Por Oscar E. Gastélum:
“The progress of human knowledge will be rapid, and discoveries made of which we have at present no conception. I begin to be almost sorry I was born so soon, since I cannot have the happiness of knowing what will be known 100 years hence.”
— Benjamin Franklin, 1783
La semana pasada escribí sobre la revolución rusa y el fracaso del marxismo (en una columna que usted puede leer aquí), y al final toqué brevemente el tema de sus herederos, los actuales enemigos de la modernidad. Pero quisiera utilizar esta y mi próxima columna para extenderme un poco más en ese tema. Para empezar, habría que recordar que el orden liberal moderno desciende directamente de la Ilustración, ese movimiento político, cultural e intelectual nacido en las milagrosas islas británicas en el siglo XVIII y comprometido con la razón, la ciencia, la libertad, los valores y derechos universales, la democracia, el cosmopolitismo, el humanismo y la economía de mercado. La adopción de esta nueva visión del mundo hizo que nuestra especie (sí, todo comenzó en Occidente pero poco a poco tanto las ideas como sus frutos han ido expandiéndose por el mundo) diera un salto cuántico civilizatorio sin precedentes en tan solo tres siglos, un auténtico suspiro histórico.
Podríamos comparar a la Ilustración con un pesado tren que arrancó lentamente, teniendo que superar una inercia de siglos, pero que ha ido ganando aceleración a través de las décadas hasta alcanzar una velocidad endemoniada en los últimos años. Lo que es un hecho es que la humanidad ha elevado su calidad de vida de manera dramática, produciendo una prosperidad inédita que ha ido incrementando exponencialmente y beneficiando cada vez a más personas alrededor del mundo. Lo que hoy llamamos “pobreza extrema”, por ejemplo, hace tan solo un par de siglos se llamaba vida a secas, pues esas eran las indignas condiciones en las que subsistía la inmensa mayoría de la humanidad. Sí, apenas en 1820 el 94% de la población del mundo estaba hundida en la pobreza extrema, pero para 1935 dicho porcentaje se había reducido al 35% y en 2015 (Gracias en parte a las reformas económicas aplicadas en China) menos del 10% de la población mundial permanecía en esas penosas condiciones. Un auténtico milagro económico que no hemos sabido apreciar en toda su magnitud, pero que tiene una explicación perfectamente lógica. Y es que al reemplazar la fe por la razón y la reverencia obediente y ciega ante las tradiciones, por el escepticismo y la curiosidad intelectual, la humanidad descubrió que la ciencia era la herramienta ideal para producir progreso, generando avances tecnológicos y médicos que se tradujeron en bienestar y prosperidad y que nuestros antepasados jamás habrían podido siquiera imaginar.
Sí, hoy los habitantes más pobres de Occidente viven vidas más plenas y saludables que los burgueses decimonónicos más ricos y tienen acceso a más lujos y comodidades que el más poderoso de los reyes medievales. Pero los avances económicos y científicos además vinieron acompañados de progreso social. Los primeros movimientos abolicionistas, por ejemplo, surgieron en la Inglaterra del siglo XVIII y provocaron el fin de la esclavitud, esa infamia inhumana que había venido practicándose a lo largo y ancho del mundo desde tiempos inmemoriales. Y es que la Ilustración proclamó orgullosamente que todos los seres humanos somos iguales y tenemos los mismos derechos, una idea revolucionaria como pocas y que motivó la expansión de la democracia alrededor del mundo e inspiró la redacción de la Constitución de EEUU, la Declaración de los Derechos del Hombre y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Imbuidos de los valores emanados de esos documentos, grupos tradicionalmente discriminados comenzaron a exigir sus derechos y paulatinamente tanto las mujeres como las minorías étnicas, religiosas y sexuales fueron logrando su liberación. Ha sido una lucha muy larga y que en muchos casos aún no termina, pero sin la revolución política, económica y social que desencadenó la Ilustración, no hubiera sucedido jamás.
A pesar de sus innegables virtudes y triunfos, la Ilustración engendró enemigos mortales desde el primer instante. Me gustaría hablar de todos ellos, empezando por Joseph de Maistre, el siniestro conde saboyano que se convirtió en padre espiritual del fascismo, o de Jean-Jacques Rousseau, la peor alimaña intelectual que haya pisado la Tierra, o de los poetas románticos y los filósofos alemanes que renegaron de la razón y el individualismo y nos legaron obras literarias deslumbrantes y soberbios templos del pensamiento que sin embargo contienen en su interior las semillas del totalitarismo. Lo importante aquí es hablar de los herederos actuales de esa larga tradición antimoderna cuyas ideas siempre han despertado simpatías tanto en la extrema izquierda como en la ultraderecha. ¿Pero qué pueden tener en común los extremos del espectro ideológico? Mucho más de lo que podría pensarse. Para empezar, un odio visceral contra la modernidad que se traduce en una interpretación miope y delirantemente negativa de la historia. Para esta gente el mundo no sólo no ha avanzado un ápice desde el siglo de las luces sino que nunca había estado peor.
Esas coincidencias han hecho posible la alianza non sancta entre la ultraderecha premoderna y la ultraizquierda posmoderna que hemos atestiguado en los últimos años y que tiene como objetivo destruir a su enemigo común: el mundo moderno. Dicha alianza, por cierto, tiene un precedente escalofriante en el pacto que firmaron la Alemania nazi y la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. Para fortuna de la humanidad, Hitler terminó traicionando a Stalin y eso permitió que las fuerzas de la modernidad enfrentaran a esas amenazas totalitarias y antiliberales por separado, aniquilando primero a la ultraderecha fascista (en una efímera alianza por conveniencia con la Unión Soviética de Stalin) y luego enfrentando a la ultraizquierda marxista y ganándole la Guerra Fría por nocaut. Pero esta vez la coalición antimoderna, encabezada por el tirano ruso Vladimir Putin, quien ha logrado fundir en un mismo movimiento a Donald Trump y a Jill Stein, a Marine Le Pen y a Jean-Luc Mélenchon, a los fascistas polacos y a Podemos, a los fascistas húngaros y a los independentistas catalanes, a Nigel Farage y a Jeremy Corbyn, a Sean Hannity y a Julian Assange, parece decidida a no cometer el mismo error que sus predecesores.
Es obvio que, en su intento por volver a un pasado idealizado e imaginario, los chovinistas premodernos encabezados por Trump, los brexiters y otros politicastros fascistoides, pueden hacer muchísimo daño, provocando un retroceso civilizatorio de décadas e incluso, en el caso del energúmeno naranja, desatando un Apocalipsis termonuclear. Pero al ser mensajeros de un pasado caricaturesco que no va a volver jamás, los premodernos están condenados a la extinción. Y es que su movimiento atrae principalmente a ancianos nostálgicos y reaccionarios y es incapaz de seducir políticamente a las nuevas generaciones. La presidencia de Trump y sus esfuerzos por destruir a la Unión Europea son un último intento desesperado por no irse a la tumba sin arrastrar al mundo moderno con ellos, y saben muy bien que, si fallan, jamás volverán a tener una oportunidad igual, pues sus rencores y prejuicios morirán con ellos. La izquierda posmoderna, en cambio, es muchísimo más sofisticada y peligrosa. Atrincherada en las facultades humanísticas de nuestras universidades, esos antiguos templos del pensamiento ilustrado y humanista, representa una amenaza muchísimo más ominosa, pues tiene acceso irrestricto y constante a mentes frescas y fácilmente impresionables para propagar su tóxico resentimiento nihilista. Pero ya habrá tiempo de hablar de ella a fondo en una próxima columna.