Por Bernardo Esquinca:

¿De dónde proviene la inspiración? ¿Existe una fuente de la creatividad que nos proporciona las ideas? ¿Nuestras obsesiones, si somos fieles a ellas, nos retribuyen o terminan condenándonos? Es muy probable que muchas personas, sean artistas o no, se hayan hecho estas preguntas esenciales. Porque, a fin de cuentas, se dedique uno a lo que se dedique, todos llevamos a un pequeño creador dentro.

El dúo que forman los hermanos Ethan y Joel Coen se dio a la tarea de ahondar en dichos cuestionamientos, mediante uno de sus más singulares y potentes filmes: Barton Fink (1991). Una clase de cinta que no se genera muy a menudo. Todo en ella engrana: el guión, las actuaciones, las atmósferas y, sobre todo, las emociones que se encadenan para conducir al espectador por un descenso a los sótanos de la mente humana.

John Turturro encarna al tímido y atormentado Barton Fink, un escritor de obras de teatro de Nueva York en los años cuarenta, que es fichado por Hollywood para escribir una película de luchadores. Lo que en principio podría parecer el despegue de su carrera, se va convirtiendo en una pesadilla literal, donde las paredes de la habitación de su hotel sudan pegamento, y las paredes del pasillo se incendian como antorchas.

Hay muchos niveles de interpretación de este filme. El más obvio pero no por ello menos importante, es la crítica a la Meca del Cine, a sus productores que todo lo que tocan lo convierten en oropel, a los intereses mezquinos y neuróticos de una industria que debe perpetuarse a sí misma mediante la explotación del talento de los artistas, a los que ve como simples obreros.

Pero en otro nivel está la metáfora primordial de esta obra maestra: los procesos de la mente creativa, su viacrucis en busca de las ideas y, principalmente –porque esta es la historia de un escritor– el complejo camino de trasladarlas de la cabeza al papel. Barton Fink teclea y teclea con la resignación de un condenado, mientras el altero de papeles arrugados y desechados desborda el bote de basura.

Pero nuestro héroe no está solo. En su paseo por el infierno hollywoodense tiene un Virgilio: Charlie Meadows (John Goodman), su misterioso y ruidoso vecino de habitación, que puede ser o no un asesino. El contenido de la caja que le entrega al escritor al final de la cinta es uno de los enigmas de la historia del cine, que sigue girando por largo tiempo en la cabeza del público. Como Meadows le advierte a Fink en una de las escenas más impactantes del filme: “¡Te mostraré la vida de la mente!”

Eso es, precisamente, lo que provoca esta película: que la propia mente del espectador se deje incendiar en los segundos previos a la epifanía. Ante el buen cine, todos somos igual que Barton Fink en la escena última de la cinta, contemplando a la muchacha en la playa. Quienes hayan visto la cinta lo entenderán. Quienes no, tienen dos de las mejores horas de su vida por delante.