Por Oscar E. Gastélum:

“Racism may indeed carry out the doom of the Western world and, for that matter, of the whole of human civilization.”

Hannah Arendt

Hace poco menos de dos semanas, cientos de supremacistas blancos y neonazis (eufemísticamente conocidos como miembros de la “alt-right”) marcharon por las calles del pequeño y apacible pueblo universitario de Charlottesville, Virginia, empuñando antorchas, entonando consignas abiertamente antisemitas y racistas, y generando escenas, a un tiempo patéticas y escalofriantes, que parecían sacadas de un noticiero de los años treinta del siglo XX pero que fueron captadas por smartphones y transmitidas instantáneamente alrededor del mundo a través de internet. Pero todo esto fue sólo un preámbulo para el gran evento programado para el día siguiente, una marcha masiva que tenía como pretexto protestar por la inminente remoción de un monumento dedicado al general confederado Robert E. Lee, pero cuyo verdadero objetivo era reunir a la mayor cantidad de nazis y racistas posible para demostrarle al país y al mundo entero la fuerza de un movimiento que hasta antes de la deplorable campaña de Donald Trump y su posterior  e inaudito ascenso a la presidencia de EEUU, no había sido más que una curiosidad de circo, nauseabunda, sí, pero marginal hasta la insignificancia.

La delirante manifestación, bárbaramente aderezada con incontables banderas confederadas, esvásticas y muchos otros símbolos de odio, no sólo contó entre sus asistentes con neonazis y connotados miembros del Ku Klux Klan, sino también con milicias civiles cuyos malencarados integrantes desfilaron uniformados como si fueran a una guerra y armados hasta los dientes (el jefe de la policía declararía después que dichos milicianos estaban muchísimo mejor equipados que sus elementos). Comprensiblemente, un evento de estas características no sólo convocó a simpatizantes de su repulsiva causa sino a miles de manifestantes asqueados, indignados e impacientes por protestar en contra de la misma. Como era de esperarse, los ánimos se caldearon casi de inmediato y el gobernador de Virginia tuvo que decretar el estado de emergencia y suspender el evento antes de que la violencia se desbordara. Pero desgraciadamente esa sensata medida no pudo evitar que un terrorista nazi, al más puro estilo de los asesinos islamofascistas, arrollara intencionalmente a un grupo de manifestantes antirracistas matando a la joven activista Heather Heyer e hiriendo a otras diecinueve personas.

Hasta antes de este repelente y trágico despliegue de odio masivo, muchos periodistas e intelectuales subestimaban al neonazismo norteamericano por considerarlo un movimiento ridículo y minoritario. Pero nunca deberíamos olvidar que los nazis originales también fueron una pandilla de perdedores patéticos y resentidos. Un puñado insignificante de borrachos bávaros que escupían su odio bilioso en tabernas de mala muerte, azuzados por los odiosos e histéricos delirios de un pintor austriaco frustrado que culpó del rotundo fracaso de su carrera artística, no a su falta absoluta de talento, sino a una pérfida conspiración judía en su contra. Pero la razón más importante para no subestimar a esta turba de subnormales es que uno de los suyos, un demagogo fascista y racista embriagado de chovinismo y conspiracionismo, logró colarse en la Casa Blanca asesorado por un puñado de peligrosos ideólogos y ayudado por Vladimir Putin (el venerado Führer ruso del fascismo internacional). Y hay que reconocer que no cualquier movimientucho de racistas detestables puede presumir de tener un patrocinador tan generoso como Putin y mucho menos de contar entre sus filas con el hombre más poderoso del mundo.

Y es que la vomitiva y deliberada ambigüedad con la que Trump abordó la tragedia de Charlottesville durante las primeras horas, negándose a condenar enfáticamente al supremacismo blanco y trazando una falsa equivalencia entre los nazis y sus enemigos, aunada a la descarada y apasionada apología que hizo de los manifestantes neonazis un par de días después, acabó con cualquier duda respecto a sus propias filiaciones y simpatías. Podría decirse que Trump finalmente se quitó la máscara, mostrándose como el simio racista y fascistoide que siempre ha sido, pero el problema es que Trump jamás se molestó en ocultar su verdadero rostro, todo lo contrario. Durante su fétida campaña, el energúmeno naranja deshumanizó minorías a diestra y siniestra utilizando a musulmanes, mexicanos, negros y judíos como chivos expiatorios intercambiables para culparlos de todos los males de su país,  atizando irresponsablemente el encarnizado odio que siempre ha yacido en lo más profundo del alma norteamericana. Un odio que su “triunfo” legitimó, envalentonando a millones de racistas (quizá sólo un puñado se atreve a marchar haciendo saludos nazis pero millones simpatizan silenciosamente con ellos desde casa) que súbitamente se sintieron con licencia para volver a expresar y ejercer sus venenosos prejuicios libre e impunemente.

Pero a pesar de todo, tras los lamentables y bochornosos sucesos de Charlottesville hay por lo menos tres señales esperanzadoras que merecen mencionarse. La primera es que el grueso de la sociedad norteamericana reaccionó horrorizada y condenó sin ambages el odio con tufo a traición de los neonazis. La segunda es que la obscena respuesta de Trump lo aisló más que nunca y provocó varias renuncias masivas y la defenestración de Steven Bannon, el más peligroso, por su sofisticación y extremismo, de los ideólogos trumpistas. Y por último, esta escandalosa desgracia confirmó que las agencias de inteligencia, la prensa, el poder judicial, la burocracia civil y hasta el ejército (empezando por los generales que rodean y vigilan al energúmeno dentro de la Casa Blanca), siguen comportándose de manera ejemplar, y están funcionando como anticuerpos empeñados en destruir al virulento virus naranja que ha infectado a la democracia más antigua del mundo con el afán de aniquilarla.

Sí, el fin de esta pesadilla parece estar más cerca que nunca. Pero nadie debe cantar victoria antes de tiempo, pues las consecuencias negativas de la presidencia de Trump siguen acumulándose minuto a minuto y nos tomará décadas subsanar todo el daño que ha logrado hacerle al discurso público, a las instituciones democráticas, al medio ambiente, al delicado orden internacional y al tejido social de EEUU y el mundo. Además, una bestia rabiosa e inmoral como Trump jamás aceptará su derrota pacíficamente, y cuando se sienta acorralado, primero intentará destruir a los individuos y las instituciones que lo llamen a cuentas y si eso falla, quizás sea capaz de incitar a la violencia a sus incondicionales y muy bien armadas milicias nazis. Mientras redactaba este texto, Trump dio uno de los discursos más incendiarios e incoherentes de su destructiva carrera política en Phoenix, Arizona, confirmando más allá de toda duda que está dispuesto a llevarse consigo al mundo entero cuando caiga. ¿Logrará la democracia norteamericana sobrevivir a los berrinches de este peligroso demente? Algo me dice que lo descubriremos muy pronto…