Por Oscar E. Gastélum:

“I sympathize afresh with the mighty Voltaire, who, when badgered on his deathbed and urged to renounce the devil, murmured that this was no time to be making enemies.”

“For me, to remember friendship is to recall those conversations that it seemed a sin to break off: the ones that made the sacrifice of the following day a trivial one.”

Christopher Hitchens

La próxima semana se conmemorará el cuarto aniversario del fallecimiento del polémico ensayista y periodista británico Christopher Hitchens. Y creo que hablo por la mayoría de sus asiduos lectores al decir que, entre más pasan los años, más extrañamos la aguerrida lucidez que solía destilar a raudales a través de su deslumbrante y exquisita prosa, y la elocuencia irónica y despiadada con la que acostumbraba acometer sus profusas entrevistas televisivas, y aquellos interminables y sabrosos debates que se empeñaba en sostener contra adversarios de todas las religiones e ideologías políticas.

En la actual coyuntura global dominada por el ascenso de ISIS, Trump, Le Pen, Corbyn y compañía, resulta imposible no especular sobre lo que el gran Hitch habría escrito o declarado en televisión tras cada uno de los eventos históricos que hemos atestiguado a lo largo de los últimos meses. Sin duda se sentiría asqueado ante la emergencia de ese deleznable culto apocalíptico con ínfulas de califato y sus despliegues de sadismo sanguinario y nihilismo obscurantista. Pero al mismo tiempo estaría profundamente decepcionado de Occidente y su timorata pasividad frente a la imparable masacre de civiles perpetrada en Siria por el carnicero Bashar al-Assad y sus esbirros.

También estoy convencido de que Hitch dedicaría buena parte de su arsenal retórico y de su corrosivo sarcasmo para atacar a la mimada y santurrona izquierda reaccionaria antioccidental, abyecta apologista de los personajes y regímenes más impresentables del mundo y enemiga a muerte de la democracia liberal. Imagino, por ejemplo, los desternillantes e inclementes ensayos que le habría dedicado a Jeremy Corbyn, flamante líder del agonizante Laborismo británico, y a su insólita corte de estalinistas, maoístas, milosevicistas, chavistas, putinistas y apologistas del terrorismo islamofascista.

Y es que no podemos olvidar que Hitchens pasó buena parte de su vida luchando en contra del islamofascismo y de sus grotescos apologistas occidentales desde la trinchera del humanismo democrático y liberal, ocupando un rol protagónico en el conflicto que definirá nuestra era y decidirá el futuro de la especie, y fungiendo como testigo privilegiado y cronista minucioso de sus episodios más dramáticos: Desde la fatwa dictada por el Ayatola Jomeini en contra de Salman Rushdie, hasta la desastrosa invasión de Irak (que él apoyó con más pasión e inteligencia que sus detractores), pasando por los atentados terroristas del once de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington.

Es por esto que Hitchens no se sorprendería ante nada de lo que hemos visto en estos últimos años. Como uno de los observadores más agudos de ese complejo polvorín que es Medio Oriente, Hitch estaba consciente de que el régimen Baazista sirio sería capaz de masacrar a cientos de miles de sus propios ciudadanos con tal de permanecer en el poder, o de que los antiguos muyahaidines y verdugos al servicio de Saddam Hussein, aliados con el sector más violento e intransigente de Al Qaeda, tratarían de desestabilizar la región y de instaurar un nuevo Califato medieval en pleno siglo XXI. O de que los extremistas islámicos alojados en el corazón de las sociedades seculares y democráticas de Occidente terminarían masacrando a artistas “ofensivos” y a jóvenes inocentes por el imperdonable pecado de ser libres y ejercer su derecho al placer.

Y mucho menos se sorprendería ante el masoquismo gazmoño y enfermizo que la izquierda reaccionaria suele desplegar frente a los injustificables y salvajes crímenes del fascismo con rostro islámico. Después de todo, él contempló con sus propios ojos cómo un sector considerable de la intelligentsia progresista occidental le dio la espalda a Salman Rushdie en medio del escándalo desatado por la publicación de Los Versos Satánicos, acusándolo de haber ofendido a la “gran religión” islámica y justificando la pena de muerte dictada en su contra por el líder senil de una teocracia fascistoide.

Habría que recordar que esa misma gentuza acuñó el pusilánime y repulsivo mantra: “Claro que estoy a favor de la libertad de expresión, PERO…”,  que volvimos a escuchar ad nauseam tras la ejecución a sangre fría de los caricaturistas de Charlie Hebdo. Y que una década después, acaudillados por su gurú Noam Chomsky, intentaron justificar a los vesánicos terroristas suicidas del 11 de septiembre, presentándolos como valientes rebeldes antiimperialistas, cuya noble misión consistía en hacerle frente al malvado imperio yanqui y al capitalismo neoliberal.

De hecho, Hitchens fue uno de los primeros intelectuales en detectar y denunciar, desde la izquierda, la corrupción moral y el extravío intelectual de la progresía reaccionaria occidental. Siguiendo el ejemplo de George Orwell, su gran ídolo y maestro, eligió la independencia y la honestidad intelectual por sobre la lealtad sectaria y no se tocó el corazón a la hora de arremeter en contra de los dogmas y las vacas sagradas del clan político al que había pertenecido desde su juventud trotskista.

