretexto ideal para enmarcar y ensalzar, sutil y afectuosamente, los grandes valores universales de la civilización que la hizo posible, valores que han transformado la vida de millones de personas alrededor del mundo convirtiéndola en una experiencia digna de ser vivida, y que han estado bajo un ataque constante en los últimos años, sitiados por el avance de la ultraderecha fascista por un lado y por los triunfos culturales de la ultraizquierda posmoderna por el otro. Sí, todo está ahí: la voraz curiosidad intelectual que suele desembocar en un amor insaciable por el conocimiento y la inteligencia, el liberalismo político y social, el respeto irrestricto por la autonomía del individuo, el culto a la belleza y la diversidad, el amor romántico como cúspide de la libertad individual (y cuyo carácter subversivo y transgresor en este caso es acentuado por la diferencia de edad entre los protagonistas y por su disidencia sexual), el cosmopolitismo y el secularismo (entrañablemente representados por el judaísmo ateo de los Perlman la maravillosa familia de Elio, que lo mismo celebra Jánuca que Navidad, lee poesía alemana en su idioma original cada vez que una tormenta los deja sin luz y cuyos miembros pueden pasar del inglés al francés y del francés al italiano en una misma conversación sin apenas inmutarse). Sí, el mundo de los Perlman es un microcosmos en el que los ideales y valores de la modernidad occidental se han materializado de manera casi perfecta. Ese es precisamente el estilo de vida que los islamofascistas, los beatos posmodernos y las hordas trumpistas, tanto desprecian y sueñan con destruir.

Como dije más arriba, la extraordinaria actuación de Chalamet es una auténtica revelación y la de Hammer no se queda atrás (a pesar de que el personaje de Oliver está lejos de ser tan demandante y complejo como el de Elio), pero también vale la pena resaltar el trabajo del resto de los actores, sobre todo el de Esther Garrel y el del súbitamente ubicuo Michael Stuhlbarg. La primera (hija en la vida real de Philippe Garrel y hermana de Louis) interpreta a Marzia, la perspicaz y generosa amiga y cómplice sexual de Elio,  mientras que el segundo le da vida a su padre y protagoniza magistralmente una de las escenas más poderosas del filme, un diálogo entre padre e hijo que es prácticamente un monólogo y uno de los textos más perfectos y conmovedores jamás escritos para la pantalla grande. La espléndida banda sonora acentúa la intoxicante atmósfera de nostalgia y melancolía que envuelve a la película desde la primera escena hasta su gélido final, y está conformada principalmente por canciones de Sufjan Stevens, compuestas especialmente para la cinta, pero también está salpicada de pop italiano de los ochenta y por las afortunadísimas apariciones de Ryuchi Sakamoto, Giorgio Moroder, The Psychedelic Furs y Bach.

El otro gran protagonista de la historia es el paisaje, una Italia embriagante y luminosa, exquisitamente ambientada en los años ochenta (sería interesante investigar por qué últimamente sentimos tanta nostalgia por esa década), y cuya desquiciante  belleza siempre ha servido como escenario perfecto para el eterno y fecundo choque entre el frágil orden apolíneo y los impulsos dionisíacos. Poco importa que no se trate de la Italia más turística y universalmente reconocida, sino de un norte cuyo bucólico y virginal paisaje logra evocar de manera insuperable ese estío idílico que muchos hemos tenido la fortuna de vivir y durante el cual sólo alguien sin corazón resistiría la tentación de caer perdidamente enamorado. Además, los dramáticos cambios estacionales del norte italiano le aportan mucho a la historia, pues el tórrido verano se transforma ante nuestros atónitos ojos en un crudísimo invierno al tiempo que Elio experimenta por primera vez en su vida el incomparable dolor que produce un corazón roto. Italia siempre ha despertado una profunda fascinación en mí, adoro sus ciudades, su comida, su literatura, su poesía, su fútbol, su cine (el neorrealismo es el punto más alto que ha alcanzado ese arte), sus vinos, sus coches y motocicletas, y la obsesión por la estética que permea cada rincón de su vida cotidiana y de su cultura, una obsesión sin duda alguna motivada por la cautivante y ubicua belleza de sus paisajes naturales y de sus habitantes. Sí, la historia de Elio y Oliver es universal pero ningún otro país del mundo habría ofrecido un marco tan perfecto para escenificarla como Italia.

Lo primero que recordé al terminar de ver la hipnótica obra de Guadagdino fue que, en su devastador ensayo sobre Anthony Blunt, George Steiner afirmó, en un fragmento que elegí como epígrafe de este texto, que nadie ha aportado más al tejido y a la sensibilidad de la modernidad urbana occidental como los judíos y los homosexuales, y también recordé que Susan Sontag había enunciado un sentimiento muy parecido en su legendario ensayo “Notas sobre el Camp” al afirmar que: “Judíos y homosexuales son las descollantes minorías creadoras de la cultura urbana contemporánea. Creadoras en su más auténtico sentido: son creadoras de sensibilidades. Las dos fuerzas precursoras de la sensibilidad moderna son la seriedad moral judía y el esteticismo y la ironía homosexuales.” No sé si Guadagnino o Aciman se hayan propuesto conscientemente ilustrar y celebrar esa idea, pero, en una era en la que la vulgaridad, la imbecilidad y el odio campean a sus anchas por el mundo, terminaron creando un elegante y conmovedor canto de amor en honor a los ideales y los valores de una civilización entrañable justo en el momento en el que sus enemigos parecen estar a punto de aniquilarla.

Belleza, inteligencia, poesía, amor (erótico y filial), música y amistad bajo el sol italiano. He ahí el menú ideal para enfrentar esta tenebrosa era. Quien se prive de ese manjar porque los protagonistas de esta historia de amor son dos hombres, merece el infierno que nos espera si los enemigos de la civilización triunfan.