Por Óscar E. Gastélum:
“Does Political Correctness have a good side? Yes, it does, for it makes us re-examine attitudes, and that is always useful. The trouble is that, with all popular movements, the lunatic fringe so quickly ceases to be a fringe, the tail begins to wag the dog. For every woman or man who is quietly and sensibly using the idea to examine our assumptions, there are 20 rabble-rousers whose real motive is desire for power over others, no less rabble-rousers because they see themselves as anti-racists or feminists or whatever.”
—Doris Lessing
Hace un par de semanas, “More in Common”, una organización internacional fundada en honor a Jo Cox, la parlamentaria británica asesinada por un fanático de ultraderecha durante la campaña que desembocó en Brexit, publicó un reporte titulado “Hidden Tribes: A Study of America’s Polarized Landscape”, resultado de un ambicioso proyecto diseñado para entender mejor el complejo y ultrapolarizado panorama político que llevó a Donald Trump a la presidencia de EEUU. El estudio, basado en una encuesta nacional representativa, horas y horas de entrevistas y un puñado de “focus groups” realizados a lo largo de más de un año, arrojó una auténtica radiografía ideológica de nuestros vecinos del norte.
Contrario a lo que podría pensarse, gracias al maniqueísmo que caracteriza a los debates cotidianos en redes sociales y medios masivos, los norteamericanos no están divididos en dos campos claramente delimitados y en guerra perpetua, sino en siete grupos ideológicos bautizados de la siguiente manera por los académicos que encabezaron el estudio: activistas progresistas, liberales tradicionales, liberales pasivos, indiferentes, moderados, conservadores tradicionales y conservadores comprometidos. Y aunque parezca mentira, los grupos ubicados en los dos extremos de ese espectro político son los principales responsables de atizar esa polarización que hizo posible el ascenso de un demagogo fascistoide como Trump a la presidencia, y que ha degradado el debate público envenenando la atmósfera política hasta hacerla irrespirable.
Todo esto a pesar de que los “activistas progresistas” (los extremistas de izquierda) representan apenas el 8% de la población y los “conservadores comprometidos” (la extrema derecha) tan solo el 6%. ¿Cómo es posible que estas minorías raquíticas ejerzan una influencia tan nociva sobre el tejido social norteamericano? Muy fácil, esos son los grupos más ricos y blancos del espectro. Ese dato es tan revelador e indignante que inspiró al editorialista del New York Times David Brooks a redactar una columna titulada: “La Guerra Civil de los Millonarios Blancos”. Y en medio del fuego cruzado de esa “guerra civil” está lo que los autores del estudio bautizaron magistralmente como “la mayoría exhausta”, es decir, el 86% restante de la población que, gracias a la perversa dinámica generada por la influencia económica, mediática, política y cultural de los extremistas, en cada elección y en cada polémica se ve obligada a escoger entre uno u otro bando de fanáticos.
Pero una de las revelaciones más interesantes y gratas del estudio es la que me confirmó algo que siempre había sospechado: que la “mayoría exhausta” detesta la corrección política, ese puritanismo intolerante y mojigato que exige someter a juicio sumario a todo aquel que haga un mal chiste, use un pronombre equivocado al hablar de una persona transgénero o cuestione los dogmas de la izquierda posmoderna. Esa cultura malsana que está socavando la democracia liberal alrededor del mundo, y que ha infectado de miedo la intimidad, la convivencia cotidiana y el debate público a base de linchamientos virtuales y cacerías de brujas ejecutados por turbas rabiosas, santurronas y “ofendidas”. Esa superstición ideológica que embriaga a sus creyentes de amargura, resentimiento y victimismo, y parece obstinada en arruinar todo lo bueno de la vida, desde las relaciones íntimas y los clásicos de la literatura universal, hasta programas de televisión como Friends o The Simpsons, pasando por las fiestas de Halloween y las canciones de Mecano.
Sí, el 80% de los norteamericanos, nada más y nada menos, detesta la corrección política. “Pero seguramente la mayoría de los detractores son señores que deben sentarse, totalmente rebasados por la nueva realidad. Porque este es un movimiento fresco y juvenil”, dirán nuestros beatos correctitos al leer esa cifra. Siento mucho tener que sacarlos de su error, pero la evidencia demuestra que el 74% de los jóvenes de entre 24 y 29 años detestan la corrección política y esa cifra se eleva a 79% en los menores de 24. Así que no, este no es un avance civilizatorio generacional sino una moda ideológica antiliberal. Y sus ideólogos y defensores no son la vanguardia encarnada sino descendientes de una añeja tradición autoritaria que lleva siglos combatiendo en contra de los valores de la Ilustración. Vino viejo en odres nuevos.
“Entonces esto debe ser producto del maligno privilegio blanco”, dirán a continuación los nuevos inquisidores (ellos sí, blanquísimos y ultraprivilegiados), “pues las minorías étnicas seguramente aman la corrección política, después de todo la inventamos para defenderlos”. Otra vez, no podrían estar más equivocados. Y es que la frialdad de los números es contundente: el 88% de los nativos americanos, el 87% de los hispanos, el 82% de los asiáticos y el 75% de los afroamericanos detesta la corrección política, junto con el 79% de los blancos. Y es que previsiblemente, a la inmensa mayoría de la gente no le gusta ser enclaustrada en burbujas identitarias, y mucho menos ser presentada ante el mundo como una víctima perpetua.
“¡Entonces los malvados gringos son racistas!”. De nuevo, NO. Pues mientras el 80% de los encuestados proclamó su desprecio por la corrección política, el 82% declaró estar en contra del discurso de odio y el racismo. Así pues, la mayoría exhausta quiere combatir el racismo y la discriminación pero no a base de intolerancia, linchamientos virtuales, cacerías de brujas, pánicos morales y censura. Parece que lo que el pueblo norteamericano quiere es luchar en contra del odio y el prejuicio apelando a nuestra común humanidad, como hicieron Martin Luther King y otros líderes de la lucha por los derechos civiles, y no dividiendo al mundo en buenos y malos (víctimas y victimarios), y en grupos identitarios irreconciliables, eternamente trenzados en una lucha de poder. Sí, estos datos parecen confirmar las conclusiones que Jonathan Haidt y Greg Lukianoff publicaron en “The Coddling of the American Mind”, el extraordinario libro que reseñé aquí hace un par de semanas.
Ojalá que el Partido Demócrata entienda a tiempo que, al dejarse chantajear por los vociferantes e influyentes activistas de la corrección política, está apelando a una minoría microscópica del electorado, alienando a la mayoría exhausta y garantizando la reelección de Trump. Y es que jugar la carta identitaria desde la izquierda es un auténtico suicidio, pues nadie domina ese perverso juego como la ultraderecha. El energúmeno naranja, los demagogos fascistas que han emergido como hongos por todo el continente europeo, y ahora Bolsonaro, son la prueba irrefutable de lo que digo. Y de paso sería muy bueno que la izquierda democrática mexicana (o lo que queda de ella), tan propensa a copiar modas intelectuales importadas desde el norte, aprenda esa misma lección, pues la minoría que practica y simpatiza con la corrección política en México debe ser incluso más enclenque que en EEUU. Y si el demagogo tabasqueño hunde al país en un abismo (algo cada día más probable), serán los zopilotes de la ultraderecha los que planeen sobre el cadáver putrefacto de la “cuarta transformación”…