Por Ángel Gilberto Adame:

 

Hace poco, un buen amigo me invitó a Zacatecas, pues iba a recibir un homenaje por su trayectoria literaria. Acepté de inmediato y no di mayor importancia a los pormenores. Supuse que, como suele ocurrir, sólo habría que tomar un avión, llegar a la cita, hospedarme por uno o dos días y volver a mis tareas habituales.

Por mi profesión, ausentarme de la oficina implica mover varios engranajes. Así, le encargué a mi asistente que dispusiera lo conducente para ir en el mismo vuelo que el homenajeado, les advertí a los responsables que dejaran con anticipación todo lo que debía revisar y, al enterarme de que el viaje sería alrededor de las siete de la mañana, pedí que algunos colaboradores madrugaran conmigo para no dejar ningún pendiente.

Cumplida la fecha, como no había ocurrido hasta ahora, todo sucedió como lo solicité. En mi escritorio aguardaban los papeles que debía autorizar y la gente que cité acudió puntual. No obstante, no medí la cantidad de trabajo a realizar y, con el tiempo encima, salí de prisa hacia el aeropuerto.

Preocupado de perder el vuelo, durante todo el trayecto presioné al conductor. Al llegar a la Terminal 2, salí corriendo a enfrentarme a una de esas infernales e impersonales máquinas para documentar por mí mismo, y en las que siempre termino pidiendo ayuda.

Con el pase de abordar en la mano, y con la calma de no tener que subir equipaje, compré una revista para disimular el sueño que tenía y me alisté a pasar por el área de revisión.

Una pequeña fila se interponía entre mi persona y el vigilante correspondiente. Yo no dejaba de pensar en que iría dormido en el trayecto. De repente escuché: —¿Me permite su pase de abordar y una identificación?— Procedí en consecuencia y me topé con esta réplica: —Todo está muy bien, salvo que su avión parte mañana a la misma hora.

No di crédito a lo que me señaló, pero sí, después de revisar hasta el Antiguo Calendario Galván, entendí que me había adelantado un día.

Regresé al despacho, mandé llamar a todos los que participaron en esta aventura, quienes entre cansancio y modorra esperaban escuchar alguna letanía para los cómplices de mi desvarío.

Los observé, y convencido de que la motivación es la base de un grupo eficiente, simplemente les dije:

—Los felicito muchachos. El simulacro resultó exitoso. Nos vemos mañana a la misma hora.