Mover a México al abismo

Por Óscar E. Gastélum:

“No es posible ostentarse a uno mismo como modernizador e incurrir simultáneamente en prácticas que desde hace más de un siglo han sido calificadas de arcaicas e inmorales.”

—Octavio Paz

A principios de este mes el presidente Enrique Peña Nieto entregó su sexto y último informe de gobierno y, como se ha vuelto tradición, leyó una síntesis del mismo no frente al Congreso de la Unión sino ante un auditorio de cuates, parientes y “notables” que, al igual que cada año, aplaudieron a rabiar las mentiras y medias verdades presidenciales. Desde unas semanas antes del informe, el presidente aprovechó el tiempo oficial que le brinda la ley para bombardear a la nación con promocionales que celebraban en tono exultante los múltiples éxitos imaginarios de su gobierno, un ejercicio tan delirante como indignante y en última instancia, inútil. Y es que si algo aprendimos del sexenio que termina es que tirar miles de millones de pesos por el caño de la publicidad no sirve para absolutamente nada, pues a pesar de que Peña Nieto rompió todos los récords de autopromoción, terminará su mandato como el presidente más impopular de las últimas décadas.

Y el juicio de la historia será incluso más severo con el futuro expresidente, quien a partir del primero de diciembre ya no tendrá el erario a su disposición para intentar rehabilitar su imagen. Para empezar, sus apellidos quedarán asociados para siempre en el imaginario colectivo con la palabra “corrupción”. No sólo por el escándalo de la “Casa Blanca”, que no es más que una inocentada irrelevante comparado con “la estafa maestra”, Odebrecht y el saqueo generalizado que caracterizó a esta administración y a algunos gobiernos locales que actuaron en complicidad con y bajo el manto protector del presidente. Aunque parezca increíble, no hay una sola dependencia federal a la que el peñanietismo no le haya hincado los colmillos y desangrado hasta la anemia. Apenas ayer leía un texto en el que Roberto Rock describe a la PGR como una institución devastada y transformada en una cueva de maleantes.

Peña Nieto soñaba con ser recordado como un gran reformador, esa es la imagen que trató de vender dentro y fuera de México desde el primer día de su gobierno. Pero, como escribí en este mismo espacio hace ya algunos años, los políticos corruptos son pésimos reformadores y lo que hacen con la mano derecha suelen borrarlo con la izquierda. En ese mismo texto comparé el sexenio de Peña Nieto con el de Salinas (otro reformador ultracorrupto que destruyó su reputación y buena parte de su legado) y, recordando el funesto final del gobierno salinista (que incluyó magnicidios, levantamientos armados y una crisis económica apocalíptica), me preguntaba qué desastres insospechados acarrearía el inevitable descenso de Peña Nieto rumbo al basurero de la historia. Sí, Peña rompió el récord de homicidios que mantenía Calderón y que hasta hace unos años parecía imbatible. Pero eso era más o menos predecible, pues su estrategia contra la violencia y el crimen organizado consistió en desaparecer de las primeras planas de los diarios las noticias sobre el asunto, y poco más. Como si la incómoda realidad fuera a esfumarse mágicamente al barrerla bajo el tapete.

Pero hubo un par de sucesos, estos sí totalmente impredecibles, que terminaron marcando este funesto sexenio en sus últimos años. El primero tiene que ver con el ascenso de Donald Trump a la presidencia de EEUU y con la actitud timorata y rastrera adoptada por el gobierno mexicano ante las agresiones y amenazas del energúmeno fascista. Siempre he pensado, y mis lectores asiduos no me dejarán mentir, que Peña Nieto no debió gobernar un país tan complejo y problemático como México pues es un ser ínfimo, tanto ética como intelectualmente hablando. Pero ni siquiera yo, que siempre he sentido un profundo desprecio por el personaje y todo lo que representa, pude haber imaginado que nuestro limitadísimo líder sería capaz de organizarle un acto de campaña en suelo nacional al peor enemigo que haya tenido México en casi dos siglos. Y mucho menos, que luego se le ocurriría premiar a Luis Videgaray, el arquitecto de ese disparate (el peor desatino diplomático de nuestra historia), nada más y nada menos que con la Cancillería. O que desde la Cancillería, Videgaray, con el beneplácito de su jefe, ejecutaría una política exterior indigna, servil y pusilánime hasta la náusea. Según el excanciller Jorge Castañeda, ese misterioso y cobarde entreguismo tiene una explicación: Peña Nieto planea exiliarse en EEUU al término de su sexenio y no quiere estar en malos términos con Trump. La hipótesis es verosímil pues esa mezquindad rayana en la traición (poner sus intereses personales y de grupo sobre los del país) ha sido el sello característico de Peña y su gobierno.

El otro calamitoso suceso que marcó el final del sexenio peñanietista y que nadie pudo haber anticipado, también fue producto de un imperdonable acto de mezquindad narcisista. Me refiero, desde luego, al obsceno pacto urdido entre Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador, otro payaso populista impresentable al que el propio energúmeno naranja ha bautizado afectuosamente como “Juan Trump”. Y es que a cambio de impunidad para él y su pandilla de maleantes, Peña Nieto le entregó la presidencia de la República en bandeja de plata a un demagogo democráticamente analfabeta, impredecible y profundamente autoritario (confirmando de paso mi teoría de que los políticos corruptos no pueden ser reformistas exitosos pues siempre tienen que estar cuidándose las espaldas y son capaces de destruirlo todo con tal de salvar el pellejo). Sí, hay que decirlo con todas sus letras: lo que atestiguamos este verano fue nuestra enésima elección de Estado. Pues el Presidente no solamente usó a la PGR y al SAT de manera descaradamente facciosa para frenar a Ricardo Anaya (el único candidato que se había comprometido a investigar los fétidos escándalos de corrupción de este moribundo sexenio) sino que, aterrado ante un posible triunfo del Frente, operó a favor del demagogo tabasqueño en varios estados, garantizándole un triunfo arrollador y un poder prácticamente absoluto, poniendo en peligro de muerte a nuestra comatosa democracia.

Ante el negro panorama que se cierne sobre el país gracias al contundente triunfo de López Obrador y su secta, varias voces normalmente sensatas han emitido la misma lastimosa predicción: las cosas se pondrán tan mal que terminaremos extrañando a Peña Nieto. No podría estar más en desacuerdo. Y es que todo lo que suceda durante el régimen lopezobradorista (hablar de un solo sexenio sería una ingenuidad imperdonable) formará parte del ponzoñoso legado peñanietista. Su desastroso sexenio (combinado con la tóxica atmósfera internacional) creó las condiciones ideales para que el demagogo tabasqueño resucitara de entre los muertos y, lucrando políticamente con el resentimiento y el hartazgo de la gente, cumpliera finalmente su sueño de vivir en Palacio Nacional. Y por si eso fuera poco, Peña Nieto usó toda la fuerza del Estado para garantizarle un triunfo peligrosamente holgado que le permitirá ejercer un poder prácticamente absoluto. Y eso, señor presidente, sin importar cuántas entrevistas chistosonas le conceda a bufones improvisados, los mexicanos nunca lo vamos a olvidar. Se lo garantizo…