Por Óscar E. Gastélum:

 

«Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos?
Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos.
No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos.
Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego.
Así que, por sus frutos los conoceréis.»
— Mateo 7:16-20

 

 

A menos de dos semanas de la histórica elección presidencial que se cierne sobre nosotros, un escándalo de corrupción estalló en el corazón de la secta dirigida con mano de hierro por Andrés Manuel López Obrador, exponiendo al demagogo, frente a los ojos de sus potenciales votantes, como el farsante que siempre ha sido. Y es que dicho escándalo sirvió para revelar, aunque sea parcialmente, el verdadero rostro detrás de la máscara de probidad que López Obrador ha usado para seducir votantes a lo largo de los casi tres lustros que ha durado su eterna campaña presidencial. Pero este grotesco sainete también le ofreció a los ciudadanos auténticos de este país, es decir: a aquellos que votan racionalmente y no motivados por el fanatismo ciego, la invaluable oportunidad de reconsiderar su voto a la luz de los acontecimientos, o de persistir en su decisión a pesar de los pesares.

La principal protagonista de esta bochornosa comedia de enredos es una polémica figura que ha sido muy cercana al demagogo tabasqueño desde hace varios años. Me refiero a la senadora, y flamante candidata a la alcaldía de Álvaro Obregón, Layda Sansores, quien además es hija del mítico “Negro” Sansores, quien fuera Gobernador y todopoderoso cacique de Campeche y después presidente del PRI durante el sexenio de López Portillo. Aunque usted no lo crea, la carrera política de Layda despegó gracias a que su padre le pidió personalmente a Carlos Salinas de Gortari que la apadrinara, cosa que el siniestro expresidente hizo con gusto. Sí, parece mentira, pero toda la carrera política de la senadora ha dependido de dos hombres de nombres impronunciables y que además, supuestamente, son enemigos mortales: “El Innombrable” y “ya sabes quién”.

Layda siempre se ha caracterizado por su estilo pendenciero y sus extravagantes looks, pero en esta ocasión su reputación se vio mancillada por algo muchísimo más serio. Y es que una investigación de Televisa reveló que la senadora gastó más de setecientos mil pesos de dinero público en nimiedades injustificables como maquillaje, pasta dental, conchas sin azúcar o tinte para el cabello; y en frivolidades obscenas como bacalao noruego, una silla Luis XV de terciopelo plateado, una cafetera de más de treinta mil pesos, una muñeca de casi cinco mil y en el colmo de la banalidad, la inconsciencia y el mal gusto, la senadora del heroico PT (ese partiducho maoísta y juchista que perdió su registro en la última elección pero que volvió de entre los muertos gracias a nuestras generosas autoridades electorales) invirtió más de veintidós mil pesos en un macabro vestido de diseñador con el rostro de los cuarenta y tres estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos.

Obviamente, ante semejantes revelaciones, la reacción de la opinión pública no se hizo esperar y osciló entre la incredulidad, la mofa y la indignación, y las redes sociales hirvieron inmediatamente en memes y mensajes sarcásticos, mediante los cuales la ciudadanía trató de encauzar su ira y su hartazgo a través de la ironía y el humor negro. En cualquier país civilizado una revelación de esa magnitud le habría costado su carrera política, pero la senadora Sansores hizo lo que todo servidor público mexicano descubierto infraganti con las manos en el presupuesto suele hacer en estos casos: negarlo todo. Y haciendo acopio de una dosis sobrehumana de cinismo se declaró víctima de un tenebroso complot, alegando que aquellos gastos suntuarios se habían invertido en agasajar a los humildes trabajadores del Senado a través de rifas y fiestas decembrinas, y que su único pecado consistía en ser una luchadora incansable en contra de la injusticia, siempre preocupada por los más pobres. La gente, desde luego, no se tragó el cuento de Layda la justiciera perseguida, y redobló las burlas y las condenas en su contra en las redes sociales.

