Por Bvlxp:
#MeToo llegó a México y, como todo lo que llega a México, llega tarde, mal, es un refrito o tiene títulos traducidos de forma muy rara. Si de por sí el movimiento original estaba ya siendo mantenido con vida mediante respiración artificial, el capítulo mexicano nos ha dejado una sensación como cuando un día vas al Cirque du Soleil y al otro al Circo Atayde.
Parecemos tontitos, pero cada vez que uno osa criticar movimientos como el #MeToo, es necesario señalar lo obvio: que prácticamente todas las personas que habitan el planeta Tierra creemos que el acoso sexual y la violación están mal, o que es naquísimo gritarle cosas a una mujer en la calle. Incluso violadores, acosadores y piropeadores en el fondo saben que está mal, pero hay algo que les impide actuar en consecuencia. Hay que aclarar cosas como estas porque los fundamentalistas del otro lado del espectro ideológico son muy acomodaticios, también bastante oportunistas y hasta algo tontos. Para ellos, ya se sabe, cuestionar es traicionar, ser un aliado de las fuerzas del mal.
En una semana conocimos, por conducto de Carmen Aristegui (quien, but of course, se ha arrogado ser el vehículo para la ola de acusaciones del capítulo mexa del #MeToo), los testimonios de presuntos acosos y abusos sexuales sufridos por mujeres ligadas al mundo de los deportes y del espectáculo. Entre estos, destaca el caso de la comediante Sofía Niño de Rivera, quien acusa al periodista Ricardo Rocha “de haberla hecho sentir incómoda” durante uno de sus programas. Ojo: incómoda; in-có-mo-da. La comediante afirma sin un temblor de más que cualquier cosa que te haga sentir incomodo es acoso. Dios de bondad. Las acusaciones de Niño de Rivera no son sobre conductas que Rocha hubiera podido haber hecho en la clandestinidad de un camerino o de una cita a solas: no, son sobre conductas de Ricardo Rocha frente a la cámara, en un programa de televisión transmitido en vivo y cuya grabación puede encontrarse en YouTube; conductas que cualquier persona razonable y de buena fe es difícil que encuentre inaceptables y mucho menos ilegales. El lado positivo de lo artero y absurdo que es el caso Niño de Rivera/Rocha es que es innecesario polemizar y podemos evitar caer en el garlito de creerle o no a una mujer si sufrió acoso o abuso (el ardid en el que se sustenta todo el #MeToo): el caso Niño de Rivera pone en evidencia un movimiento descarrilado y francamente enloquecido. Por el arte de la denuncia inobjetable, la reputación de un periodista de la talla y trayectoria de Ricardo Rocha (a quien yo encuentro abismal, pero eso es otra cosa) ha quedado en entredicho porque esta niñata nunca se ha sentido incómoda en la vida. El testimonio no sólo indigna por eso sino lo que le hace a historias de mujeres que sí han tenido que sobrevivir a abusos terribles que nunca han de ver la luz, y sorprende por su frivolidad y ligereza, como sorprende que Aristegui no tenga la menor consideración por un colega de años con quien comparte el mismo espectro ideológico además de mil batallas. Por otro lado, la falta de rigor periodístico de Aristegui ya no sorprende a nadie.
#MeToo se sustenta en la peligrosa premisa en que hay que creerles a las mujeres que acusan por el simple hecho de que son mujeres y que acusan. Una premisa solipsista, fundamentalista e insostenible en un país democrático y en un Estado de Derecho. Sin embargo, las mujeres del #MeToo señalan que no hacen denuncias formales precisamente porque no vivimos en un Estado de Derecho, y acuden a Twitter y a la televisión convirtiéndolos en una suerte de tribunal de opinión de sentencias inapelables; y haciendo mofa del famoso «debido proceso» como si se tratara de un engorro y una trampa del heteropatriarcado y no de la idea toral que sostiene a un Estado democrático. Dar crédito al pretexto de la falta de institucionalidad para no acudir al sistema de justicia es peligroso porque socava la seguridad jurídica de todos y puede desembocar no sólo en episodios como el de Woody Allen (en el que la presunta víctima acude a #MeToo a exigir que se le crea sin cortapisas no obstante que la justicia ha investigado exhaustivamente al acusado y no ha encontrado evidencia alguna de un abuso punible), sino en otros que pudieran constituir en abusos estatales contra los derechos humanos. El ejemplo de Allen es perfecto para caracterizar en lo que ha derivado el #MeToo: una cacería de brujas. Esta caracterización enoja especialmente a las activistas, pero cuando has acudido a la justicia y sin evidencias persistes en una denuncia incomprobable, lo que tienes no es sed de justicia sino de venganza; no de reparación sino de penalizar a alguien con la muerte social para cobrar una afrenta que poco o nada tiene que ver con tu alegato. Es hora de poner un alto a esto en nombre no sólo de los hombres injustamente acusados, sino de las mujeres y hombres que verdaderamente han sufrido crímenes sexuales.
¿Cómo podemos poner un alto a la inquisición moral de la progresía, a los juicios sumarísimos del tribunal de los nuevos justos? Dejando de sucumbir al morbo de la denuncia mediática y de la condena express; practicando la empatía no sólo con las y los acusadores sino con los acusados; exigiendo que las denuncias se canalicen por los medios que nos hemos dado como sociedad para dirimir nuestras cuitas; creyendo siempre en la presunción de inocencia como base de una sociedad civilizada y no sólo cuando convenga a nuestros intereses y a nuestra causa. Es importantísimo que esto no sólo sea practicado por los detractores del feminismo sino sobre todo por los aliados del movimiento y por las feministas mismas como la única manera de construir la sociedad justa a la que todos aspiramos. Cuando estas propuestas de la racionabilidad fallen, es preciso que los acusados empiecen a acudir a los instrumentos legales que existen en nuestro orden jurídico para cuando se confunden la denuncia con la difamación. Provoca una malsana satisfacción cuando los aliados feministas caen víctimas de la hoguera que ellos mismos han ayudado a atizar, pero resulta patética la pusilanimidad de sus respuestas cuando son objeto de acusaciones que a todas luces resultan absurdas; es preciso responder con vehemencia a acusaciones falsas o francamente delirantes y no con la cabeza agachada como si estuvieran dispuestos a pagar culpas históricas o deudas ajenas. Mal servicio se hacen a ellos mismos y a todos y a todas. Es preciso subir el costo de la difamación para que la justicia se instale entre nosotros; es obligación de todos exigir que tanto acusaciones como delirios se cotejen con la ley para que cuando las relaciones entre hombres y mujeres se pretendan dirimir en la irracionalidad, vuelvan al cauce ético y formal para que la decencia se instale entre nosotros.