Make México Great Again?

Por Óscar Gastélum:

“Hay que desconfiar, pues, de quien trata de convencernos con argumentos distintos de la razón, es decir, de los jefes carismáticos: hemos de ser cautos en delegar en otros nuestro juicio y nuestra voluntad: puesto que es difícil distinguir los profetas verdaderos de los falsos, es mejor sospechar de todo profeta; es mejor renunciar a la verdad revelada, por mucho que exalten su simplicidad y esplendor, aunque las hallemos cómodas porque se adquieren gratis. Es mejor conformarte con otras verdades más modestas y menos entusiasmantes, las que se conquistan con mucho trabajo, poco a poco y sin atajos por el estudio, la discusión y el razonamiento, verdades que pueden ser demostradas y verificadas.”

—Primo Levi

Nunca he entendido por qué resulta tan polémico señalar las obvias y múltiples similitudes que existen entre Andrés Manuel López Obrador y Donald Trump. Para mí siempre ha sido muy evidente que los dos se comportan como pésimas caricaturas del típico demagogo bananero latinoamericano. Pero las semejanzas entre ambos personajes cada vez son más claras, profundas y significativas. Para empezar, los dos se ajustan perfectamente al perfil del demagogo populista trazado por Richard Hofstadter, uno de los grandes teóricos del populismo. Ambos se autoproclamaron legítimos representantes del Pueblo bueno y auténtico, y le declararon la guerra a una élite maligna que lo sojuzga (sí, en México existe una oligarquía rapaz, pero López Obrador mete a todo aquel que no comulga con él, es decir a dos tercios del país, en el saco de la “mafia del poder”). Ambos son ideológicamente vaporosos e inclasificables (baste recordar que la alianza encabezada por López Obrador incluye a la ultraderecha evangélica y a la ultraizquierda pronorcoreana del PT). Ambos atizan el resentimiento y lucran con el hartazgo, y aunque son muy buenos expresando reclamos, no saben nada de políticas públicas y son incapaces de diseñar propuestas serias y viables. Esa indigencia intelectual se manifiesta en ideas absurdas que no sólo no resuelven los problemas sino que los empeoran y en fórmulas huecas y efectistas que repiten ad nauseam para hipnotizar a sus hordas de fieles seguidores: «Lock her up», «build that wall», «soy peje pero no lagarto», «la mejor política exterior es la interior», «abrazos no balazos», «hay que barrer de arriba hacia abajo», y un infinito etcétera.

Ambos reniegan del mundo moderno y proponen un regreso a la Edad de Oro, un pasado mítico e idealizado que nunca existió. “Make America great again!” Grita  el energúmeno naranja poseído por la añoranza de una era en la que las mujeres, los homosexuales, los latinos y los negros ocupaban el lugar que les corresponde en la jerarquía social. Mientras que el demagogo tabasqueño no puede ocultar su nostalgia por la autocracia priísta de mediados del siglo pasado, cuando el Señor Presidente regía como soberano sobre un “Pueblo” infantilizado, la antipática “sociedad civil” no andaba de argüendera, y reinaba la unanimidad forzada y el “desarrollo estabilizador” sin libertades políticas. Y por último, sólo para terminar con el perfil populista de Hofstadter, tanto López Obrador como Trump son auténticos analfabetas democráticos que desconocen y desprecian las normas, los valores y las instituciones de la democracia liberal. Los embates de Trump en contra del Poder Judicial y de sus propias agencias de inteligencia ya son incontables. Y apenas el lunes, el demagogo tabasqueño tronó en contra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación con una rabiosa andanada de descalificaciones que el mismísimo energúmeno naranja pudo haber emitido palabra por palabra.

Pero las similitudes entre ambos demagogos van mucho más allá del perfil populista de Hofstadter. Los dos son profundamente intolerantes, detestan a la prensa y descalifican instantáneamente a quien ose criticarlos, acusando a sus detractores de formar parte de la élite maligna antes mencionada, y de actuar motivados por el miedo a perder sus privilegios. Ni Trump ni López Obrador son capaces de concebir que alguien pueda estar honesta y legítimamente en desacuerdo con ellos. Porque para estas mentes paranoicas y autoritarias el disenso siempre será sospechoso, pues están convencidos de que son dueños de la verdad absoluta y de que detrás de las opiniones de sus críticos hay intereses y motivos obscuros e inconfesables. Pero a pesar de que creen que la prensa es su enemiga mortal, ambos se han beneficiado de la sobreexposición a la que los han sometido los medios, que prefieren ganar ratings y clicks difundiendo sus disparates y ocurrencias, que cubrir con seriedad ecuánime una contienda electoral. El energúmeno naranja apabulló mediáticamente a Hillary Clinton a base de despropósitos y trivialidades, y lo mismo está haciendo López Obrador con Anaya. Por si todo lo anterior fuera poco, cada vez es más obvio que tanto Televisa como TV Azteca han decidido rendirse ante el demagogo tabasqueño (¿a cambio de qué?), y se han convertido en versiones mexicanas de Fox News, ayudándolo con una cobertura a modo y montando un cerco informativo alrededor de su rival más cercano.

