Por Oscar E. Gastélum:

“— Tardas mucho en aprender, Winston — dijo O’Brien con suavidad.

— No puedo evitarlo — balbuceó Winston. — ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los cierro? Dos y dos son cuatro.

— Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil recobrar la razón.”

George Orwell

“There is a crack in everything

That’s how the light gets in.”

Leonard Cohen

No hay plazo que no se cumpla y finalmente llegó la fecha fatídica: Donald Trump ha sido investido como el presidente número 45 de los Estados Unidos, una mancha indeleble en el historial democrático de la nación más poderosa del mundo que ni el tiempo, ni el arrepentimiento, ni las onerosas consecuencias, podrán borrar jamás. Previsiblemente, ese energúmeno fascista que durante la campaña lucró políticamente con el odio, el miedo y la ignorancia de un amplio sector del electorado, no cambió un ápice su repulsiva personalidad al asumir el cargo de “hombre más poderoso del mundo”, y tras pronunciar el discurso más horroroso, histérico, incoherente y divisivo jamás enunciado por un Presidente norteamericano, entró a la oficina oval siendo el mismo patán delirante, ignorante, mitómano, narcisista, racista y sexista que siempre ha sido.

Sí, durante los primeros días de su ominoso mandato, Trump se ha esmerado en cumplir los pronósticos más sombríos emitidos por sus detractores más acérrimos, dando el primer paso para despojar a millones de personas de un seguro médico, firmando órdenes ejecutivas ultradestructivas en contra del medio ambiente, expectorando incoherencias y sandeces frente a un grupo de atónitos agentes de la CIA y atacando a la prensa por reportar verazmente que su inauguración tuvo una asistencia paupérrima en comparación con las dos de Obama, su aborrecido y envidiado predecesor. Pero para Trump y sus secuaces poco importa que existan fotos y videos que confirmen más allá de toda duda los reportes de CNN o el New York Times, pues la verdad objetiva siempre es la primera víctima de toda autocracia fascista y, no nos engañemos, este es un régimen que aspira a ser precisamente eso. Y es que Trump no miente para escapar de un apuro o exagerar sus logros, como un ser humano normal, sino para diluir definitivamente la frontera entre la verdad y la mentira, y demostrarle a sus súbditos que su inmenso poder es capaz de construir una realidad alternativa al servicio de sus delirios y caprichos.

Pero, por fortuna, la maligna banalidad del trumpismo no es lo único que se ha expresado atronadoramente en estos días aciagos. Pues tan solo veinticuatro horas después de la infausta inauguración presidencial, la resistencia en contra de su nihilismo destructivo y reaccionario se manifestó a través de millones de mujeres que, acompañadas por cientos de miles de hombres solidarios, tomaron las calles de las principales ciudades de EEUU y el mundo, para demostrarle al payaso anaranjado que su misoginia cerril tendrá que enfrentarse a un enemigo inmenso, movilizado y comprometido, y que no le será tan fácil detener el proceso civilizatorio destruyendo los avances sociales obtenidos en las últimas décadas. Es imposible exagerar la importancia estratégica, emocional y simbólica de ese evento festivo y esperanzador, y no sólo porque volvió a humillar al demagogo naranja convocando a muchísima más gente que su esperpéntica inauguración.

Pues las descomunales marchas del sábado también  sirvieron para recordarnos algo que jamás debemos olvidar y que tenemos que restregarle constantemente en la cara al troglodita anaranjado y a sus deplorables huestes: Hillary Clinton ganó el voto popular por casi tres millones de sufragios, la INMENSA mayoría de los norteamericanos (no olvidemos a los abstencionistas y a quienes votaron por los otros dos candidatos marginales) rechazaron el fascismo trumpista, y si este resultó  “ganador” de la elección fue gracias a un sistema electoral primitivo y obsoleto. Recordar este hecho es indispensable, no sólo para mantener la cordura y recobrar la fe en la humanidad, sino porque el trumpismo es una auténtica revolución nihilista que aspira a demoler las instituciones del Estado democrático y liberal para reemplazarlas con sólo dios sabe qué cosa. Para ejecutar una agenda tan radicalmente destructiva, Trump necesitaría un mandato popular sólido, y, como la gente volvió a demostrarle este fin de semana no asistiendo a su inauguración y participando en marchas de dimensiones inéditas, es obvio que no lo tiene.

He leído por ahí críticas muy bobas y frívolas en contra de las marchas femeninas. Pero no nos confundamos, las coloridas y masivas manifestaciones que vimos el sábado no fueron un berrinche pueril de esa facción llorona y puritana del feminismo que tanto daño le ha hecho al movimiento en las últimas décadas. Y Trump no es un pobre diablo bienintencionado linchado por la inquisición de la corrección política. No, Trump es una amenaza muy real en contra de los valores y los avances más sagrados de Occidente, un demagogo auténticamente racista y misógino que a través de su tóxica retórica removió odios rancios en el interior de millones de personas y despertó impulsos y prejuicios aterradores que dormitaban en estado latente en el corazón de la sociedad norteamericana, legitimándolos con su engañosa victoria. Es por eso que estas marchas en su contra fueron una defensa muy oportuna de dichos valores y avances civilizatorios, que por supuesto incluyen las conquistas del feminismo auténtico, pues ninguno de esos logros es eterno y deben ser protegidos de cualquier amenaza en su contra y reivindicados cotidianamente.

Sí, las mujeres en Occidente viven existencias privilegiadas si las contrastamos con las que padecen sus hermanas en los medievales patriarcados islámicos. Pero compararnos con Arabia Saudita o Irán es poner la vara demasiado baja. Debemos reconocer que aún falta mucho para alcanzar la igualdad plena en nuestras sociedades, y el hecho de que un macho caricaturesco y cavernario como Trump sea el hombre más poderoso del mundo es prueba irrefutable de ello.