Por Adriana Med:

“You know, Hobbes, some days even my lucky rocket ship underpants don’t help.”

―Calvin and Hobbes, Bill Watterson

Supongo que todos hemos buscado un trébol de cuatro hojas en algún momento de nuestras vidas. Yo de niña lo buscaba casi obsesivamente. Los  tréboles en general tenían un no sé qué que me gustaba, y como no me bastaba verlos, me los comía. Sabían a limón. Llegué a hacerme un sándwich de tréboles, el cual, hasta la fecha, es el mejor platillo que he preparado.

Las cosas no pintaban nada bien en ese entonces, pero tenía esperanza. No sabía lo que me esperaba. Ignoraba que las cosas seguirían pintando mal por mucho, mucho tiempo. Así que decidida a cambiar mi suerte, me dediqué a buscar tréboles de cuatro hojas. Cada vez que veía un grupo de tréboles me agachaba y los observaba cuidadosamente. Quizá ahí, en la tierra mojada, junto a la banqueta y la basura, se encontraba la llave de mi felicidad.

Seguro creerán que nunca encontré un trébol de cuatro hojas. Casi nadie lo hace. Es algo en verdad muy extraño. Hay quienes compran tréboles de cuatro hojas o semillas de las que nace invariablemente uno, pero no es lo mismo. La magia está en encontrarlo. O al menos de eso estaba convencida. Y lo logré. Encontré un trébol de cuatro hojas. Un bendito y extraordinario trébol de cuatro hojas. Mi vida iba a dar un vuelco, me convertiría en la reina del mundo, por fin podría encender la luz del sótano oscuro que era mi vida, y tal vez hasta conseguiría dinero para comprarme un helado.

Pero cuando le enseñé mi trébol de cuatro hojas a los demás, llena de orgullo, me topé con una pared de indiferencia. A nadie parecía importarle. No lo podía creer. ¿Cómo podían no estar absolutamente maravillados? ¿Cómo podían minimizar tal momento histórico? ¿Qué no se daban cuenta de eran testigos de un milagro?

El tiempo pasó y las cosas no solo no mejoraron, sino que parecían empeorar. El trébol se secó y luego se perdió y lamenté no habérmelo comido. Luego encontré otro trébol de cuatro hojas (sí, ¡otro!) y la historia se repitió. Empecé a creer que los tréboles de cuatro hojas en realidad eran de mala suerte. Seguro estaban malditos y ahora me iría mal por el resto de mi vida por haberlos encontrado y arrancado. También existía la posibilidad de que el encuentro debía ser más accidental y por eso no funcionaron. O tal vez lo que pasaba era que ni siquiera los tréboles de cuatro hojas podían ayudarme. Estaba salada, más salada que el mar muerto. Consideré buscar tréboles de siete, dieciséis o cuarenta y cuatro hojas, pero temí que tampoco surtieran afecto o resultaran contraproducentes.

Crecí. Crezco.

Ahora comprendo que los tréboles de cuatro hojas no pudieron ayudarme porque solo yo podía salvarme a mí misma. Y para poder salvarme a mí misma tenía que vivir, sufrir, madurar. Toma tiempo aprender a ser tu propio trébol de cuatro hojas. También toma tiempo encontrar a las personas y las cosas con vocación de luciérnaga que iluminan  tu camino. Y aún así, hay muchísimos días en los que no puedes ser tu propio amuleto ni nada ni nadie puede ayudarte. Eso es la vida. Hay que aceptarlo. Como dice la canción de los Rolling Stones: “You can’t always get what you want”. Si nunca pierdes ni lloras, lamento decirte que lo más probable es que estés muerto.

Ya no busco un golpe suerte, pero todavía a veces me detengo a ver los tréboles por el puro gusto de hacerlo. Les tengo cariño porque, aunque nunca solucionaron mis problemas, fueron mi compañía y mi alimento. No dan buena suerte y creo que así están bien. Tal y como son. Verdes, silenciosos, pequeños. No les exijo nada, no les pido ayuda, no espero que cambien mi vida. Solo me alegra saber que están ahí.