Por Adriana Med:
Quiero un caballo, quiero un cordero. Quiero un hogar en medio de la campiña. Esa y otras cosas dice el disco Ram de Paul y Linda McCartney. Escucharlo es como abrir la ventana y sentir el viento en la cara o como sentarte en una piedra y meter tus pies en un río. Lejos del alboroto y el griterío que caracterizó a la beatlemanía, se erige una música cálida y divertida que no da respuestas ni tampoco formula preguntas. Entre el nonsense se adivina un mensaje: “llegué a casa”.
La prensa fue muy dura con Paul McCartney en su momento por dicho álbum. George Harrison había publicado un año antes All Things Must Pass, una auténtica obra maestra de gran profundidad, y John Lennon publicaría al poco tiempo Imagine, cuyo sencillo homónimo se convertiría en un himno de amor y paz para esa generación y las siguientes. Mientras tanto, en Ram, Paul habla sobre comer en la cama, dormir tranquilo y oler la hierba del prado.
“Vaya insignificancia”, debieron pensar algunos músicos y críticos cuando lo escucharon. Cómo se atrevía Paul McCartney a cantar sobre la salsa kétchup y grabar una canción tocando un ukulele en tiempos de Led Zeppelin. ¿Dónde estaba el genio del Sgt. Pepper y Abbey Road? Pues en una granja siendo feliz con su esposa, sus hijas y su perro. Ni más ni menos.
Ram es una celebración de la vida doméstica creada por un hombre libre que puede hacer la música que quiera cuando quiera y no tiene nada que demostrar. Reivindica la belleza de la sencillez. Abraza la naturaleza. Es lo más cercano a lo que suena un hogar. Cuando lo escucho anhelo casarme, tener hijos y vivir rodeada de árboles y animales. Sé que en estos tiempos es anticuado decirlo, pero todavía creo en la magia de formar una familia.
Me encanta lo extraordinario siempre y cuando no implique renunciar a lo ordinario, a lo discreto, a lo común y corriente. Me niego a dejar de recostarme en el pasto para mirar las estrellas, de reírme por tonterías, de hacer pasteles, de tomar baños calientes, de ver caricaturas, de hablar de cosas sin importancia, de sonreír cuando nadie me ve, de hacer barcos de papel. Son cosas que no me inmortalizan pero me hacen sentir viva. Creo que es muy importante disfrutar los pequeños placeres, encontrar el cielo en esas experiencias cotidianas que no saldrán en los periódicos ni en los libros de historia, y qué bueno.
El mundo o tal vez la vida es como la sed. Hay una infinidad de bebidas exóticas y deliciosas, pero al final lo que más te sacia es un vaso de agua de manantial bien fría. No hay nada más refrescante. No hay nada más necesario. Y me gustan las personas y las cosas que son como el agua de manantial. Natural. Sincera. Sin pretensiones. Se agradece su pureza. Habría que aprender a revalorar lo simple y recordar que no todos nuestros pasos tienen que ser heroicos. A veces comer en la cama, dormir tranquilo y oler la hierba del prado es suficiente.