La falsa disyuntiva cubana

Por @Bvlxp:

Ha muerto el azote de la Isla, se ha extinguido uno más de los inefables mandamases caribeños, ha dejado de existir el sátrapa cubano. No es noticia: el dictador Fidel Castro Ruz murió a los noventa años de edad, en medio del silencio, del olvido y la irrelevancia. Lejos quedaron las loas y los fastuosos homenajes que imagino para sí después de muerto. Sin contar a los burócratas acarreados para los funerales, La Habana quedó en silencio tras su muerte, nadie salió a la calle a plañir la partida del tirano. Excepto algunos líderes mundiales trasnochados y en su mayoría indeseables (luminarias como Daniel Ortega, Rafael Correa, Evo Morales et al), ninguno relevante acudió a rendirle tributo a sus despojos. La noticia en la prensa duró poquísimo. El olvido por fin alcanzó a aquel que en vida estaba convencido de que viviría para siempre y que la historia le perdonaría sus tropelías.

En estos días y como desde hace años, los apologistas del tirano se cobijan repitiendo una vieja y falsa disyuntiva: sí, todo lo que se dice de Castro podrá ser cierto, pero al menos en Cuba todos comen, todos leen y todos tienen atención médica. Dejando de lado la falacia que encierra dicha defensa, la pregunta que salta a la atención inmediatamente es: ¿Por qué no se puede tener todo? ¿Por qué es preciso elegir entre una y otra cosa? ¿Por qué se le impuso al pueblo cubano elegir entre dizque tener buena educación y libertades civiles? ¿Por qué es necesario optar entre encarcelar y fusilar a disidentes políticos y tener una tasa de alfabetismo baja, y por lo demás casi como cualquier otra de Latinoamérica? ¿Por qué es preciso afirmar la fantasía de que en Cuba todos tienen trabajo a cambio de internar a homosexuales en campos de concentración?

La respuesta a las preguntas es obvia: es preciso el control dictatorial porque sin él, las falacias sobre las que está construido el mito castrista estarían abiertas al escrutinio y, por tanto, serían insostenibles. Hoy y siempre, la fantasía del comunismo y de la eficacia de la gestión del Comandante descansa en datos que provienen del propio régimen; es decir, no hay modo de medir el mito de los beneficios de la Revolución, una fantasía que se montó en sobremesas enardecidas (fuera de Cuba, claro está) que defienden a un régimen que no han tenido que padecer.

No sorprendentemente, los vasallos de los Castro son vociferantes dizque defensores de la democracia en México. Ninguno de ellos soportaría que el régimen les cortara el Internet, o les prohibiera reunirse en sus tertulias o los encarcelara por salir a manifestarse a la calle. Quizá se lo perdonan a Castro presas de sus convicciones democratinskis, de su nostalgia por el Unicornio Azul, porque no forman parte del pueblo cubano que sufrió a Castro en carne viva. Muy campantes, están dispuestos a perdonar la purga de 2003, en la que Castro encarceló y asesinó a artistas y disidentes políticos. Así las convicciones democráticas de los apologistas del fallido experimento comunista de los Castro y su camarilla.

Castro deja tras de sí un legado de jóvenes que ya no quieren a su patria, el cadáver de una Revolución en la que ya nadie, ni su hermano, cree. Castro muere en una patria empobrecida, hambreada en nombre de un mito, un país que sobrevivió a base de entregar la soberanía nacional a gobiernos extranjeros a cambio de migajas, de entregar la dignidad para poder mantener a un pueblo famélico y desilusionado, un pueblo aislado del mundo, que sólo mira en cada esquina los retratos y las frases cursis del patriarca. De este lado del mundo, hay gente que sin un temblor de más habla de los claroscuros de Castro; y otros más que quieren gobernar a México, lo comparan con Mandela. Al menos ya sabemos qué esperar de estos demócratas de pacotilla, de estos enclenques de la democracia.