Por Oscar E. Gastélum:

“Every generation wants to be the last. Every generation hates the next trend in music they can’t understand. We hate to give up those reins of our culture. To find our own music playing in elevators. The ballad for our revolution, turned into background music for a television commercial. To find our generation’s clothes and hair suddenly retro.”

Chuck Palahniuk

“Ése era el verdadero significado de la solidaridad entre generaciones: consistía en un puro y simple holocausto de cada generación en beneficio de la siguiente, un holocausto cruel, prolongado, y que no iba acompañado de ningún consuelo, ningún alivio, ninguna compensación material ni afectiva.”

Michel Houellebecq

“I hope I die before I get old.”

Pete Townshend

 

Ante la crisis existencial que atraviesa Occidente desde hace un par de años, los analistas se devanan los sesos desesperados por encontrar una explicación coherente que les permita proponer soluciones viables. Una de las teorías que menos me convence es la que apunta a una guerra generacional como origen principal de nuestro predicamento. Dentro de esa línea hay gente seria que aporta argumentos interesantes y estimulantes, pero también abundan los oportunistas que han descubierto que la satanización de los aborrecidos “millennials” es un atajo ideal para llamar la atención sin tener que pensar. Los conflictos generacionales han existido siempre, y seguirán existiendo hasta el fin de los tiempos, pues son parte integral de la condición humana, como quise demostrar a través de los tres epígrafes que ilustran este texto. Pero ahí no radica el problema que tiene a nuestra civilización al borde del abismo. No, el alma de Occidente, en esta hora aciaga, se la están disputando los simpatizantes del mundo moderno y liberal, y las tenebrosas fuerzas de la reacción autoritaria, y en ambos bandos abundan tanto viejos al borde de la tumba como jóvenes rozagantes y núbiles.

Para empezar, debo confesar que yo mismo soy un millennial, de los más viejos, sí, esos que todavía crecimos en un mundo sin internet, pero millennial a final de cuentas. Y lo que me motivó a escribir esta columna fue la infortunada lectura de un texto desbordante de soberbia, amargura y pereza intelectual, firmado por un señor, a quien nunca en mi vida había leído, llamado Antonio Navalón y publicado por el diario español El País, hace unas semanas. No creo exagerar al afirmar que dicho texto representa el punto más bajo al que ha caído el bilioso y simplista oportunismo antimillennial. Y es que en su breve rabieta, Navalón no sólo culpa a mi generación por el ascenso de Donald Trump a la presidencia de EEUU sino que se pregunta, sin asomo reconocible de ironía, si valdrá la pena buscar el “eslabón perdido” entre el ser humano y el millennial. Sí, aunque usted no lo crea. Dejando de lado el gesto deshumanizador en contra de toda una generación (pues semejante bajeza, o chistorete sin gracia, habla por sí misma), hay que tener muy poca vergüenza, o ser muy idiota, para achacarle el triunfo del energúmeno naranja al grupo demográfico que más lo detesta y que votó abrumadoramente en su contra. Es una bochornosa verdad que el abstencionismo es epidémico entre los norteamericanos más jóvenes, pero ese dato lamentable no borra el apabullante hecho de que Trump es un anciano reaccionario (caricatura insuperable de lo peor de su generación: narcisismo, machismo caricaturesco, racismo, etc.) llevado al poder por momias seniles como él.

