Por Oscar E. Gastélum:
“A reader lives a thousand lives before he dies.
The man who never reads lives only one”.
George R.R. Martin
Hace un par de semanas, en un intento desesperado por inculcar el hábito de la lectura en la juventud, el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM lanzó “Perrea un libro”, la campaña de promoción de la lectura más ridícula de que se tenga memoria, en un país propenso al humor involuntario.
La idea es tan desconcertantemente mala y el video de presentación tan absurdamente patético, que me atrevo a pensar que ningún medio satírico serio se habría atrevido a publicarla como caricatura o parodia, pues resulta demasiado burda como para ser auténticamente crítica o graciosa.
Para empezar, tendríamos que reprocharle a las mentes brillantes que pergeñaron el concepto de “perreo” literario, la extraña equiparación que hacen entre “juventud” y “reguetón”, un insulto que seguramente alienó de entrada a la inmensa mayoría de los jóvenes del país y que expone su profundo desconocimiento de la cultura juvenil, es decir, de los valores y las costumbres de aquellos a quienes, se supone, va dirigida la campaña.
Todo sería tremendamente gracioso, basta con imaginar a una “reguetonera” promedio restregando su trasero contra la entrepierna de su macho al ritmo de los “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” para desternillarse de risa, si no fuera porque esta bufonada involuntaria es un dispendio de recursos públicos irremediablemente condenado al fracaso. Pues si los lectores históricamente han conformado una minoría raquítica, entre la tribu “reguetonera”, intuyo, ese porcentaje debe ser considerablemente menor. Además, el nombre de una institución tan venerable como la UNAM no merece ser asociado con un disparate tan indefendible.
Por eso, para diseñar estrategias que realmente estimulen la lectura es importante empezar por aceptar que el público lector siempre será minoritario, una auténtica aristocracia del espíritu, y que cualquier intento por convertir a las masas al culto literario está destinado a naufragar en el más bochornoso de los ridículos. El objetivo debería ser llegar a todo aquel que, sin importar su entorno, sexo o clase social, tenga las aptitudes necesarias para pertenecer a esa estirpe extremadamente rara pero infinitamente diversa, revelándole los intensos placeres y las invaluables recompensas que acarrea esa pasión congénita que duerme en su interior.
Pero, la pregunta es ineludible, ¿por qué leen los que leen? Como dice Jojen Reed, ese personaje maravilloso creado por George R. R. Martin en “A Song of ice and fire” y lastimosamente desperdiciado en Game of Thrones, desde el epígrafe que encabeza este texto: leemos para vivir más de una vida; y no conozco muchas actividades capaces de competir con los placeres que ofrece ese portal a un universo de posibilidades infinitas que es la lectura.
Porque leer nos permite ampliar nuestros horizontes, viajar en el tiempo y el espacio, habitar la piel de hombres y mujeres sorprendentemente distintos a nosotros mismos y atisbar la experiencia humana a través de sus pensamientos, sentimientos y sensaciones. Leemos también para reconocernos en lo leído, cumplir nuestras más íntimas fantasías, enriquecer nuestros sueños y refinar nuestros gustos.
Por eso la literatura es un generador insuperable de empatía, y, como argumentan Lynn Hunt y Steven Pinker, no es casual que la explosión de la lectura como un fenómeno social entre las clases educadas de Gran Bretaña y el resto de Europa a finales del siglo XVIII y el perfeccionamiento de la imprenta que puso bibliotecas enteras al alcance de cualquiera, hayan coincidido con un salto cuántico en el proceso civilizatorio. Y es que ver el mundo a través de los ojos de los otros nos ayuda a comprender la riqueza y diversidad del espíritu humano al tiempo que nos revela nuestras más profundas y entrañables semejanzas.
Pero además de ser un placer inigualable que nos acerca a los otros y nos enseña a valorar la diversidad, leer también nos hace libres. Porque no hay ácido que corroa con mayor éxito los prejuicios, dogmas y mentiras que lastran a una sociedad y atrofian el espíritu de los individuos, que el libre intercambio de ideas que generan los libros. Por eso a lo largo de la historia no habido un tirano, de Stalin a Hitler, pasando por Castro, Pinochet, Pol Pot y todos los ayatolas y Papas, que no haya perseguido a escritores, intelectuales y poetas, o haya tratado de prohibir y censurar obras literarias incómodas.
