Por Bernardo Esquinca:
Para Benito
Vivo en una colonia rodeada de parques, en los que aparecen cosas insólitas. De un tiempo a esta parte me he dedicado a fotografiar mis hallazgos, y a subirlos a Instagram, como una especie de arqueólogo urbano, que busca dejar registro de esos asombros. Hace poco me encontré un guante quirúrgico, y cuando subía la imagen, un amigo me puso el siguiente comentario: “Menos mal que no fue una oreja”.
Esa frase me hizo acordarme de Blue Velvet (1986), el perturbador filme de David Lynch, cuya historia se desata justo cuando el joven Jeffrey Beaumont se topa con una oreja humana en la calle. La cámara, manejada con maestría y malicia por Lynch, se introduce por ese agujero, como si Jeffrey –y los espectadores– fuéramos una especie de Alicia que cae en un universo paralelo. Sólo que ahí no hay conejos ni sombrereros locos, sino femme fatales, gángsters, y pervertidos.
Jeffrey, quien vive en el aparentemente apacible suburbio de Lumbertown –donde los bomberos saludan con amabilidad y los pájaros trinan en las verjas–, y tiene un romance con una angelical vecina, se obsesiona con encontrar al dueño de esa oreja cercenada, lo que lo lleva a un descenso a un mundo extraño, donde los criminales son adictos al terciopelo azul y se hacen acompañar de travestidos que cantan con sentimiento los temas de Roy Orbison.
Este “paseo por el lado salvaje” de Jeffrey se prolonga peligrosamente, pues en su camino se cruza Dorothy Vallens –en clara referencia al Mago de Oz–, una cantante que es explotada y humillada por el sádico Frank Booth, uno de los malvados más memorables de la historia del cine. El ingenuo Jeffrey quiere salvar a esa mujer, que es todo lo contrario a su novia: un ángel caído, que realiza bizarros ritos sexuales con Booth, en los que se involucran cuchillos y tanques de oxígeno.
Al igual que en todas las películas de Lynch, Blue Velvet nos habla de los otros mundos que existen bajo la superficie de la cotidianidad. Como él mismo advirtió en una entrevista: “Si ves una lámpara parece algo normal, pero si la abres, por dentro tiene cables retorcidos”. Jeffrey accede a las entrañas de Lumbertown a un precio muy alto, un doloroso rito de pasaje de la adolescencia a la adultez, cuya cuota es la conciencia de la sordidez de la vida.
Muchas revelaciones ocurren cuando uno escarba donde no debe. Sea que se encuentre un guante o una oreja, esos fragmentos nos hablan de las tramas secretas que, aunque no nos guste pensarlo, ocurren cerca de nosotros. A veces son tan poderosas que nos arrastran inevitablemente a un agujero parecido por el que cayó Alicia.