Una casa entre el desierto y el silencio

Por: Bvlxp

No sé mucho de arquitectura más allá de que me hubiera gustado tener aptitudes para dedicarme a ella. Soy miembro de una de las últimas generaciones para las que la selección de carrera universitaria era un asunto muy rígido, muy lleno de expectativas, muy definitivo. Actualmente, los recién egresados de la preparatoria parecen ser más libres en su elección, más guiados por el instinto y por la libertad; más conscientes de que la universidad es sólo una parte de la aventura de la vida y que el futuro algo tendrá que ver con eso o quizá nada. En mis tiempos, elegir una carrera era como seleccionar el tratamiento de la enfermedad terminal de la adultez.

Así fue que no fui arquitecto y que no tengo formación arquitectónica alguna más allá de un insaciable morbo estético por la construcción del entorno, por la arquitectura como el fijo reflejo de la mentalidad de cada época. Me dedico a ver arquitectura no como un experto o un perito sino como alguien que disfruta un libro de poesía: quizá sin entender lo que debería estar entendiendo pero sintiendo algo muy profundo dentro de mí empatando con el lugar que ocupo en ese momento.

En medio de la abstracción del desierto de Arizona, en 1937 Frank Lloyd Wright construyó Taliesin West, una obra maestra que ideó como su casa de invierno, estudio y academia arquitectónica (todavía activa). No se trata de hablar de Taliesin West como lo haría una revista arquitectónica o tratar de decir algo nuevo sobre la arquitectura de Frank Lloyd Wright. Como sucede con las obras maestras de la arquitectura, la de Lloyd Wright es una experiencia de la que es difícil hablar en otros términos que no sean emocionales. De la buena arquitectura sólo se puede hablar a partir de lo que uno es en el instante en que se encuentra habitándola, visitándola.

Taliesin West me hizo evidentes las complejidades de las construcciones y acomodos contemporáneos, su bajeza en términos estéticos, la estridencia que busca suplir una vida interior paupérrima. Hoy en día los espacios que habitamos parecen estar dominados por el ruido, por los focos incandescentes, por el parpadeo interminable. Me sorprendí sintiéndome profundamente en paz conmigo mismo en Taliesin West como si hubiera estado urgido del infinito silencio.

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De pronto me encontré sentado en medio de una sala fresca debajo del pleno sol de medio día; en un espacio con sillas específicamente diseñadas para propiciar la conversación. La estancia de Taliesin West es un lugar con paredes a media altura entre el suelo y el cielo y sin ventanas para darle paso al viento del desierto. En la sala había un piano que parecía jamás haber dejado de cantar, como coronando un espacio para convidar a gente llena de gusto por lo mejor que tiene la vida.

Taliesin West es un espacio de cielo abierto, un lugar para la fiesta y para el trabajo, una oda para la vida simple. Frank Lloyd Wright, discutiblemente el mejor arquitecto del siglo XX, dormía en una cama individual colocada en un recoveco sin cortinas, un espacio vuelto a la vida por una ventana que da paso a la luz y se abre a la nocturna brisa del desierto. La cama del arquitecto era eso: una cama. Ni más ni menos. Contemplé el espacio pensando en lo mucho que me gustaría pasar una noche ahí: en un espacio para descansar, en un sitio en el que una cama sigue pareciendo una cama y sirviendo para lo que sirven las camas. Pensé en todas las otras camas que me aguardaban afuera de Taliesin West, un mundo en el que las camas parecen ser todo excepto, quizá, una cama.

En Taliesin West encontré una arquitectura por y para el hombre, una arquitectura de mucha luz y pocas paredes, un espacio en el que el hombre puede estar entre el mundo, entre la tierra y entre el viento, cantando la vida en medio de todas las flores que bailan entre el silencio.