Los avances más importantes de nuestra civilización, de la abolición de la esclavitud a la separación entra la iglesia y el estado, pasando por la liberación femenina y los derechos de las minorías, empezaron como una acalorada discusión entre un pequeño grupo que reflexionaba en torno a las grandes cuestiones de su tiempo, escribía y leía libros, argumentaba, se dejaba persuadir por los argumentos ajenos y tenía la capacidad de tomar decisiones con repercusiones públicas aun en contra de la opinión general de la época.
Sí, el éxito de toda sociedad democrática depende en buena medida del cultivo de esa élite intelectual que la impulse e impida su estancamiento, y por eso es tan importante encontrar mecanismos que le permitan detectar a todos aquellos individuos capaces de pertenecer a esa minoría selecta, dándoles la oportunidad de desarrollar su verdadero potencial.
Pero dudo mucho que crear campañas publicitarias para incentivar la lectura sea la mejor estrategia para lograr ese objetivo. Porque el Estado tiene a su disposición un arma inmejorable: la educación pública, además de un poder inapelable para influir en el currículo de esos desvergonzados centros de adoctrinamiento religioso que son casi todas las escuelas privadas.
Permítaseme una anécdota personal para ilustrar mejor mi argumento. Cuando estudiaba en la secundaria tuve la mala suerte de caer en las garras de un individuo al que todos en mi escuela conocían como “Don Chebo”, un profesor de literatura decrépito y sádico que, lejos de inculcarnos el amor por la lectura, solía torturarnos con fechas y datos inútiles que transformaban su materia en un tormento pesadillesco del que cualquier adolescente querría escapar. De aquellas espeluznantes sesiones, el único dato inane que conservo en la memoria es que el verdadero nombre de Pablo Neruda era Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, y lo recuerdo tan bien porque el tipo me reprobó en un examen por no haber encontrado el “Neftalí” en ninguna enciclopedia a la mano y cuatro de los cinco nombres de Neruda no fueron suficientes para salvarme.
Sobra decir que aquel siniestro personaje jamás nos brindó la oportunidad de descubrir o apreciar la portentosa obra del inmenso poeta chileno o nos sirvió de guía para encontrar textos que pudieran interesarnos y servirnos como puerta de entrada al mundo de la lectura.
Por desgracia, seres como “Don Chebo” no son la excepción sino la norma en nuestro obsoleto y ruinoso sistema educativo. Si el objetivo fuera desalentar la lectura y alejar a la mayor cantidad de adolescentes de los libros, continuar por ese camino sería la estrategia a seguir. Pero si lo que buscamos es transformar a un puñado de jóvenes excepcionales en lectores acérrimos, habría que revolucionar la manera en que enseñamos literatura en las escuelas. Porque si de cada aula con cincuenta alumnos, dos de ellos salieran transformados en yonquis de la palabra escrita, podríamos considerar ese resultado como un éxito rotundo y la sociedad entera saldría beneficiada.
Porque de lo que se trata, repito, es de engrosar y fortalecer a esa élite crítica que es tan indispensable en la construcción de un país auténticamente moderno. Los reguetoneros, mientras tanto, pueden seguir “perreando” alegre e indolentemente, pero en una sociedad más libre, ilustrada y justa, transformada y animada por lectores encumbrados e influyentes.
Sé que proponer esto en un país gobernado por un analfabeta funcional que fue elegido por un electorado al que ese hecho escandaloso le pareció un detalle irrelevante a la hora de elegirlo presidente, suena casi tan descabellado como poner a leer a un reguetonero. Pero el poder de la palabra escrita ha obrado milagros mayores y no pierdo la esperanza de que, algún día, este país sea dirigido por sus mejores hijos y no por la banda de criminales zafios que lo ha saqueado durante décadas. Así sea…