Tinker, Tailor, Soldier, Zar…

Por Óscar Gastélum:

«This is a war,» Lemas replied. «It’s graphic and unpleasant because it’s fought on a tiny scale, at close range; fought with a wastage of innocent life sometimes, I admit. But it’s nothing, nothing at all besides other wars – the last or the next.»

– John le Carré

Sergei Skripal nació en el Óblast de Kaliningrado, un territorio ruso sin conexión con el resto del país, enclavado entre Lituania y Polonia, y cuya capital, antes conocida como Köningsberg, llegó a ser la ciudad más importante de la antigua Prusia. Como dato curioso, Köninsberg vio nacer al gran filósofo alemán Immanuel Kant y sirvió como escenario de todas sus sesudas y productivas caminatas. Tras estudiar ingeniería y servir en el ejército, Skripal fue reclutado por el GRU, la agencia de espionaje del ejército rojo, y quizá la más selecta e importante de Rusia. A mediados de los años noventa, Skripal fue asignado a la embajada rusa en Madrid y ahí entró en contacto con el legendario agente británico Pablo Miller, que en aquel entonces era conocido como Antonio Álvarez de Hidalgo, un pseudónimo digno de una novela de John le Carré o Javier Marías (dos novelistas que, por cierto, siempre han sido asociados con los servicios de inteligencia británicos).

En España, Miller logró reclutar a Skripal, quien a partir de ese momento se convirtió en un agente doble al servicio del MI6 británico. Los expertos calculan que, tras casi diez años de trabajo encubierto para los servicios de inteligencia de su Majestad, Skripal expuso la identidad de más de 300 espías rusos. Pero en 2004, como suele suceder en estos casos, sus compatriotas finalmente lo descubrieron. Tras ser acusado de alta traición, Skripal fue juzgado, declarado culpable, condenado a 13 años de cárcel y despojado de su rango de coronel y de todos los honores que recibió a lo largo de su larga y distinguida carrera. Pero Skripal terminó cumpliendo menos de la mitad de su condena, pues en 2010 EEUU organizó un intercambio de espías con Moscú y, a cambio de 10 “agentes durmientes” rusos detenidos por el FBI unos meses antes (entre los que se encontraba la sensual Anna Chapman) el Kremlin aceptó liberar a cuatro agentes dobles rusos. Gran Bretaña le exigió a sus aliados norteamericanos pedir la libertad de Skripal, que recibió un perdón oficial de Dimitri Medvedev, el pelele al que Putin le prestó la presidencia de Rusia durante unos años.

Tras ese novelesco intercambio de agentes (al más puro estilo de “Bridge of Spies”, la maravillosa película de Steven Spielberg protagonizada por Mark Rylance y Tom Hanks y ambientada en plena Guerra Fría), y bendecido con el perdón oficial de las autoridades rusas, Skripal decidió establecerse en la pequeña ciudad de Salisbury, donde compró una casa, obtuvo la ciudadanía británica y vivió una existencia relativamente tranquila durante buena parte de esta década. Pero esa engañosa calma doméstica fue violentamente interrumpida la mañana del 4 de marzo de 2018, cuando Skripal fue encontrado inconsciente junto a su hija Yulia, ambos en estado catatónico y sentados en la banca de un parque público. En el mundo del espionaje existen reglas no escritas que se respetaron hasta en los momentos más álgidos de la Guerra Fría. Van dos ejemplos que vienen al caso: una venganza jamás debe incluir a la familia de un objetivo; y un agente que confesó sus crímenes y fue liberado oficialmente en un intercambio, deja automáticamente de ser un blanco legítimo. En el caso de Skripal ambas normas fueron ignoradas cínica y salvajemente.

