Por Óscar Gastélum
A principios de marzo del año pasado, cuando Occidente finalmente empezó a aceptar que la vida iba a cambiar radical y vertiginosamente en los meses por venir, el pueblo francés buscó amparo en su refugio favorito: la literatura. Fue así como en cuestión de días, los lectores galos catapultaron “La Peste” de Albert Camus a los primeros lugares de ventas. “A la tierra que fueres, haz lo que vieres”, reza el refrán, así que decidí unirme a mis anfitriones y acometí la relectura del gran clásico del sabio de Mondovi (para muchos, la novela más importante de la postguerra). Hacía más de quince años que la había leído por primera vez, en una traducción al español y no en su francés original. Ese par de detalles y la auténtica peste que ya avanzaba ominosamente por las entrañas de Europa, tras entrar al continente a través de Italia, garantizaban que me encontraría con una obra totalmente distinta a la que leí en mi adolescencia.
Terminé devorando el libro en un fin de semana y en sus páginas encontré una detallada hoja de ruta del pesadillesco viaje que estábamos a punto de emprender, y un exhaustivo catálogo de los comportamientos, humanos demasiado humanos, que íbamos a atestiguar, incluyendo las miserias y los destellos de grandeza. Pero una frase en particular, pronunciada por el narrador del libro, el doctor Rieux, me hundió en un hondo desasosiego: “Puede parecer una idea ridícula, pero la decencia es la única manera de combatir la plaga”. Esa conmovedora cápsula de sabiduría me convenció, más allá de toda duda, de que México, gobernado por un loco imbécil y profundamente indecente, se encaminaba rumbo a una catástrofe sin precedentes. El error colosal que habían cometido mis compatriotas en las urnas en 2018 obligaría al país a enfrentar la peor tormenta económica y sanitaria de los últimos cien años con el peor gobierno posible en el timón.
Hoy, más de seiscientos mil muertos después, es evidente que aquel funesto presagio se cumplió cabalmente. Y también es más que obvio que nadie ha representado mejor la indecencia criminal de la secta obradorista que Hugo López Gatell, mejor conocido como el “Doctor Muerte”. Y es que a pesar de sus relucientes credenciales académicas y de la propaganda gubernamental que trató de vendérnoslo como un “técnico” serio y objetivo (una patraña repetida hasta la náusea por los paleros mediáticos e intelectuales del régimen), desde el primer instante fue dolorosamente obvio que la gestión de la emergencia sanitaria estaría en manos de un charlatán zalamero y lacayuno. Y no podía ser de otra forma, pues López Obrador es un demagogo populista caricaturesco, y una de las principales características de esos destructivos y predecibles personajes es el desprecio que sienten por la ciencia, la razón, la verdad y los expertos. Es por eso que prefieren rodearse de aduladores, oportunistas y mediocres incondicionales. En López Gatell el demagogo tabasqueño encontró exactamente lo que necesitaba: un científico capaz de traicionar a la ciencia por fanatismo ideológico. Un lamebotas abyecto dispuesto a ensalzar la “fuerza moral” de su amo sin que se le cayera la cara de vergüenza. Un narcisista maligno que también alberga un rencor inextinguible en contra del expresidente Felipe Calderón, quien durante la pandemia de influenza de 2009 lo hizo a un lado por inútil e incompetente.
Pero por encima de todo, López Gatell fungió como la personificación perfecta de la banalidad del mal: un obediente burócrata ansioso por acatar hasta las órdenes más obscenas. Pues la misión que Obrador le encomendó al Doctor Muerte jamás consistió en salvar vidas, todo lo contrario. El demagogo lo usó para barnizar de ciencia su locura asesina y para legitimar sus crímenes ante millones de incautos que suspendieron sus facultades críticas frente a la autoridad de un “doctor”. Sus conferencias vespertinas, canceladas finalmente hace unos cuantos días, fueron auténticos carnavales de megalomanía y postverdad. Una atalaya desde la que Gatell confrontaba y descalificaba a la prensa, presentaba estadísticas adulteradas, emitía monólogos cantinflescos, vacuos e ininteligibles para sentirse superior a su audiencia, y vomitaba toneladas de peligrosísima desinformación.
Basta con enumerar un puñado de sus errores y vilezas para pintar al Doctor Muerte de cuerpo entero. Empecemos por recordar que se negó tajantemente a implementar un programa de pruebas masivas y rastreo de contactos, a pesar de que las autoridades sanitarias internacionales insistieron una y otra vez en que era una medida indispensable para contener la pandemia. ¿A qué se debió tan misteriosa intransigencia? Muy probablemente a que su patrón no quería desviar ni un solo centavo de sus obras faraónicas para salvar vidas. Sí, el rey loco calculó que valía la pena sacrificar a cientos de miles de pobres para terminar de construir su refinería y el “técnico serio y objetivo” lo obedeció sin chistar, al fin y al cabo la gente humilde sabe que: “estas cosas pasan”. Luego, durante meses, se opuso rotundamente al uso del cubrebocas porque el demagogo prometió que jamás usaría uno. ¿Por qué hizo esa promesa tan absurda? Porque Calderón promovió su uso en 2009, y para Gatell los traumas y complejos del Caudillo siempre fueron muchísimo más importantes que la vida de millones de mexicanos.
