Rule, Britannia!

Por Oscar E. Gastélum:

“The arts are essential to any complete national life. The State owes it to itself to sustain and encourage them… Ill fares the race which fails to salute the arts with the reverence and delight which are their due.”

Winston Churchill

 

Hace un par de meses The Economist publicó un índice de “poder suave”, la capacidad que tienen las naciones para persuadir a otras e influir sobre ellas sin recurrir al uso de la fuerza militar o las sanciones económicas. El índice fue elaborado por la poderosa firma de relaciones públicas “Portland”, la encuestadora ComRes, encargada de medir la reputación de cada nación a nivel global, y Facebook que aportó datos sobre el impacto de cada país en la red.

Para sorpresa de muchos, entre los que no me incluyo, Reino Unido ocupó el primer lugar entre treinta naciones superando incluso a sus poderosísimos primos norteamericanos y confirmando lo que muchos ya sabíamos, que la Gran Bretaña postimperial sigue siendo una auténtica potencia cultural apuntalada por una muy bien aceitada maquinaria de relaciones públicas que aprovecha cada una de sus exportaciones para consolidar y promover su imagen.

Para entender la magnitud del éxito británico habría que empezar por poner las cosas en perspectiva recordando que Reino Unido es una isla más pequeña que el estado de Chihuahua, con un clima inclemente, pocos recursos naturales y habitada por 64 millones de personas, es decir, menos de la mitad de la población total de México. Comparado con China, país que ocupó el último lugar del mencionado índice, Reino Unido es una nación cuarenta veces más pequeña, veinte veces menos poblada y su economía representa apenas una cuarta parte de la de la gigantesca potencia asiática.

Pero a pesar de estas aparentes desventajas, Gran Bretaña lleva siglos siendo un protagonista de primer orden en el escenario mundial. La clave de su descomunal éxito siempre ha sido su impresionante capacidad para compensar su tamaño y relativa pobreza en recursos naturales con una curiosidad sin límites y una creatividad inagotable. Esa misteriosa riqueza intelectual le permitió encabezar el salto cuántico científico y filosófico iniciado a partir del siglo XVII y que desembocó en la revolución industrial y en la consolidación del imperio británico, el más grande e influyente de la historia.

Resulta asombroso y conmovedor que una pequeña isla lluviosa pero fecunda en poetas, científicos, filósofos y exploradores, haya sido capaz de conquistar a una cuarta parte de la humanidad, imponiendo su idioma como una lingua franca universal y construyendo los cimientos culturales, políticos y económicos del mundo moderno. Algunos cretinos intoxicados con ideologías simplistas y obsoletas atribuyen el éxito británico a la innegable rapacidad y crueldad de muchos de sus colonos, pero todo país contienen seres viles y despreciables, es difícil, por ejemplo, imaginar una especie capaz de superar en rapacidad y mendacidad a un político del PRI, sin que dicha tara moral se traduzca en un éxito civilizatorio remotamente comparable al británico.

No, el éxito de Reino Unido siempre ha sido producto de sus muchas virtudes y lo ha obtenido a pesar de sus muy humanos y múltiples defectos. Prueba irrefutable de ello es que aun después del colapso de su imperio, Gran Bretaña ha sabido reinventarse y ha logrado mantener intacto su poderío cultural, su influencia geopolítica y su prestigio, pues su “marca” nacional sigue siendo sinónimo de refinamiento, creatividad, calidad y buen gusto.

¿Qué país, del tamaño que sea, es capaz de presumir, con razón, que su escena musical es la mejor del planeta, pues además de ser un veta inagotable de calidad coloca más sencillos y álbumes que nadie en los primeros lugares de los charts internacionales? ¿O de reclamar como propios a íconos universales y vigentes de la cultura popular como James Bond, Harry Potter, Doctor Who, Sherlock Holmes o el vasto universo mitológico del Señor de los Anillos, por mencionar sólo unos cuantos? ¿O de enorgullecerse de que su televisora pública sea una de las instituciones más respetadas del mundo, pues nadie se atrevería a negar que las siglas BBC son sinónimo de calidad, veracidad y profesionalismo?

¿Qué otro país además de Gran Bretaña es capaz de competir en relevancia, frescura y originalidad con la todopoderosa televisión gringa? ¿Qué liga deportiva se acerca siquiera al éxito económico, la espectacularidad y la ubicuidad de la Premier League? ¿Qué nación produce auténticos rockstars de la ciencia con el renombre de Stephen Hawking, Sir David Attenborough o Richard Dawkins? ¿Qué otra patria puede presumir de haber parido a innovadores de la talla de Sir Tim Berners-Lee, creador de la World Wide Web, y Sir Jonathan Ive, el ojo privilegiado detrás del diseño de los productos más revolucionarios e icónicos de Apple?

Casi me quedo sin espacio antes de poder hablar de la literatura y el cine británico pero baste decir que en manos de escritores como Zadie Smith, Nick Hornby, China Mieville, Hilary Mantel, Howard Jacobson, Monica Ali, Philip Hoare, Ian McEwan, Kazuo Ishiguro, Hanif Kureishi, Neil Gaiman y un larguísimo etcétera, y de cineastas como Danny Boyle, Christopher Nolan, Steve McQueen, Sally Potter, Shane Meadows, Mike Leigh, Terence Davis, Andrea Arnold, Jonathan Glazer, Tom Hooper, Clio Barnard, Yann Demange o Peter Strickland, ambas artes se mantienen tan robustas y vigorosas como siempre.

El nervioso lector se habrá dado cuenta de que a estas alturas aún no he mencionado a figuras tan relevantes como Damien Hirst, Banksy, Zaha Hadid, Anish Kapoor o Richard Rogers, y es que haría falta escribir un gruesísimo volumen para hacerle justicia a la cultura británica y a su desproporcionada influencia en un mundo en buena medida moldeado por ella. Pero mi intención con este escrito es poner en evidencia lo importante que es el arte y la cultura en la reputación, el poderío y el amor propio de una nación, y celebrar el compromiso irrestricto que los líderes de un país al que amo profundamente han mantenido siempre con su valioso acervo cultural y con el talento que lo ha producido y lo sigue enriqueciendo.

Cuentan que en los momentos más álgidos de la Segunda Guerra Mundial, en esa tenebrosa era en la que Stalin y Hitler habían sellado una alianza totalitaria escalofriante, EEUU se negaba a mover un dedo para salvar a la civilización europea y Gran Bretaña enfrentaba en la más absoluta de las soledades a la maquinaria de guerra y destrucción nazi, el ministro de defensa británico le exigió a Sir Winston Churchill recortar el presupuesto cultural para apuntalar el de defensa, a lo que el gran hombre respondió: “sin cultura no tendríamos nada qué defender”.

Aparentemente la anécdota es apócrifa, pero no deja ser tremendamente verosímil pues se corresponde a la perfección con la personalidad del legendario Primer Ministro y con el espíritu de la nación que lo engendró. Y para aquellos amantes de la belleza y la inteligencia que tuvimos la desgracia de nacer en un país educado sentimentalmente por Televisa y que actualmente es gobernado por un ladrón analfabeta e ignorante que ha recortado el presupuesto cultural con una saña inédita, el conmovedor éxito de Gran Bretaña y su insólita y merecida grandeza representan una reivindicación de nuestros valores más sagrados y son un bálsamo para el alma.