Todo lo mío que habitaba en ti

 

Por Bvlxp:

Estuve casado con una mujer y con su niño que es como un hijo para mí. Dos personas que, entre muchas otras cualidades que los hacen maravillosos, aman a los animales. Un día aquella pequeña familia necesitó una casa y a esa aventura nos lanzamos juntos.

Quien nunca ha comprado una casa quizá no sepa o no pueda imaginar lo difícil que es el asunto. Encontrar una casa para vivir e invertir el dinero y el futuro es más que cotejar los inmuebles con zonas y presupuestos, y cuántos baños y cuántas recámaras y si tiene jardín potencialmente lindo. Comprar una casa depende en gran medida de eso que la gente que va en camino de perder la sanidad y la esperanza en el mundo funcional llama “vibra”. Incluso el lugar más lindo te tiene que “vibrar” bien para que te animes a meterte ahí con todo y los tuyos.

La mujer que fue mi esposa jugueteaba con la idea de tener un pequeño cerdo de mascota. Tenía claro que se llamaría Licenciado y que parte de su cotidianidad sería usar un corbatín rojo. Harto de visitar decenas de casas en nuestros barrios predilectos, de padecer el espectáculo de cómo vive la gente, de ver casas hermosas y casas a las que más valdría prenderles fuego, ofrecí una recompensa para animarla a ir terminando con la búsqueda: le compraría el cerdito que tanto quería cuando ella por fin se decidiera por una casa.

Así como suceden las cosas realmente importantes, un día cualquiera y sin siquiera visitarla, una casa nos vibró y yo me puse a hacer lo necesario para confirmar que soy un hombre de palabra. Era la época en que comenzaban a estar de moda los “cerdos vietnamitas”: unos adefesios adorados por los hípsters porque son tan pequeños que pueden ser fácilmente acomodados en uno de esos ridículamente pequeños departamentos por los que ahora la gente paga millones de pesos. Me imaginé que uno de esos podría responder al nombre de Licenciado y me puse a buscarlo en Internet. Unas semanas después llegó Licenciado, un simpático cerdito que, en una decisión explicable únicamente desde el punto de vista geopolítico, no fue vietnamita sino chino, no fue ni por asomo pequeño, nunca se dejó poner un corbatín y que, como hacen también los hijos, llenó nuestros días y nuestro jardín de refunfuños, pocas satisfacciones, pero mucho amor.

Cuando alcanzó su tamaño máximo, a Licenciado le tocó ocupar la mejor habitación de toda la casa: un cuarto con jardín y terraza verde en la azotea, una cama de paja y sus amigos pájaros que venían todas las mañanas a verlo dormir, tomarse su agua y robarse su comida. Licenciado parecía preferir la compañía de los pájaros, nunca lo vi tan en paz en presencia de ningún otro ser vivo.

De nuestros tres perros, Licenciado respetaba a una como a una madre, mantenía a raya a otra que lo buscaba con una curiosidad y una insistencia de hermana menor que nunca parecía agotarse, y era acérrimo enemigo del macho, ante quien perdió todas las batallas en las que disputaron su mutua desconfianza. De sus duelos con Capulín –que ocurrían siempre que los humanos no estábamos presentes–, Licenciado me enseñó la dignidad de la derrota: las heridas expuestas, la pesadumbre de quien ha sido vencido y no puede ocultarlo, pero que tiene firmes los pies, intacta la dignidad. Licenciado me enseñó que todas las derrotas tienen la dimensión que nosotros les damos, que ninguna dura, que todo pasa, que uno es como es y tiene que defender lo suyo cueste lo que cueste.

Como toda mascota, Licenciado fue un mundo de ternura, un portavoz de esa experiencia única que es depositar nuestro amor en un ser vivo que nos entiende de otro modo, nos quiere a su manera y sin límites. Sólo siete años después de conocerlo, Licenciado, que fuera un nudo más en esa maraña de emociones que es toda familia, murió hoy en la casa que de algún modo nos ayudó a encontrar. Nunca terminaré de extrañar todo lo que Licenciado guardaba de la gente que amo, de la gente que supo entender que ese particular ser guardaba mucho de lo mejor de todos nosotros.