A estas alturas de su eterna campaña presidencial, todos sabemos que López Obrador ha convertido a la corrupción en su fetiche personal, transformando retóricamente ese lacerante y primitivo vicio en la madre de todos los males que nos aquejan; su obsesión es tan absurda, que cada vez que que se le pregunta cómo piensa enfrentar o resolver un problema, sin importar si se trata de la inseguridad o de la relación con el energúmeno naranja que habita en la Casa Blanca, el demagogo responde con la misma cansina, hueca y predecible cantaleta: “acabando con la corrupción”. Es por eso que el escándalo protagonizado por Layda Sansores era una oportunidad inmejorable para que le demostrara al electorado que su repetitivo discurso contra la corrupción no es una farsa ni una pose propagandística.

Pero López Obrador nació para desperdiciar oportunidades  y quizá por eso ni él ni ningún otro miembro de la secta sobre la que ejerce un control absoluto se dignaron a manifestarse en contra de los desvergonzados gastos de Sansores. Todo lo contrario, pues como buena familia mafiosa se apresuraron a tender un manto de protección sobre su corrupta correligionaria. Claudia Sheinbaum acudió a un evento en compañía de Sansores un día después de que estalló el escándalo y tildó de “infamias” las acusaciones perfectamente documentadas en su contra (Gracias a ese desplante de solidaridad gangsteril he decidido no votar por Sheinbaum en la CDMX). Ese mismo día, Irma Sandoval, la mujer a la que el demagogo eligió como su Secretaria de la Función Pública (nada más y nada menos), demostró su madera de “Virgilia Andrade” expresándole pública e impúdicamente su “apoyo y solidaridad” a Layda. Y finalmente, el mismísimo demagogo salió en defensa de su fiel discípula, atribuyéndole las denuncias en su contra a (¿quién más?) la MAFIA DEL PODER y la GUERRA SUCIA…

A pesar de que López Obrador lleva un par de décadas fingiendo creer que la lucha contra la corrupción es una panacea que solucionará todos los problemas del país como por arte de magia, jamás ha explicado detalladamente cómo es que piensa erradicarla. Y cada vez que un periodista o un rival insiste en el tema, el demagogo repite las mismas fórmulas huecas de siempre: la corrupción desaparecerá gracias a su inmaculado ejemplo y a que barrerá unas escaleras imaginarias de arriba hacia abajo. Pero esta campaña nos dejó una lección muy valiosa: la verdadera obsesión del demagogo no es luchar en contra de la corrupción sino sentarse en la Silla Presidencial. Y para lograrlo es capaz de cualquier cosa, hasta de traicionar el que supuestamente es el más sagrado de sus ideales. Por eso decidió pactar con Enrique Peña Nieto y su pandilla de ladrones (que incluye, no lo olvidemos, a Rosario Robles, Emilio Lozoya y José Antonio Meade) , garantizándoles impunidad a cambio de que el Presidente más corrupto de las últimas décadas le facilitara su ascenso al poder. Y por eso fundó Morena y la transformó en una secta mafiosa en la que reina la “omertà” siciliana, un nuevo pacto de impunidad al más puro estilo priista.

Así pues, el mismo demagogo santurrón que habla de combatir la corrupción hasta cuando le preguntan por el clima, ha renunciado a llevar ante la justicia a los corruptos que hoy están en el poder, y ya demostró que no va a tocar ni con el pétalo de una crítica a los corruptos que sean parte de su secta. Reduciendo significativamente el universo de ladrones a los que sí enfrentará con su escoba justiciera. Como señalé la semana pasada, cada vez es más obvio que la “cuarta transformación” que promete López Obrador en realidad consiste en restaurar la autocracia priista de mediados del siglo pasado. La cínica tranquilidad con la que Layda Sansores, sin siquiera pedir una disculpa, se sacudió el escándalo y, arropada por su tribu política, continuó como si nada hubiera pasado con su vida y su candidatura, confirmó más allá de toda duda mi teoría de que lo que nos espera con el demagogo como Presidente es pejepardismo puro, un régimen autoritario y corrupto que fingirá un cambio para que todo siga exactamente igual o peor.

Pero el electorado mexicano ya no tiene pretexto, gracias al Laydagate el demagogo tabasqueño exhibió su verdadero rostro semanas antes de la elección, ofreciéndoles la invaluable oportunidad de reconsiderar su voto. Quien se obstine en encumbrarlo no tendrá derecho a la decepción ni podrá alegar que no sabía lo que le esperaba…