Los dos demagogos son además narcisistas cuasi patológicos. Ambos están convencidos de que son los redentores que sus atribulados pueblos esperaban y jamás se cansarán de repetir que ellos y sólo ellos son capaces de solucionar los múltiples y complejísimos problemas que asolan a sus respectivas patrias. Trump no puede parar de hablar de sí mismo ni en las circunstancias más solemnes, y todo lo que dice, hace o protagoniza es, según él, lo más FANTÁSTICO, INMENSO y MARAVILLOSO que se haya visto. Pero López Obrador no se queda atrás y ha declarado sin rubor que nació para dirigir la cuarta transformación del país, y que encabeza al movimiento político más grande y entusiasta del universo conocido. Pero además el demagogo pontifica y actúa como si estuviera ciegamente convencido de que en su cuerpo encorvado y prematuramente envejecido habita, no sólo el alma reencarnada de Jesucristo, sino la de Juárez, Morelos, Madero, Cárdenas y el resto de los profetas y los héroes patrios. Uno de los rasgos más perturbadores de su carácter es la satisfacción beatifica, aderezada con un dejo apenas perceptible de soberbia y desprecio, con la que permite que sus futuros súbditos le besen la mano en sus eventos. Sus apologistas alegan que esos son los usos y costumbres del “Pueblo”, pero un auténtico líder democrático jamás se prestaría a esos desplantes de sumisión. Imagínese usted a López Obrador tratando a sus feligreses como ciudadanos adultos y diciéndoles: “Por favor no besen mi mano ni la de ningún político. Yo no vengo aquí a ser adorado sino a comunicarles mis propuestas y a ganarme su confianza”. No, un demagogo como él (o como Trump) jamás sacrificaría su propio ego en el altar de la pedagogía democrática.

Lo que voy a afirmar a continuación va a sonar extraño y hasta contradictorio: Ambos demagogos son grotescamente ostentosos. Sí, Trump se rodea de oro y mármoles preciosos para ostentar la exagerada fortuna que dice poseer, al más puro estilo de Huicho Domínguez o del típico jeque árabe o narcotraficante mexicano. Mientras que López Obrador ostenta todo lo contrario: su pobreza y su humildad. Si Trump es un falso billonario, López Obrador es un falso pobre. Estamos hablando de un tipo que lleva años ganando salarios de alto funcionario, recibiendo cuotas y “contribuciones” jamás transparentadas y percibiendo cientos de millones de pesos como dueño de su propio partido político. Pero a pesar de todo eso se paseó durante años en un “humilde” Tsuru blanco, entregó una declaración “3de3” en la que aseguró no tener propiedad alguna y le abrió las puertas de su vestidor a Javier Alatorre para presumirle un puñado de trajes viejos (porque eso es lo que hizo, presumírselos). Ese ascetismo impostado y ostentoso siempre me ha parecido chocante y preocupante por todo lo que revela de la psique del personaje y de su primitiva visión del mundo. Pero además es un insulto a la inteligencia de los ciudadanos, pues es una farsa tan burda que sólo un subnormal podría tragársela. Una cosa es la “austeridad” (Ernesto Zedillo, por ejemplo, siempre me pareció un hombre austero) y otra muy diferente fingir ser un eremita desposeído que renunció al mundo material para salvar al “Pueblo”.

Y como esas, hay muchísimas otras coincidencias que por cuestiones de espacio no puedo desarrollar: A los dos los apoya la intolerante y peligrosa ultraderecha evangélica. Ambos son chovinistas trasnochados (el energúmeno grita America First a la menor provocación y el demagogo se declaró “Mexicanista”). Los dos son proteccionistas y tienen una visión bastante aldeana de la globalización y el libre comercio. Ambos son pésimos oradores pero por alguna misteriosa razón “conectan” con su público a un nivel visceral. Los dos han prometido limpiar sus respectivos pantanos de corrupción, pero se rodean de alimañas ponzoñosas que han chapoteado en el fango durante décadas. Ambos atizan y lucran con la polarización racial. Ambos creen que debatir es colgarle apodos infantiloides a sus adversarios (“Crooked Hillary”, “Ricky Riquín Canallín”). Los dos han manifestado públicamente su admiración por dictadores y autócratas (López Obrador ha elogiado a Fidel Castro y Trump a todos los autócratas que se le han cruzado en el camino). Y, finalmente, ambos están cobijados por hordas de fanáticos que usan las redes sociales para intimidar y agredir verbalmente a sus críticos, y por voceros sin dignidad, vergüenza o integridad intelectual, siempre dispuestos a declarar que dos más dos son cinco, si eso complace al Licenciado o ayuda a su sacrosanta causa.

Los voceros del demagogo alegarán que hay muchas diferencias entre Trump y su candidato, y es verdad, no escribí este texto para demostrar que son gemelos idénticos sino para denunciar las múltiples, preocupantes y significativas semejanzas entre ambos. Pequemos de ingenuos por un momento y supongamos sin conceder que, a diferencia de Trump, el demagogo tabasqueño realmente tiene las mejores intenciones. Eso no borra la peligrosidad de sus ideas (o de la ausencia de las mismas), de sus rasgos de carácter o de los medios que está dispuesto a usar para llegar al poder y concentrarlo en sus manos. El camino que lleva a la muerte de la democracia a veces está pavimentado de buenas intenciones. Pero lo más importante de todo, es que tanto Trump como López Obrador son protagonistas y beneficiarios directos de esta tenebrosa era iliberal y antidemocrática, en la que los demagogos pululan a sus anchas, vomitan mentiras que viajan a la velocidad del pensamiento a través de las redes sociales, y parecen electoralmente invencibles. Trump ya se benefició de la ira irracional de un sector del electorado norteamericano que decidió sacrificar su democracia y el futuro de sus hijos con tal de vengarse de una élite política imperfecta. Ojalá que en México triunfe la cordura, en primer lugar porque tenemos una alternativa, representada por Anaya, que quizá no sea ideal pero al menos promete un cambio hacia adelante y no una regresión autoritaria. Y en segundo lugar porque nuestras endebles instituciones no son tan fuertes como las norteamericanas y no van a resistir los embates de un demagogo autoritario durante mucho tiempo.