Por @Bvlxp:

En estos días no basta ganar un argumento, es preciso destruir al enemigo. Si la fuerza de mis ideas no da para más, habrá que buscarle al adversario algunos trapitos sucios. Ya no sabemos tener adversarios, cualquiera que no esté de acuerdo conmigo es un masiosare y es preciso actuar en consecuencia. No hay frontera de lo honorable que no merezca ser cruzada para probar un punto o avanzar una causa. En estos días sería imposible tener un duelo, de esos que se basaban en el honor, en la rabia y en la palabra; hoy te dispararían por la espalda al segundo de los diez pasos. No hay ya ideas que deban ser discutidas o toleradas; hay personas y reputaciones que merecen ser destruidas.

Paulatinamente nos hemos acostumbrado a que si alguien tiene una idea que no me gusta deber ser porque la persona que la enarbola es despreciable. Cuando en nuestra mente no hay adversario digno, su destrucción es la mejor manera de acabar con el vuelo de sus ideas. Asociar las ideas al comportamiento y a las flaquezas es enrarecer el debate y declararlo inútil; confundir biografías con ideas es el camino más corto a ganar un debate sin darlo.

La difamación es la moneda corriente de nuestros días. Si nadie tiene miedo a difamar es porque la difamación encuentra un cobijo social inmediato. Nadie tiene la menor gana de cuestionar a quien avienta el golpe bajo; el ansia de los morbosos y de los perversos que controlan el discurso políticamente correcto no exige ninguna prueba de los alegatos y, contra toda lógica democrática, el acusado deberá probar que son falsos. Aun cuando alguien lograra demostrar su inocencia, será demasiado tarde y poco importará pues todos habrán volteado la cara al siguiente escándalo, indiferentes ante el descastado.

Hoy resulta prácticamente imposible cuestionar las acusaciones hechas, por ejemplo, a Kevin Spacey. Sin ofrecer una sola prueba, alguien lo acusa, treinta años después de sucedidos los supuestos hechos, de haber tenido un comportamiento inadecuado. Treinta años después, treinta: cuando el paso del tiempo propicia que la sola palabra del acusador se vuelva irrefutable. La condena es inmediata, nadie se atreve a poner en duda la veracidad de las acusaciones, o los motivos ocultos para inventar una mentira que podría tener el acusador y otras preguntas básicas importantes para acomodar las cosas en su sitio. Inmediatamente, la reputación de un hombre se ha puesto en entredicho y ha perdido todo lo que le ha costado una vida construir. Todo porque la situación ha llegado a tal punto que se necesita de una valentía muy especial para usar el sentido común y confrontar así sea mínimamente a quien se asume como víctima. Sin darnos cuenta hemos concedido gracia e impunidad a los acusadores.

Es época de golpes bajos y de vendettas, de malbaratar el propio honor con tal de dar por enterrado a alguien. Si la administración del Presidente Peña Nieto me parece detestable, permíteme usar este video de un momento privado para humillar al hombre; si Ricardo Anaya me parece incómodo, déjame sacrifico mi rigor periodístico para destruirlo y no rectifico aunque un juez me llame a cuentas porque a mí me arropa la boga de la lucha anticorrupción; si el tema del acoso en Hollywood está de moda, déjame saco de la gaveta una historia y la aderezo para que me ponga en la palestra; si este otro está en contra de mi causa, permíteme extrapolo algo que lo acredite como un impresentable.

Todos somos seres objetables, no hay en este mundo una biografía límpida. Los aficionados al juicio sumario deben de tener en cuenta que hoy están del lado de los perseguidores, pero que sólo hace falta un perseguidor ofendido o rencoroso para que entonces vengan por ellos y sólo hallen el desprecio de quienes los tenían como suyos. Si no es por honorables, al menos deberían hacerlo porque en este mundo no hay derrotas ni victorias definitivas, y lo que consentimos para otros, un día puede regresar a cobrarnos la factura.