¿Representantes de la nación?

Por: Alejandro Rosas, @arr1910.

Desde antes que México viera consumada su independencia, la Constitución de Apatzingán (1814), en su artículo 52, contemplaba las virtudes imprescindibles para el ejercicio del poder, sobre todo, de los representantes de la nación quienes debían gozar de «Buena reputación, patriotismo acreditado con servicios positivos, y tener luces no vulgares para desempeñar las augustas funciones de este empleo». Otro de sus artículos, (adelantado para su época pero derogado en las constituciones posteriores) ponía límites a los excesos del poder al considerar delito de Estado la dilapidación de los caudales públicos.

Inspirada en los Sentimientos de la Nación de José María Morelos, la célebre constitución de Apatzingán nunca entró en vigor, la guerra de independencia lo impidió pero incluso el propio cura de Carácuaro llegó a considerarla «mala por impracticable». Los principios contenidos en ella parecían una utopía para un país analfabeta, terriblemente desigual, sin una conciencia cívica y mucho menos política. Luego de trescientos años de dominación, la sociedad se había acostumbrado al paternalismo virreinal, a la postración cívica. ¿Qué clase de servidores públicos tendría el nuevo país?

Que la nación me lo demande

En las primeras décadas del México independiente la mayoría de los funcionarios públicos, sobre todo de los poderes Ejecutivo y Legislativo, mostraron un ánimo natural de servicio que se mezclaba indudablemente con el interés particular o de clase. Con algunas excepciones, los pocos presidentes que pudieron ejercer el poder sin verse amenazados por las revueltas y golpes de estado lo hicieron con probada honestidad y cultura de servicio (aún los gobernantes que provenían de las “terribles entrañas de la reacción” predicaron con el ejemplo. El servicio público estaba lejos de identificarse con el enriquecimiento y la mayoría dejaba sus cargos sin un centavo que no proviniera exclusivamente de sus salarios.

«Después de Guadalupe Victoria —escribió Manuel Payno— los Presidentes de la República, cualesquiera que hayan sido su conducta y opiniones políticas, continuaron viviendo en una especie de simplicidad y pobreza republicanas a que se acostumbró el pueblo. El sueldo señalado al Primer Magistrado de la república ha sido de 36,000 pesos cada año [equivalente hoy en día al sueldo de un profesionista de clase media], y de esta suma han pagado su servidumbre privada y sus gastos y necesidades personales. Para honra de México se puede asegurar que la mayor parte de los presidentes se han retirado del puesto, pobres unos, y otros en la miseria».

Por entonces el presidente de la república no gozaba de pensión vitalicia (que sería establecida en los últimos días del sexenio de Luis Echeverría); al concluir su gobierno regresaba a su vida profesional o empleaba su tiempo escribiendo. Para muchos la mayor riqueza que conservaban luego de ejercer el poder era la de mantener limpia su reputación. No era concebible tampoco el enriquecimiento de la familia del presidente. En uno de tantos casos, al morir el presidente Miguel Barragán en 1836, su hija sólo heredó su buen nombre y para sobrevivir estableció un estanquillo de tabaco.

Desde luego la austeridad y honradez no garantizaban el buen gobierno. No faltaba «el presidente —escribió Francisco Zarco— que suele dar audiencia al empezar a gobernar; después se cansa de oír una misma cosa y se declara incomunicado». Cada gobernante imprimió a la silla presidencial su sello personal, como José Justo Corro (1836-1837) quien se pasmó frente a la rebelión de los texanos y su administración terminó siendo considerada como “Una de las más funestas para México”, o el caso de Mariano Paredes y Arrillaga (1845-1846) quien siendo presidente de una república quiso establecer un proyecto monárquico cuando la invasión estadounidense amenazaba al país.

Claroscuros

La cultura de servicio tuvo su época de oro en el periodo de la República Restaurada (1867-1876). Junto al poder Ejecutivo, los miembros del Congreso y del poder Judicial gobernaron al país con apego irrestricto a la ley y con una moral política (honesta, e independiente) que difícilmente se puede encontrar en otro periodo de la historia mexicana.

Con un sueldo de 333 pesos mensuales como magistrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Ignacio Manuel Altamirano escribió: «No tengo remordimientos. Estoy pobre porque no he querido robar. Otros me ven desde lo alto de sus carruajes tirados por frisones, pero me ven con vergüenza. Yo los veo desde lo alto de mi honradez y de mi legítimo orgullo. Siempre va más alto el que camina sin remordimientos y sin manchas. Esta consideración es la única que puede endulzar el cáliz, porque es muy amargo».

A pesar de las candentes discusiones y polémicas que se desataban al interior del Congreso, en los diputados había un verdadero compromiso con la nación. No aspiraban a una curul para mejorar su posición económica. Sus palabras encontraban sustento en su vasta formación —eran abogados, médicos, periodistas, escritores, militares, científicos— y en su conocimiento de los asuntos políticos, de la economía, de la historia. Por sobre todas sus cualidades existía una fundamental: la capacidad de autocrítica.

En momentos en que la nación no podía darse el lujo de perder tiempo y recursos económicos, José María Mata señalaba acremente a los diputados faltistas: «Si en todo esto hay infamia, vergüenza y humillación, no es para la mayoría de los diputados, sino para los propios que faltan a su deber, para los que se fingen enfermos para ir al teatro y atender sus negocios particulares».

Bajo la célebre máxima «Poca política, mucha administración», Porfirio Díaz enterró la práctica del servicio público eficiente, honesto e independiente en todos sus niveles: de la presidencia de la nación al último peldaño de la administración pública (aunque hubo casos de excepción entre los funcionarios de su régimen). Treinta y cuatro años de dictadura bastaron para trastocar la ética de los servidores propiciando el servilismo y lealtad incondicional de la burocracia hacia el sistema porfiriano.

El mismo don Porfirio dejó un retrato inmejorable de los servidores públicos que parece no haber perdido vigencia: «Los mexicanos están contentos con comer desordenadamente antojitos, levantarse tarde, ser empleados públicos con padrinos de influencia, asistir a su trabajo sin puntualidad, enfermarse con frecuencia y obtener licencias con goce de sueldo, divertirse sin cesar, gastar más de lo que ganan y endrograrse para hacer fiestas onomásticas. Los padres de familia que tienen muchos hijos son los más fieles servidores del gobierno, por su miedo a la miseria; a eso es a lo que tienen miedo los mexicanos de las clases directivas: a la miseria, no a la opresión, no al servilismo, no a la tiranía; a la falta de pan, de casa y de vestido, y a la dura necesidad de no comer o sacrificar su pereza».