Por Frank Lozano:
El sismo del 19 de septiembre sirvió de pretexto para realizar un ajuste de cuentas con los partidos políticos y por ende, con la clase política nacional. El blanco de las demandas sociales es el financiamiento público de los partidos y el costo de las elecciones. En términos llanos, dicho ajuste de cuentas suena a más a una revancha que a una medida bien pensada.
El enojo se entiende, se explica y además, está plenamente sustentado. La friolera de recursos públicos que reciben los partidos para sostener sus burocracias y para financiar las campañas políticas es exorbitante; la corrupción de todos y en todos los niveles; el incumplimiento sistemático de compromisos y un largo etcétera. No obstante, dados los antecedentes de nuestro país, debemos formular una serie de preguntas obligadas: ¿retirar el financiamiento público revertirá la mala calidad democrática que tenemos, garantizará la creación de una nueva clase política, traerá procesos electorales limpios, dignificará la función pública, mejorará la representación social, fortalecerá la cultura política nacional o por el contrario, será una medida que debilitará la calidad democrática, privatizará a los partidos políticos, convertirá las campañas en casas de bolsa donde, el mejor postor invierta para, posteriormente, pasar a recuperar su inversión, la medida permite que agendas minoritarias prosperen? La respuesta no es sencilla.
Los desafíos que enfrenta el país y las instituciones nacionales son enormes. El tema del financiamiento público a los partidos políticos es apenas una arista de un modelo democrático que debe cambiar de fondo. A su vez, el modelo democrático nacional, también es una arista dentro de una arquitectura institucional resquebrajada que necesita refundarse.
Resolver, o intentar resolver un síntoma, no es de mucha ayuda, el paciente requiere una intervención mayor. Para colmo, quienes tienen en sus manos la investidura legal para tomar las decisiones, no son de fiar; no tienen calidad moral, ni credibilidad.
A lo largo de la historia moderna han demostrado actuar de espaldas a la nación. Han antepuesto una y otra vez sus agendas económicas y sus intereses de grupo a los del país.
Por otra parte, no hay ciudadanía suficiente para emprender un cambio de fondo y tomar el poder. Mi utopía para el 2018 es que no se celebren elecciones. Que se erija un gobierno de transición política formado por un consejo de notables, que tenga como principal propósito llamar a un nuevo constituyente, refundar las instituciones, restaurar la paz, repensar el papel de México en el mundo, establecer un nuevo pacto social y revertir la desigualdad.
Ningún partido, ni ninguno de los aspirantes a sustituir a Peña Nieto, han dejado ver que quieren un modelo distinto de nación. Todos nadan en las mismas aguas. Son demagogos, mentirosos, oportunistas.
En nuestro país, más que solo la democracia, lo que está enfermo es el modelo de nación, la convivencia y el pacto social. México está roto y urge repararlo desde la razón, no desde la revancha.