Los pecados de la sociedad

Por Alejandro Rosas.

 

La sociedad mexicana ha sido tradicionalmente veleidosa y comodina. Los grandes movimientos sociales de nuestra historia -como generalmente son definidas la independencia, la reforma y la revolución- tuvieron un impacto real sobre toda la población pero en ellos sólo se involucró una pequeña porción de la sociedad. Más que protagonista, la sociedad se encuentra a gusto desde las gradas del espectador.

El comportamiento de las mayorías en México no es una excepción; la historia del Mundo se ha desarrollado a través del liderazgo de minorías rectoras a las cuales se suma una parte de la sociedad; la diferencia radica en que una vez alcanzados los objetivos señalados por los líderes, el grueso de la sociedad se involucra con la gran transformación, asume la necesidad del cambio, lo impulsa, lo alienta, lo vigila y participa.

En México suele ocurrir lo contrario; una vez que sobreviene el cambio, el ánimo transformador que impulsó a la sociedad vuelve a un primitivo e irritante estado letárgico, esperando que el hombre providencial se encargue del resto.

Cuando Porfirio Díaz asumió la presidencia en 1876, el caudillo tomó las riendas de un país conformado por una sociedad mayoritariamente rural, iletrada, sin educación, analfabeta y además dividida. Nunca concibió a los mexicanos capaces de conducir su propio destino, ni siquiera vio en ellos atisbos de madurez cívica ni de conciencia política como para considerar que la democracia podría acompañar el anhelado progreso material.

“Yo recibí el mando de un ejército victorioso –dijo Díaz en 1908 frente al periodista Creelman-, en una época en que el pueblo se hallaba dividido y sin preparación para el ejercicio de los principios de un gobierno democrático. Confiar en las masas toda la responsabilidad del gobierno hubiera traído consecuencias desastrosas que hubieran producido el descrédito de la causa del gobierno libre”.

Frente al cambio que significó la llegada de Díaz al poder –acompañado con un relevo generacional en la clase política-, la sociedad mexicana procedió con pragmatismo y aceptó voluntariamente los métodos utilizados por el régimen para garantizar la paz, la estabilidad y el progreso –muchos de los cuales no estaban contemplados en la ley o se realizaban al margen de ella-.

En cuanto echó raíces la pax porfiriana y el régimen comenzó a dar resultados tangibles: seguridad pública, estabilidad política, crecimiento económico y progreso material, la sociedad en su conjunto terminó por entregarle voluntariamente la potestad sobre sus derechos políticos y libertades públicas, en un proceso paulatino, sutil, casi imperceptible, pero que a la vuelta de los años había generado una serie de contradicciones sociales irreversibles que llevaron a la República a la insurrección.

La sociedad que emergió de la revolución mexicana siguió un camino similar al de la generación anterior. Desde 1940, la sociedad en general se rindió al “canto de la sirenas” de la paz social, de la estabilidad, del crecimiento económico, de las obras públicas anunciadas entre bombos y platillos, de la industrialización, de la educación gratuita, de la seguridad social -logros nada despreciables para un país que dejaba atrás el caos pero que estaban cimentados sobre un entramado de autoritarismo, impunidad y corrupción cada vez mayor, construido por el régimen surgido de la revolución.

Durante el siglo pasado, la sociedad mexicana legitimó al sistema al participar de la ficción democrática y asimiló todos los vicios de la cultura política –presentes en la actualidad- para hacerlos parte de la vida cotidiana en la vecindad, en el barrio, en la colonia, en el fraccionamiento, en el condominio, en el pueblo; del ámbito local al ámbito nacional.

De ese modo, la sociedad le abrió espacio a la simulación, a la corrupción dentro de la esfera pública y privada; a la indolencia ante la represión ejercida por el régimen sobre movimientos ciudadanos que exigían el respeto de sus derechos; indiferencia frente a la vida política; al individualismo feroz que creó la subcultura del agandalle; a la posibilidad de violar la ley sin consecuencias; a la mediocridad, a la intolerancia; a la frustración. La sociedad era reflejo del sistema, su conciencia estaba construida a su imagen y semejanza.

La sociedad se ha transformado cualitativamente y a un ritmo más acelerado que la clase política. Ha sido artífice de la transición pero es ambivalente e inconsistente. Se compromete con las grandes causas nacionales pero a nivel particular, continúa arrastrando los vicios que marcaron a las generaciones anteriores.

La sociedad sale a depositar su voto, pero a nivel personal, el mexicano se estaciona en doble fila; se manifiesta junto con decenas de miles protestando contra la inseguridad pero al hacer un trámite ofrece mordida; defiende su voto pero tira la basura en la calle sin empacho; firma desplegados contra las injusticias pero invade los carriles confinados; se solidariza con las víctimas de algún desastre natural pero deja de pagar el mantenimiento del condominio; le regala una moneda al indigente pero no paga el seguro social de sus trabajadores; se indigna ante el generoso aguinaldo que se otorgan los diputados pero compra en la piratería; se siente orgulloso de ser mexicano pero evade impuestos; acepta el redondeo por la educación pero no se comporta con civilidad y urbanidad en la vida cotidiana; se compromete como funcionario de casilla pero se queda a mitad de un crucero cuando no tenía oportunidad de llegar a la otra esquina; se ofende con el trato a los indígenas pero humilla al mesero; promueve la ecología pero desperdicia el agua; aporta para el Teletón, pero no le paga a tiempo a sus empleados; critica el dispendio del gobierno pero no respeta el tiempo de los demás; pide que se denuncie al delincuente menor pero se codea como socialité junto a políticos y empresarios corruptos enriquecidos a costa de prebendas e impunidad. La máxima parece ser: ¡Que se jodan los otros, no yo!

Parecen nimiedades; pequeñeces de la vida cotidiana, pero en ellos se manifiesta la falta de civilidad y de civismo que impiden una transformación completa y definitiva de la mentalidad del mexicano.