Los pueblosbueno

Por Bvlxp:

Para todo tenemos un mote, una forma divertida de llamarle a los peores vicios, de hacer jocoso lo ominoso, de deslavar lo terrible y quitarle su gravedad y sus consecuencias. Así, a un régimen autoritario, clientelar, militarista, antidemocrático y muchas otras etcéteras, entre risa y risa le decimos Cuarta Transformación; al robo de combustible, la extorsión y el asesinato le decimos huachicoleo, reviviendo un término del español antiguo, dándole grávitas y misterio a la práctica que está socavando al Estado Mexicano y terminando con el tejido social.

-¡Ayúdame, wey, me muero!

-¡Ruédate en el pasto! ¡Date vuelta, date vuelta!

-¡Tíralo al piso!

Eso se escucha entre la oscuridad y los matorrales de Tlahuelilpan apenas iluminados por el infierno que arde al fondo. No se ve quién grita y suplica ayuda, tampoco a quiénes le dan unas indiferentes instrucciones al hombre cuya vida se consume entre las llamas a un par de metros de distancia. Mientras tanto, la imagen del celular es fija, no lo apunta, no se inmuta, sigue a las pequeñas llamas que a la distancia se desprenden de la llamarada mayor, en realidad seres humanos que corren convertidos en su propio infierno, vidas en sus últimos dolorosos instantes.

Eso pasó una noche en Hidalgo consecuencia de la sociedad en que nos hemos convertido. Es importante saber quiénes somos ahora, qué tipo de cosas nos pasan, qué tipo de consecuencias nos provocamos, cómo reaccionamos ante ellas, cómo las nombramos y cómo las procesamos para poder entenderlas y, un buen día, desterrarlas de nuestra cotidianidad. Sabemos que ese día había cientos de personas que habían convertido del robo de gasolina un carnaval. La gente bailaba, reía y bromeaba al lado de un ducto perforado del Estado Mexicano del que salían miles de pesos por segundo. Esto hasta que llegó una chispa que arrasó con todo y con todos. Para entender qué pasó con Tlahuelilpan necesitamos remar a contracorriente de la ineptitud y la opacidad gubernamental, de las redes de poder que encubren a las mafias huachicoleras y de la corrección política: todos enemigos de la democracia y del Estado de Derecho.

La corrección política, esa enfermedad moderna que no se atreve a nombrar las cosas como son y que para todo tiene una hipérbole que cubre a lo que sea con el velo de la aceptabilidad, la falsa compasión, la falsa empatía, la falsedad a secas, nos ha prohibido decir lo que sucedió la noche en que Tlahuelilpan ardió. No podemos siquiera insinuar que los cientos de personas que estaban ese día a pie del ducto perforado estaban beneficiándose del robo, que son los mismos que cobijan al crimen organizado y gozan de los efectos económicos de la actividad ilícita del robo de combustible (eufemísticamente llamado su “cobjio social”), murieron como resultado de su participación en un crimen cuyas ramificaciones están destruyendo a nuestra sociedad. Los progres nos han prohibido decir que el resultado (morir quemados) es consecuencia de su acción (robar gasolina) por miedo a que alguien concluya que se lo merecían. Es mejor decir que no estaban robando sino que estaban en estado de necesidad, para que así puedan pasar a ser víctimas de la mano invisible del capitalismo que hoy en día sirve para exculparlo y explicar todo lo que le sale mal al nuevo régimen, que es bastante. En cuanto los criminales (personas que realicen una actividad ilícita) se convierten en víctimas, la muerte los cubre con un halo de santidad y son dignos de indulgencia y del lugar común que nadie nunca merece la muerte. En ese tránsito, la verdad queda sepultada.

Desde el gobierno nos dicen que los muertos de Tlahuelilpan realmente no son culpables sino víctimas. Víctimas de algo llamado neoliberalismo, el chivo expiatorio preferido de este ya largo sexenio que apenas comienza.  A esas personas que bailaban entre un borbotón interminable de gasolina, que hacían filas kilométricas para robar unos litros de combustible, que solapan, cobijan y sirven a sus verdugos, que les compran gasolina robada y se alquilan de halcones, no debemos tocarlos con el menor señalamiento de culpabilidad ni achacarles responsabilidad alguna. El sentimiento de culpa mexicano siempre le ha quitado autonomía al pobre, quien por fuerza es víctima y es bueno. Me pregunto entonces dónde quedan millones de otros pobres o personas en situaciones económicas difíciles que escogen caminos dignos para remontar su situación: emprender un pequeño negocio, estudiar, conseguir becas, trabajar. En el mundo en que los que roban gasolina y de ello se benefician son unos santos, a las personas pobres pero honestas no les queda sino la etiqueta de pendejos.

Semanas después de Tlahuelilpan, no dejo de pensar en ese pueblobueno que no soltó su celular mientras alguien ardía en llamas a unos metros de él, al que no le temblaba la voz ni la mano, al que le importó más el registro de las llamas que auxiliar a un vecino cuya vida se terminaba ante sus ojos. Tlahuelilpan es un retrato fiel de la descomposición de México en todos los sentidos.

-Pinche loco hijo de su puta madre le echó lumbre.

Hay una dimensión del crimen de Tlahuelilpan de la que se ha hablado poco y la cual no habrá de ser investigada por un gobierno que dice querer acabar con la impunidad y la corrupción, pero que perdona todos los delitos según le convenga: la posibilidad de que la explosión de Tlahuelilpan no haya sido consecuencia de una chispa desafortunada sino de un acto deliberado, de algún huachicolero que decidió divertirse con un encendedor o castigar a quienes se beneficiaban de un delito que no venía de su mano ni de su gracia. Es escalofriante la posibilidad de que “la tragedia” no haya sido tal sino un acto deliberado de castigo, de una venganza, o de un acto de ligereza por quienes han encontrado que cuanto más desprecien la vida más ricos se hacen.

¿Qué fue, pues, la chispa de Tlahuelilpan, quiénes son sus muertos y quiénes sus verdaderas víctimas? Misterios de este México que ya no sabe ni quién es ni qué quiere.