Una épica narrativa de la derrota

Por: @Bvlxp

 

Si cada vez que ocurre no pareciera tan definitiva, no sería tan poética y tan heróica la derrota. Pocas son las derrotas que no se fraguan poco a poco con el tiempo; cada uno de nosotros lleva dentro de sí la simiente de todas sus derrotas; cada una de nuestras victorias es una derrota que no fue. Necesitamos empezar a pensar en la derrota como una narrativa, como la culminación de un proceso; hacer de nuestras derrotas una narrativa épica.

Así que la Selección Mexicana perdió en octavos de final en el Mundial Brasil 2014. A simple vista, la derrota de la Selección es una más y es idéntica a todas sus derrotas en los últmos cinco Mundiales: todas en la fase de octavos de final, todas contra equipos de mucho más abolengo que el nuestro; la mayoría de ellas entregadas al rival en el último momento, como cuando vamos de frente a ese accidente que sabemos que va a suceder y no hay nada que podamos hacer para evitarlo.

Lo nuevo en esta derrota es que la Selección Mexicana poco a poco fue construyendo una narrativa que valiera la pena a partir de una desastrosa fase eliminatoria jugada sin alma, sin talento, sin que el equipo mexicano fuera capaz de imaginar una derrota digna. Es decir, el equipo mexicano parecía destinado a perder sin imaginar ni ser dueño de su propia derrota, al punto de que el motivo de su participación parecía ser la derrota misma. Sin embargo, algo cambio: la entrada de Miguel Herrera a la dirección técnica le dio al equipo nacional algo que se parecía mucho a tener alma. De súbito, el equipo mexicano estaba destinado a tomar el control de su historia, a no ser un perdedor cualquiera.

La épica de esta derrota mexicana fue extraordinaria. A segundos de quedarnos fuera del Mundial, un gol del archienemigo en el subconsciente nacional, los Estados Unidos, nos dio la posibilidad de ir a rescatar un boleto al Mundial hasta Nueva Zelanda y de ahí regresamos victoriosos pero a la vez humillados por haber tenido que ir a mendigar una entrada gratis hasta el fin del mundo. Al Mundial llegamos con una idea muy pobre de la derrota: aquella que se construye exclusivamente de escepticismo, de la certeza de no merecer nuestra propia historia.

Sin embargo, la derrota del equipo mexicano supo diferente esta vez y quizá por eso mismo fue tan devastadora. Como pocas veces ha sucedido con una derrota mexicana, acudimos a jugárnosla impetuosamente dueños de nuestra esperanza y como pocas veces la hemos sufrido porque nada duele como quedarse con las manos llenas de esperanza y no hallar dónde acomodarla. Sin importar que el equipo de Miguel Herrera acabara perdiendo como siempre, culpando a otros, maldiciendo a las fuerzas conspiracionistas del destino cruel que siempre parece ensañarse con los mexicanos, es decir, sin hacerse cargo de la derrota que él mismo fue construyendo paso a paso hasta llegar al partido perdido frente Holanda, hay algo profundamente diferente esta vez: el equipo mexicano fue capaz de imaginar para sí mismo una extraordinaria narrativa de la derrota.