La inobjetabilidad de lo bueno

Por @Bvlxp:

Qué bonito es el mundo cuando se ajusta a nuestros caprichos. Qué frustrante es cuando la ley y los otros impiden mi cruzada por ser bueno, por levantarme por encima del pantano de todas las cosas horribles que veo a mi alrededor y gritar que yo soy mejor que los demás, que soy 70% empatía y 30% de lo demás que haga falta. El infierno son los otros; si no existieran sería yo y el mundo a mi entera imagen y semejanza.

Sucede que Cinépolis Campeche colocó un aviso informando al respetable  público que no vendería boletos a personas acompañadas por niños menores de tres años. Como si se hubiera prohibido la entrada también a personas menores de tres años mentales, la cascada de lágrimas buenitas en Internet no se hizo esperar. Y es que en el universo de los traumaditos, pocas cosas existen tan inobjetables como los niños; los niños tienen derecho a todo y las necesidades de las personas con hijos (especialmente si son de las llamadas madres solteras) están por encima de cualquier consideración y el que se atreva a afirmar lo contario es un monstruo.

Como siempre sucede, para cada indignación hay una respuesta lógica a las que por supuesto las bondadosas almas del Internet son refractarias. El Artículo 67 del Reglamento de Espectáculos Públicos del Municipio de Campeche es el que prohíbe la entrada a menores de tres años a espectáculos teatrales y cinematográficos, y no es cosa de que Cinépolis sea un canalla come-niños. Las razones detrás de la prohibición legal obedecen a la obligación del Estado de cuidar a los niños de sus propios padres irresponsables. El nivel de los decibeles alcanzados en estos espectáculos puede dañar el oído de los infantes. Entonces, uno ya no sabe si los niños en los cines lloran porque el volumen les resulta insoportable o porque la suerte les haya repartido a semejantes padres.

Pero más allá de la prohibición legal (de paso, uno se pregunta por qué esta prohibición no está ampliamente extendida en el país), vale la pena una vez más adentrarse a las procelosas aguas de lo políticamente correcto, emprender un safari por la mente de quienes están plantados en el espectro ideológico sustentado por una falsa idea de la inclusión, partiendo de la cual buscan cimentar sus argumentos en la inobjetabilidad de lo aparentemente bueno y empático. Al final de cuentas, un niño es un niño, y no tiene la culpa de nada; en efecto, los niños sujetos de esta prohibición legal viven en la nebulosa de la pre-conciencia. No hay modo de que uno los culpe de nada. Los infantes en esa etapa de desarrollo están a merced de sus padres y de la sociedad en la que viven. Entendiblemente, son sujetos de empatía, consideración y de protección especial por el sistema jurídico, y por ello no deberíamos permitir que sean botín político en las guerras culturales.

La fauna enardecida del buenismo usa el argumento de la inclusión y la idea de la comunidad como panaceas, buscando que sus entelequias sean aceptadas por todos a rajatabla en aras del ideal, no de la convivencia, sino de lo bueno, enarbolando la idea de “comunidad” como un argumento indebatible. Su universo mental es estilo Montessori y en él todos debemos ser amigos y los intereses de todos no necesitan ser normados para propiciar la convivencia entre seres con intereses y necesidades distintos.

Pero resulta que, digan lo que digan las almas puras, vivir en comunidad no es soportar la mierda de los demás. Vivo en comunidad, entonces debo soportar que mi vecino haga fiestas todos los días y si no me gusta debo cambiarme de edificio; vivo en comunidad, entonces debo soportar que la gente lleve sus perros al restaurante y si no me gusta pues debo quedarme en casa a comer. Vivir en comunidad es todo lo contrario; vivir en comunidad te obliga a ejercer la empatía, la tolerancia y la paciencia, sí, pero entendiendo que los otros no tienen por qué pagar el costo de mis necesidades y que cuando pretendo hacer valer mis necesidades por encima de las de los demás, es cuando interviene el Estado para regular la convivencia social y evitar que, en el peor de los casos, se desborde la violencia. Vivir en comunidad es entender que, aunque yo me sienta moralmente superior por tener hijos, la gente no tiene por qué soportar un niño llorando en un espacio que no es propicio para niños; que puedo tener muchas ganas de festejar mi cumpleaños, pero que no se vale llevar a La Arrolladora Banda El Limón a mi departamento para animar mi fiesta; que mis perros pueden no ser agradables en un restaurante incluso para la gente que ama a los perros; que el ruido del escape de mi moto puede encantarme, pero que los demás no tienen por qué pagar el costo de la virilidad que compenso con el escándalo.

El problema del buenismo es que enarbola preceptos morales ad hominem, pretendiendo que sean irrebatibles, dictums que funcionan de ida pero no de vuelta y que, bien vistos, llevarían a extremos absurdos y a todas luces indeseables como que las películas no deberían ser clasificadas, o que debería eliminarse la prohibición de vender alcohol y cigarros a los menores de edad, o eliminar la edad mínima para contraer matrimonio, o eliminar los parques y espectáculos a los que sólo se puede entrar acompañado de un infante. ¿Pues no que somos una comunidad y que todo el mundo es para todos? ¿En qué quedamos entonces?