Sí, Skripal traicionó a su país, pero en el mundo del espionaje internacional eso es algo muy común. Hay espías que traicionan a su patria por dinero y otros que lo hacen por razones ideológicas, o porque se sienten más identificados con los valores y el estilo de vida de naciones enemigas. Quizá jamás sabremos qué motivó a Skripal a cambiar de bando, pero sí sabemos, por ejemplo, que en los años treinta del siglo pasado un reclutador del NKVD, la temible policía política estalinista, reclutó a cinco jóvenes y brillantes aristócratas británicos en la universidad de Cambridge: Kim Philby, Donald Mclean, Guy Burgess, Anthony Blunt y John Cairncross, quienes a partir de entonces trabajaron al servicio de la Unión Soviética infiltrados en las más altas esferas de las instituciones británicas. El grupo pasó a la historia como “Los cinco de Cambridge” y ha inspirado cualquier cantidad de películas, novelas, obras de teatro, series de televisión y ensayos políticos y literarios. El daño que esos cinco traidores le hicieron a Gran Bretaña es incalculable. Philby, por ejemplo, escaló dentro de los servicios secretos británicos hasta convertirse en el jefe de la misión en Washington. Toda la información que Philby recibió en esos años de manos de las agencias de espionaje norteamericanas acabó en manos del Kremlin. Pero a pesar de todo, cuando Philby finalmente desertó y huyó a Moscú, los servicios de inteligencia británicos no lo buscaron para asesinarlo sino que lo dejaron vivir y morir en su grisáceo departamentucho moscovita, lejos de la verde y libre Inglaterra, despreciado por sus compatriotas y olvidado por el mundo.

Pero volviendo a nuestro caótico y ominoso presente, desde el primer momento en que los medios internacionales dieron a conocer la noticia, el mundo entero supo instintivamente quién estaba detrás del misterioso envenenamiento de los Skripal. Sobre todo después de que se revelara que veintiún civiles tuvieron que recibir atención médica y que un policía británico estaba gravemente intoxicado gracias al mismo incidente. Pues sólo un tirano cínico, sin escrúpulos de ningún tipo e irrespetuoso de todas las leyes internacionales y de las normas que garantizan la coexistencia civilizada entre las naciones, podía haber ejecutado una vileza de tal magnitud en pleno corazón de la OTAN. Pero tuvimos que esperar unos cuantos días para confirmar nuestras bien fundadas sospechas. Ya que no fue sino hasta el 12 de marzo, ocho días después del atentado en Salisbury, que la primera ministra Theresa May finalmente acusó ante el parlamento británico al régimen fascistoide de Vladimir Putin de haber utilizado Novichok, un agente nervioso de grado militar y manufactura soviética para tratar de asesinar al exespía ruso.

Ante la gravedad del incidente (el primer ataque con un arma química en suelo británico desde la Segunda Guerra Mundial, ni más ni menos), la Primera Ministra le exigió públicamente una explicación a Moscú y fijó un ultimátum para recibir una respuesta. Pero el régimen corrupto y sanguinario de Putin respondió con su característico descaro y bravuconería, aderezados con amenazas y sarcasmo barato, es decir, con una actitud que revelaba muchas cosas pero no inocencia. Y no podía ser de otra forma, pues no sólo es indudable que Putin ordenó el asesinato de Skripal (matar enemigos, periodistas críticos y disidentes políticos es parte de su rutina cotidiana), sino que además es más que obvio que el sátrapa ruso quería que el mundo entero supiera que él estaba detrás del crimen. Hay mil maneras de asesinar a alguien y Putin las conoce todas, pues sus enemigos tienen la mala costumbre de caer fumigados como moscas a diestra y siniestra y no siempre se sabe qué  los mató exactamente, pero el uso de un agente nervioso tan potente y de manufactura inconfundiblemente rusa sirvió como la tarjeta de presentación que algunos matones de la mafia suelen dejar junto al cadáver de sus víctimas.