A mediados de abril de 2020, Gatell le concedió una entrevista al Wall Street Journal en la que afirmó, en contra del consenso científico global y de toda la evidencia disponible, que la letalidad del nuevo coronavirus era inferior a la de la influenza. La única explicación que encuentro para que haya expectorado semejante disparate es que, además de zalamero, servil y dogmático, Gatell es un pésimo epidemiólogo. Tan malo, que es muy probable que Calderón haya salvado al mundo de un desastre mayor apartándolo de la gestión de la pandemia en 2009. Y para cerrar este brevísimo e ignominioso recuento, recordemos que en diciembre de 2020, cuando un tsunami de infecciones devoraba al país y cada noche se anunciaba la muerte de 2000 ciudadanos, el New York Times reportó que el Doctor Muerte le mandó datos adulterados al gobierno de la Ciudad de México para evitar que el semáforo epidemiológico pasara de naranja a rojo. A menos de seis meses de las elecciones intermedias, la prioridad del régimen era mantener la economía andando aunque eso costara decenas de miles de muertes.
Pese a que es demasiado cobarde como para reconocerlo públicamente, la estrategia que Gatell le ofreció a López Obrador desde el primer día fue la infame “inmunidad de rebaño”: que el virus arrase con el país y mate a quien tenga que matar, sin importunar los planes del Señor Presidente. ¿Para qué cerrar la economía, gastar en un oneroso programa de pruebas o molestar al Caudillo recomendando el uso de sus odiados cubrebocas si lo que nos conviene es que se infecte la mayor cantidad de gente posible? ¿Suena a teoría de la conspiración, verdad? Nadie puede ser tan mezquinamente diabólico. El problema es que el secretario de Hacienda Arturo Herrera reconoció que esa precisamente era la estrategia del gobierno en una entrevista que le concedió al diario español El País a finales de abril de 2020 y en la que declaró, sin una pizca de pudor y con la elocuencia que lo caracteriza que:
“Lo que esperan los epidemiólogos es que una vez que empecemos a pasar a la otra parte, se van a empezar a dar esta inmunidad de rebaño donde hay un porcentaje ya muy alto de la población que le dio, incluso muchos sin que se den. Lo que mata a la pandemia no es que se están evitando los contagios sino que ya se dieron suficientes contagios en un monto tan alto que ya no hay forma de pasarlos porque ya les dio.”
Ahí está, medio oculta bajo los balbuceos del eunuco de Hacienda, la Doctrina Gatell en toda su inhumana perversidad, y de paso la confesión del peor crimen de Estado de nuestra historia: La pandemia no se combate evitando los contagios, sino propiciándolos.
Hoy sólo un puñado de subnormales y sociópatas (incluyendo al inquilino de Palacio Nacional, que es ambas cosas) insisten en defender al Doctor Muerte. Y los imbéciles que al inicio de la pandemia se comportaron como groupies calenturientos frente a este criminal malnacido tendrán que cargar con esa deshonra el resto de sus días. Porque las cifras están ahí, en toda su despiadada precisión y frialdad. En uno de sus arranques de arrogancia supina, el Doctor Muerte se atrevió a calcular que en el escenario “más catastrófico” morirían alrededor de 60,000 mexicanos. Hasta el momento hemos perdido a más de 600,000 y la cifra sigue creciendo.
Siempre supe que mi país pagaría un precio altísimo por llevar al poder a un demagogo bananero, pero confieso que ni en mis más sombrías pesadillas imaginé que antes de la mitad del sexenio ese error garrafal ya habría costado más de medio millón de vidas. La lección para México y para el mundo es clarísima: el populismo mata, y es la peor comorbilidad que un país puede padecer a la hora de una pandemia (y ahí está el Estados Unidos de Trump, el Brasil de Bolsonaro y la India de Modi para confirmarlo). Ojalá que esta desgracia de dimensiones apocalípticas finalmente nos haga entender que un Estado moderno es una maquinaria complejísima que jamás debe caer en las garras de un bufón populista. Porque una crisis inesperada puede golpear en cualquier momento poniendo la vida de millones de seres humanos en riesgo. Y cuando eso pasa es preferible tener a un Macron, a una Merkel, a una Ardern o a un Biden en el poder, listos para enfrentar el problema con seriedad y DECENCIA.
Por lo pronto, México no podrá aspirar a ser un país avanzado y decente, mientras los crímenes de Hugo López Gatell permanezcan impunes. Descansen en paz, las víctimas del Doctor Muerte…