Por Oscar E. Gastélum:
“Every miserable fool who has nothing at all of which he can be proud, adopts as a last resource pride in the nation to which he belongs; he is ready and happy to defend all its faults and follies tooth and nail, thus reimbursing himself for his own inferiority.”
—Arthur Schopenhauer
Hay que decirlo con todas sus letras y sin contemplaciones: El independentismo catalán es el colmo de la banalidad política, un berrinche pueril escenificado por una facción minoritaria pero vociferante y enardecida de un pueblo que tiene la fortuna de habitar en una de las zonas más privilegiadas de la Unión Europea, esa burbuja de prosperidad y libertad sin paralelos. Un conflicto artificial e indignantemente trivial creado e inflado por la histeria narcisista de gente que no tiene problemas reales. Fanáticos que se han convencido a sí mismos de que son víctimas oprimidas de un régimen protofascista y no los ultraprivilegiados habitantes de una región ejemplarmente autónoma en el seno de una democracia, imperfecta como todas y hoy en día gobernada por un partido de derechas infumable, pero moderna e intachable. Baste recordar que España ocupó el lugar 17 en el Democracy Index 2016, un escalón abajo de Reino Unido y por encima de Japón, EEUU y Francia.
Pero el independentismo catalán es además la enésima manifestación de ese populismo chovinista que ha infectado al mundo moderno en los últimos años y que llevó a Gran Bretaña a divorciarse de la Unión Europea, infligiéndose una herida histórica y económica que tardará décadas en sanar, y que elevó a un energúmeno sociópata y fascista a la presidencia de EEUU con consecuencias desastrosas de las que quizá el mundo nunca logre recuperarse del todo. Así es, aunque a los progres que han apoyado irreflexivamente este disparate les duela reconocerlo, el independentismo catalán está ideológica y espiritualmente emparentado con Brexit y Trump. Es por eso que el tirano ruso Vladimir Putin decidió poner todo el poder de sus letrinas propagandísticas al servicio de otro movimiento provinciano y autodestructivo en el corazón de occidente, y le ordenó a sus obedientes y detestables peones, encabezados por Julian Assange y Edward Snowden, promover sin descanso propaganda independentista en las semanas previas al espurio referéndum que, gracias a la torpeza de Rajoy, terminó en un acto de represión injustificable. Y es que nada le conviene más al gran Führer ruso, líder del movimiento fascista y antimoderno global, que seguir debilitando a su aborrecida Europa, balcanizándola.
Pero si el independentismo catalán es una pataleta burguesa, un desplante chovinista semejante al que provocó Brexit y al que encumbró a Trump, un movimiento reaccionario patrocinado por un tirano fascistoide como Putin, un sinsentido histórico que busca levantar nuevas fronteras en el corazón de la Unión Europea (ese entrañable proyecto multinacional y cosmopolita), si todo esto fuera cierto, y lo es, ¿por qué entonces la progresía internacional y especialmente la mexicana se ha puesto del lado de Puigdemont y sus sobrealimentadas y bronceadas huestes? Porque desgraciadamente hace mucho tiempo que buena parte de la izquierda internacional adoptó el nihilismo antioccidental como su ideología de cabecera. Y si la banalidad es el sello característico del independentismo catalán, también lo es de sus fans internacionales. Y es que para esa izquierda banal, nihilista e infantiloide, la independencia de Cataluña es un cóctel Molotov que sueña con hacer estallar en las entrañas de una democracia europea vibrante y plural. El porqué es lo de menos, lo que importa es destruir por destruir, aunque lo que se destruya sea un repositorio de todos los valores que un auténtico demócrata de izquierda debería profesar y defender.
A esto habría que agregar el esquizofrénico resentimiento que la izquierda mexicana siempre ha albergado en contra de la “madre patria” y el hecho de que un gobierno de derecha bastante conservador y antipático ha sido el encargado de enfrentar esta crisis. Pero los valores democráticos se defienden sin importar quién esté en el poder, pues una de las bases de la democracia es aceptar que los rivales políticos tienen derecho a gobernar y seguramente lo harán en algún momento, uno no puede ser demócrata sólo cuando su bando gana. Pero los proindependentistas han tratado de ocultar estos impulsos mezquinos y pueriles detrás de un insulso discurso a favor de la “autodeterminación de los pueblos”, un concepto que nació para impulsar y garantizar la independencia de los países colonizados pero que, como la propia ONU advierte desde la resolución 2625, no debe ser usado como pretexto para amenazar la integridad territorial de democracias legítimas que garantizan los derechos fundamentales de todos sus ciudadanos, como es, sin lugar a dudas, el caso de España.
Habrá quien alegue que, si se trata de respetar valores democráticos, entonces permitir la realización de un referéndum debería ser la alternativa ideal. Pero, para empezar, en estos momentos la constitución española no lo permite, y respetar la ley es un acto tan fundamentalmente democrático como emitir un voto. Además, si algo deberíamos haber aprendido en los últimos años es que el directismo es muy peligroso, pues pone el destino de millones, incluyendo a generaciones futuras, en manos de la veleidosa opinión pública del momento y le abre las puertas de par en par a demagogos, charlatanes y oportunistas, dispuestos a presentar dilemas complejísimos en blanco y negro, una irresponsabilidad imperdonable que puede acarrear consecuencias funestas. También habrá quienes quieran responsabilizar al nacionalismo español por lo que sucede, pero el chovinismo no ha aparecido en la retórica del gobierno (ni de Rajoy ni de Felipe VI), que han preferido apelar a valores democráticos universales para enfrentar la crisis. Es cierto que algunos imbéciles franquistas han aprovechado la coyuntura para manifestarse y aparecer en los noticieros entonando himnos falangistas, pero quien piense que la España moderna tiene algo que ver con esa gentuza está rotundamente equivocado.
Si la progresía nacional e internacional realmente quisiera apoyar a un pueblo que, con toda razón, está buscando su independencia, entonces debería voltear a Medio Oriente, donde el Kurdistán está tratando de nacer pese tener todo en contra. Y es que los valientes y martirizados kurdos son el pueblo más grande del mundo sin un hogar nacional. Treinta millones de personas repartidas en cuatro autocracias sectarias (Irak, Irán, Siria y Turquía), donde tradicionalmente han sido tratados como ciudadanos de segunda y sometidos a represiones salvajes, incluyendo un intento de genocidio con armas químicas ordenado por el chacal sanguinario Saddam Hussein y en el que murieron decenas de miles de civiles inocentes. Por si esto no bastara para despertar nuestra simpatía, los kurdos son un pueblo tradicionalmente aliado de occidente y comprometido con el secularismo (un auténtico milagro en la zona), y sus valerosos guerreros (los peshmerga o “aquellos que ven de frente a la muerte”) han estado en la vanguardia de la lucha contra el Estado Islámico desde el primer momento (de hecho, mientras escribía estas líneas se anunció que una coalición encabezada por peshmergas, incluyendo a varias mujeres guerreras, retomó la ciudad siria de Raqa, excapital del efímero califato de ISIS).
Yo sé que Kirkuk no es tan glamorosa como Barcelona y que ningún futbolista kurdo juega en el “Barça” junto a Messi, pero el tan sobado concepto de “autodeterminación” se acuñó precisamente para amparar a pueblos sojuzgados como el kurdo y no para destruir democracias o legitimar el chovinismo narcisista de burgueses europeos aburridos de sus privilegios.