Para desgracia de Navalón, la terca realidad decidió recibir sus sandeces con una bofetada, pues el mismo domingo en que se publicó su pestilente columna, miles de jóvenes, la inmensa mayoría adolescentes, pusieron en riesgo su libertad y su vida al tomar las calles de varias ciudades rusas para protestar en contra de la clepctocracia encabezada por el sátrapa Vladimir Putin. Obviamente fueron reprimidos y varios terminaron en las mazmorras del régimen. Pero a pesar de esto y de conocer la suerte que suelen correr quienes se atreven a criticar al todopoderoso tirano ruso, no se han dejado intimidar y en semanas recientes han continuado con sus heroicas protestas. Pero este conmovedor ejemplo de compromiso millennial dista mucho de ser una excepción. Unos cuantos días antes de leer la columna de Navalón, tuve la fortuna de ver “Joshua: Teenager vs. Superpower”, el documental de Netflix que narra la historia de Joshua Wong y del exitoso movimiento juvenil que encabezó y que le hizo frente al despótico gobierno chino cuando éste intentó sustituir la educación liberal (legado de la era británica) que los niños y los jóvenes reciben en Hong Kong por un sistema de adoctrinamiento ideológico típico del resto del país. Basta recordar lo que pasó en la plaza de Tiannmen la última vez que los jóvenes chinos se rebelaron en contra de los sanguinarios mandarines comunistas para entender el riesgo que Joshua y los suyos corrieron y la magnitud de su victoria.

Y por si estos dos reveladores ejemplos no bastaran, valdría la pena recordar que en Venezuela fueron justamente los jóvenes universitarios quienes desataron la ola de protestas que pusieron en jaque al grotesco régimen chavista, y que la inmensa mayoría de las víctimas fatales de la represión que el bufón simiesco Nicolás Maduro desató en contra de los manifestantes son precisamente jóvenes. No, los antipáticos millennials (con sus selfies y su obsesión por los likes) no son los culpables de la crisis de Occidente. Como dije al principio de este escrito, lo que estamos atestiguando es un enfrentamiento entre los partidarios del mundo moderno (la democracia, el secularismo, el método científico, los Derechos Humanos, etc.) y sus enemigos. Es por ello que incluso la tradicional división entre izquierda y derecha ha quedado temporalmente obsoleta, pues los ultras en ambos extremos del espectro ideológico han sabido reconocer que esta es una oportunidad de oro para destruir la democracia liberal que tanto aborrecen, y por ello han forjado una alianza que irremediablemente evoca el siniestro pacto entre Hitler y Stalin. Dicho frente autoritario y antiliberal incluye entre sus filas tanto a votantes de Trump, en su mayoría vejetes conservadores, religiosos, racistas, xenófobos, homófobos y misóginos, como a jóvenes y viejos de ultraizquierda, intoxicados de nihilismo postmoderno y relativismo cultural. Sí, no es necesario ser un “señor” para reconocer que también hay millennials autoritarios, fanáticos, intolerantes e histéricos, proclives a transformarse en inquisidores y en censores a la menor provocación, pues están convencidos de que la libertad de expresión es una trampa del malvado hombre blanco, heterosexual y “cisgénero”. Lectores asiduos de propaganda antioccidental y de blogs conspiracionistas, que creen sinceramente que Hillary Clinton y Emmanuel Macron son iguales o peores que Trump y Le Pen y por eso votan por Corbyn, Jill Stein o Mélenchon, y veneran a personajes deleznables como Julian Assange.

Del otro lado estamos quienes amamos al mundo moderno (tengamos la edad que tengamos y seamos conservadores o liberales), pues estamos convencidos, basados en la evidencia histórica y en las estadísticas, de que la democracia es el camino ideal para construir sociedades más prósperas, justas y libres. Nuestra tarea más urgente consiste en identificar y tratar de corregir los errores que hicieron que millones de ciudadanos, normalmente sensatos, se dejaran seducir por la venenosa demagogia de los fanáticos de izquierda y de derecha. Pero también debemos ganarle la guerra de las ideas a nuestros peligrosos rivales, concibiendo una nueva épica de la modernidad que, sin negar sus errores y excesos, consiga contrarrestar la poderosa y debilitante  influencia del nihilismo postmoderno y logre que las nuevas generaciones  aprecien y se enamoren de las instituciones y de las ideas (descubiertas en Occidente pero gozosamente universales) que elevaron la calidad de vida de gran parte de la humanidad de manera milagrosa en unos cuantos siglos y que siguen rescatando de las garras de la superstición y la miseria a millones de nuestros semejantes menos privilegiados cada año. Sobra decir que los amargos gruñidos de gente como Navalón no le aportan absolutamente nada valioso a esta noble causa.