Por Isabel Hion:
No puedo hablar por otra cultura que no sea la mía. Y desde ella, no he visto tema más manoseado entre la gente de mi país que el descontento y la bien sabida farsa que es nuestro sistema político y quienes lo representan. Lo escucho en la calle, en el transporte público, en mi familia, en redes sociales y reuniones; pareciera que te legitimas como alguien inteligente si admites que tú sabes que te están jodiendo los representantes del Estado. Ese discurso me lo sé desde que soy una niña; 29 años de escuchar el hartazgo in crescendo, la conciencia de esa farsa, y hasta ahí llega todo.
Cuando se arrojaron los resultados del 2012 a la presidencia del país, escuché por todos lados la consigna: no volverá a pasar, no volverán a jugar con nosotros. Decidimos dejar en la quiebra a las grandes empresas, involucrarnos; no repetir la historia. Claro que eso no duró. Pasaron los años y sabía que a unos meses de las elecciones de 2018, las personas volverían a involucrarse, a publicar en redes, a defender su postura política; a hacer como que no estuvimos en la misma posición cómoda de siempre durante otros 6 años.
Algunos se movieron, no digo que no. Surgieron los candidatos independientes; la única opción aparentemente válida a los partidos de siempre. Quienes no simpatizamos en absoluto por ninguno, volteamos a ver la oferta y decimos: la misma broma pesada. ¿Cómo te ríes?
La ceguera con la que se defiende a cualquier partido o candidato me desconcierta. ¿Es que ya nos rendimos, o esta vez sí nos tragamos el cuento, o amamos demasiado la mediocridad de “peor es nada”? El hartazgo crece, pero no hacemos nada con él. No sostenemos, no nos abrimos al diálogo real. Después me pregunto: ¿Qué es necesario que suceda para que hagamos algo? ¿En qué momento pararemos nuestra vida cotidiana, nuestros intereses inmediatos, y dejaremos de solapar el chiste de mal gusto en el que vivimos todos los días? Tal vez cuando la pesadilla nos recuerde desde la mañana hasta la noche, ininterrumpidamente, que esto somos, que aquí estamos, que siempre pudo más lo otro al hartazgo, al esperpento de nuestra realidad.
Sé que no es fácil encarar la realidad, ser dolorosamente honesto y compasivo, pero tenemos una relación bipolar con nuestra cultura, y no sé en qué momento dejará de ser gracioso eso también. Yo ya le perdí la gracia. Defendemos el amor de nuestra gente y su calidez, pero el amor es universal. ¿Usaremos ese cartucho por siempre? “Pasan cosas horribles en mi país todos los días, pero ah, cómo se ríe su gente, caray”. Al menos abracemos esta simulación y dejemos que las cosas sigan. Pero ya no a medias, por favor; nos las hemos pasado en esa tibieza demasiados años, ya hasta da ternura de la fea.
Tal vez lo que nos falta es empatía y sentido de comunidad. Pero no de esa que se puso de moda para ser correctos, sino de la real; la que sale del corazón y no de la soberbia intelectual. Lapidamos con tanto odio nuestras formas culturales, y al día siguiente las celebramos con tanto ahínco. Otra vez esa bipolaridad. Destruir y difamar al que no piensa como tú. Defender hasta la muerte tu discurso y a tus amigos. ¿Qué es ser ciudadano? ¿Qué es pertenecer a un país? ¿Nuestra nacionalidad es un adorno y nada más sirve para ponerse la camiseta a la hora de shows internacionales? Creo que nunca hemos sabido realmente qué implica un territorio, compartir una nacionalidad. Sólo vemos el espectáculo y, otra vez, la simulación de unidad.