Ese atrevimiento imperdonable lo convirtió en blanco constante del odio ruin y furibundo de ese rebaño de almas “puras” y “bondadosas” en que se ha transformado un sector considerable de la izquierda. El hecho de que Hitch fuera un marxista consumado y erudito y un hombre comprometido con los valores de la ilustración hasta el último momento de su vida, exhibe la inanidad ideológica de ese culto político en toda su hipócrita mezquindad.

Pero no todo ha sido negativo en estos años. Seguramente Hitchens estaría muy orgulloso del rápido crecimiento del ateísmo alrededor del mundo, sobre todo entre los jóvenes y muy especialmente en EEUU. Y es que todas las más recientes encuestas indican que el grupo religioso que ha experimentado un crecimiento sin precedentes en los últimos años es el de quienes no profesan religión alguna. Es imposible exagerar la importancia que ha tenido el denominado “nuevo ateísmo”, encabezado por Richard Dawkins, Sam Harris y el propio Hitch, en este esperanzador avance civilizatorio.

Porque las múltiples apariciones públicas de Hitchens a fines de la década pasada y la publicación de su influyente y accesible panfleto antirreligioso “God is not Great”, motivaron a millones de incrédulos a abandonar el clóset en el que habían vivido durante toda su vida y a derribar el tabú que protegía a las creencias religiosas de la crítica racional, la sátira y la ridiculización. En su momento hubo quienes acusaron a Hitchens de estridencia antirreligiosa, pero la historia ha terminado dándole la razón, pues cada vez es más obvio que su estilo combativo y brutalmente honesto era lo que el mundo necesitaba con urgencia tras siglos de reverencia y sumisión acrítica.

Otro hecho que alegraría mucho a Hitchens es el éxito político, económico y militar de los kurdos, el grupo étnico sin un hogar nacional propio más grande del mundo, y cuya bandera Hitch solía lucir siempre en su solapa izquierda como gesto de solidaridad. Y es que debemos recordar que, si decidió jugarse su prestigio intelectual respaldando la malhadada invasión de Irak fue en buena medida con la intención de apoyar la  liberación de ese martirizado pueblo, que sufrió vejaciones indescriptibles durante las décadas que estuvo bajo el yugo de Saddam Hussein, el chacal sanguinario al que Hitch tanto detestaba, y que, en el punto más bajo de su sádico reino de terror, se atrevió a utilizar armas químicas en contra de los kurdos iraquíes con intenciones abiertamente genocidas.

Por eso Hitchens estaría orgulloso de saber que los peshmergas kurdos, esa antigua casta guerrera a la que perteneció el mítico sultán Saladino, han sido los enemigos más temibles de ISIS y quienes le han infligido las derrotas más contundentes. Sin ir más lejos, hace apenas unas semanas lograron recuperar la importante ciudad de Sinjar, escenario de uno de los peores crímenes de ISIS, el intento de genocidio en contra del pueblo yazidí, frustrado gracias a los oportunos bombardeos de EEUU y Gran Bretaña y a la intervención por tierra de los propios guerreros kurdos.

Hay una imagen que me encantaría mostrarle a Hitch pues encapsula a la perfección el victorioso heroísmo kurdo frente a la barbarie de ISIS y seguramente lo conmovería hasta las lágrimas. En ella, una hermosa y joven peshmerga, ataviada con su uniforme de combate,  destruye con la culata de su fusil un espeluznante letrero colocado por ISIS, desde el que esos miserables trogloditas, que son rabiosamente misóginos porque aman la muerte y detestan la vida, indicaban cómo debía cubrirse una mujer antes de salir a la calle.

Sí, confieso que extraño mucho a Hitch y que quisiera seguir leyendo textos inéditos suyos cotidianamente. Y no sólo escritos políticos, sino también sus penetrantes y bellísimos ensayos literarios, pues no hay que olvidar que el tipo era cultísimo y podía hablar de la poesía de Philip Larkin o el vasto universo novelístico de Anthony Powell con la misma gracia y soltura con la que desmenuzaba las intrigas al interior los servicios secretos paquistaníes o exhibía el verdadero rostro de respetados criminales como Henry Kissinger o el de santones canonizados por la ignorancia y la ingenuidad colectiva, como en el caso de la “Madre Teresa” o el mismísimo Gandhi.

Como buen ateo, creo que la muerte es el fin de la existencia y que más allá de ella reina el silencio y la nada. Pero eso es precisamente lo que dota a esta vida de sentido, pues vuelve precioso cada instante irrecuperable. Y es que todo lo auténticamente valioso: la juventud, la belleza, el amor y la vida misma, es efímero. Hitch se fue para siempre hace ya cuatro años, pero quienes lo extrañamos podemos encontrar consuelo recordándolo con afecto y gratitud mientras releemos sus mejores ensayos y bebemos un buen whisky en su honor.

Y también, ¿por qué no?, podríamos esforzarnos por estar a la altura de su legado moral e intelectual: Analizando siempre con ojo crítico y temperamento escéptico la realidad circundante, denunciando, con elegancia pero sin contemplaciones, la falsedad, la hipocresía y la maldad de la que seamos testigos, y disfrutando de los grandes placeres de la vida: la amistad, la literatura, el amor, el conocimiento, el sexo, el alcohol y la buena comida, con la misma curiosa y generosa intensidad con la que él lo hizo hasta que su cuerpo enfermo se lo permitió.

L’chaim, querido Hitch…