Razones para que Putin actúe de una manera tan bárbara y descarada sobran: quizá estaba tratando de impresionar y movilizar a su base en casa, semanas antes de unas “elecciones” que el mundo entero sabía serían fraudulentas pero que el tirano deseaba fueran muy concurridas. O quizá quería mandarle un mensaje intimidatorio a los hackers y testigos rusos en la mira del fiscal especial Robert Mueller, cuyo testimonio podría revelar el nivel de colusión que existió entre la campaña del energúmeno naranja y el régimen ruso. O tal vez quería humillar a Occidente y demostrarle una vez más que, como en el caso de la invasión de Ucrania, la anexión de Crimea, el bombardeo de civiles en Siria, su agresión militar contra Georgia y su pérfida intervención en el proceso electoral de varias democracias occidentales, la comunidad internacional es incapaz de detener o castigar sus transgresiones y crímenes. O quizá simplemente quería mofarse de la soledad, esperemos que transitoria, en la que está hundida Gran Bretaña en esta delicada coyuntura histórica, aislada por el abismo que Brexit abrió entra la isla y Europa y por el ascenso de un troglodita fascista a la presidencia de EEUU, dos sucesos en los que la mano de Putin jugó un rol protagónico.

No es fácil para una democracia civilizada como la británica responder las agresiones de un régimen canalla como el ruso sin rebajarse a su nivel. Pero a pesar de todo, las autoridades de Reino Unido tienen muchas opciones bajo la manga que le causarían más que un dolor de cabeza al tiranuelo ruso. Podrían, por ejemplo, congelar las cuentas bancarias y confiscar los bienes de los oligarcas que viven en Londres y que son socios y prestanombres de Putin, quitarle la licencia de transmisión en territorio británico a la cloaca propagandística “Russia Today”, impulsar más sanciones económicas en contra de la cleptocracia putinista junto a la Unión Europea y EEUU, e incluso boicotear el Mundial de fútbol que el Kremlin compró a base de sobornos. Pero lo que el pueblo británico no debe olvidar jamás es que habita un país infinitamente más pequeño que Rusia pero muchísimo más próspero y avanzado. El PIB ruso, por ejemplo, es menos de la mitad del británico y el PIB  per capita británico es cuatro veces superior al ruso. El promedio de vida en Rusia apenas rebasa los setenta años mientras que en Reino Unido, con su sistema de salud universal, público y gratuito, está por encima de las ocho décadas. Todo el mundo sabe que Russia Today es una infame cloaca propagandística al servicio de un régimen impresentable, mientras que la BBC británica, con su rigurosa imparcialidad, sus estrictos estándares periodísticos y su programación de altísima calidad, es la televisora más famosa y respetada del planeta. Pero la prueba más contundente de que la calidad de vida en Reino Unido es infinitamente superior a la de Rusia, es el elocuente hecho de que en cuanto un ruso hace dinero huye a Reino Unido para vivir y educar a sus hijos en un país de verdad.

Sí, la triste realidad es que Putin gobierna un país tercermundista con un arsenal nuclear. Hasta ahora el tirano se ha salido con la suya inflamando el chovinismo de su pueblo, que quedó muy resentido y nostálgico de la grandeza imperial perdida tras el desmoronamiento de la Unión Soviética. Pero algún día los rusos se van a cansar de celebrar los costosísimos y despiadados desplantes bélicos de su nuevo zar y caerán en cuenta de que su economía está estancada y su calidad de vida va en picada desde hace años. Ni toda la propaganda del mundo (y en Rusia se produce propaganda a granel para intoxicar la mente del pueblo) evitará que las próximas generaciones (inmunes a sus trucos propagandísticos y su retórica chovinista) le pasen tarde o temprano la factura al tirano y a su pandilla de oligarcas ultracorruptos, que llevan un par de décadas expoliando los recursos naturales de su país y hundiéndolo en la más injustificada de las miserias. Los fans internacionales de Putin (y tiene millones alrededor del mundo tanto en las filas de la ultraderecha fascista como en las de la ultraizquierda posmoderna) suelen afirmar que su admirado tirano es un ajedrecista geopolítico genial. Pero se equivocan, pues Putin no es más que un jugador de póquer, y un apostador empedernido que cada vez corre riesgos más altos. Sí, los últimos dos años han sido una espectacular racha ganadora, pero la suerte del tirano terminará tarde o temprano, pues no debemos olvidar que, en el casino del orden internacional, construido por las democracias liberales sobre las ruinas del totalitarismo, la casa siempre termina ganando…