La Malinche C’est Moi

Por Oscar E. Gastélum:

“El patriotismo es la virtud de los depravados”.

Oscar Wilde

El pasado domingo se entregaron los premios Oscar y Alejandro González Iñárritu volvió a ganar, por segundo año consecutivo, el premio al mejor director por “The Revenant”. Jamás he ocultado mi profundo desagrado por el personaje y su cine ridículamente pretencioso y súbita y misteriosamente apreciado por los veleidosos miembros de la Academia. Esos que, para poner las cosas en perspectiva, jamás le dieron un Oscar de “mejor director” a Tarkovsky, Kubrick, Visconti, Bergman, Fellini, Kurosawa, Orson Welles, Buñuel y un larguísimo etcétera de auténticos maestros del séptimo arte.

Pero lo que me motivó a redactar esta columna es que cada vez que expreso mi opinión sobre Iñárritu y su paupérrima y tediosa obra, me llueven acusaciones de “malinchismo”, esa extraña tendencia que tienen algunos mexicanos a preferir irreflexivamente lo extranjero sobre lo orgullosamente nacional. Supongo que quienes lanzan automáticamente esa acusación en contra de los detractores del “Negro” son sus incondicionales, quienes, intuyo, veneran a su ídolo, primero y antes que nada, por ser mexicano, un motivo de admiración que me parece francamente imbécil e incomprensible, pues pocas cosas le son más ajenas a un auténtico amante del arte que las fronteras y las banderas.

En mi caso personal, la profunda y pública admiración que siento por Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro o Emmanuel Lubezki, artistas cabales que, hasta donde sé, nacieron en México, demuestra que mi “malinchismo” es indescifrablemente selectivo. Y mi acendrada animadversión por Lars von Trier, ese otro gran charlatán del cine contemporáneo, quien por cierto tiene mucho en común con González Iñárritu, empezando por una carencia absoluta de sentido del humor y una visión del mundo lúgubremente simplista, es prueba fehaciente de que mis sinceras antipatías cinematográficas no conocen fronteras.

No dudo que existan tarados que prefieran una tostada húmeda de Taco Bell a unos buenos tacos al pastor para sentirse superiores o diferentes optando por lo extranjero. Pero el término “malinchista” no suele usarse para describirlos o ridiculizarlos a ellos sino para descalificar la disidencia o la crítica razonada en contra de vacas sagradas envueltas en el lábaro patrio, dogmas chovinistas o vicios indefendibles que solo benefician al puñado de cretinos que fungen como dueños de este país y que, casualmente, suelen pagar los generosos salarios de esos celosos guardianes del honor nacional que son los gallardos cazadores de depravados “malinchistas”.

Pues que me perdonen esos apasionados amantes de la Patria, pero a mí Doña Marina, mejor conocida como “La Malinche”, me parece uno de los personajes más interesantes y admirables de la historia nacional. Una mujer brillante que, tras ser regalada como objeto por los suyos, aprendió la lengua de los conquistadores y logró “empoderarse”, muchos siglos antes de que las feministas pusieran de moda ese horroroso vocablo. Y la infamante transformación de su nombre en un neologismo sinónimo de deslealtad es la venganza impotente de un pueblo inseguro y acomplejado que trata de equiparar la rebelión del individuo libre y autónomo contra los dogmas y valores de la tribu, con la traición. Un chantaje barato y mezquino en el que no pienso caer nunca.

Pero La Malinche no es única, y siempre me han fascinado esos personajes que lograron elegir su destino y lealtades libremente, practicando una versión ilustrada del patriotismo, más asociada a un proyecto y a unos valores afines a los propios, que a la fatalidad de la geografía y de la sangre. Pienso en Gonzalo Guerrero, aquel marino español que, caminando por la acera contraria a la que transitó La Malinche, terminó convertido en un feroz guerrero maya, inclemente cazador de conquistadores. O en el bárbaro Droctulft, protagonista de un hermoso cuento de Borges, que en lugar de destruir la hermosa ciudad de Ravena murió peleando por Roma.

No, no detesto el cine de González Iñárritu porque su creador sea mexicano, sino porque es una pésima parodia, rayana en el plagio, de auténticas obras maestras. El producto de un ego delirante que aspira terca e infructuosamente a crear alta cultura. Un potaje indigerible de solemnidad hierática, superficialidad intelectual, guiones flojos, diálogos exasperantes, esnobismo pueril y risibles ínfulas de autor, empaquetado y comercializado por una maquinaria publicitaria aplastante y capaz de convencer a los incautos de que el mediocre “Negro” se transformó en un genio de la noche a la mañana al despojarse de su primer apellido, y realmente está a la altura de verdaderos titanes como George Miller o Richard Linklater.

Así que, si para demostrar mi lealtad a esta tribu corrupta, primitiva y violenta tengo que elogiar el inexistente traje nuevo del emperador González Iñárritu, lo siento mucho, compatriotas, pero no cuenten conmigo. La Malinche c’est moi…