La decencia y el desacuerdo

Por Gerardo Pacheco:

Todo el mundo piensa algo, todos enunciamos lo que creemos y lo cuidamos hasta donde es posible. La palabra propia es lo que somos. Abrimos la boca para dejarnos salir de nosotros, esperando quizás, ser en otro sitio.

Es ocioso decir que las redes sociales amplificaron nuestras voces; que basta una computadora, una plataforma y suficiencia de docente para decir lo que yo, Fulano de Tal, creo acerca del mundo. Ya no es necesario ser un académico probo, un experto en tal o cual cosa. Basta, si acaso, hablar con cierta claridad de un tema actual, cacharlo al vuelo, para encontrar eco y espectadores. Este texto es un claro ejemplo de eso. Hace 30 años yo, con mi currículo tachoneado y mi bravuconería, no habría podido tener acceso a la página doce de un diario local; ese espacio estaba reservado para el maestro del Centro Universitario de la Guayaba o para el político retirado de la ciudad que, por cierto, fue diputado por el distrito seis cuando apenas tenía 34 años; Sin embargo estoy aquí, con mi ligero bagaje, escribiendo, diciendo, opinando. Y así somos casi todos.

Las cosas son distintas ahora y, honestamente, lo llevamos bien. Twitter es un megáfono que a veces está en manos de un tipo de una pieza y a veces está en las de alguien que, cuando pierde su centro, es una granada de mano. Y todo es simultáneo y en altos decibelios. Y está bien: de esto se trataba democratizar los medios, para esto salimos a la calle, para que no nos hiciera bobos Jacobo y para que no nos hiciera brutos ese puto (Por eso vale lo que vale que cualquier bloguero se haga de un lugarcito en los medios que migraron a digital). Queríamos horizontalidad y ahora, viendo la vida desde general pista, caminamos con los codos arriba y con el cobre en los caninos.

Todo el mundo piensa algo y piensa distinto, las redes sociales nos dieron un micrófono y nos lo encendieron junto al amplificador. Loguearte en Twitter es pararte en medio de un salón amplísimo en el que todos gritan cosas distintas, todos articulan una opinión presentable, todos saben algo de algo, todos dicen.

Pero en este río de voces es imposible encontrar el consenso, improbable entrar al cauce sin caer de espaldas y terminar con un guijarro en los riñones. Todos dicen fuerte y todos enuncian conceptos altísimos que, al final, no estar de acuerdo es convertirte en el enemigo, en el ignorante, en el apestado; porque, ¿quién no estaría de acuerdo con la justicia?, ¿quién no lucharía por la igualdad?, ¿quién despreciaría el amor?, nadie, sólo los monstruos, los que no tienen mi bibliografía, los inmorales, los malos, los estúpidos.

Y ahí andamos, mugroseando a quienes alguna vez fueron nuestros amigos, calumniando a quienes un día hablaron de frente con nosotros, exhibiendo nuestra miseria a fuerza de querer exhibir al otro; y sólo porque hoy, en mi militancia actual, no estamos de acuerdo.

Habría que saber ser rivales. Entender que los códigos son más valiosos en la tentación que en confort, que vale lo mismo respetar a tu madre que respetar a tu interlocutor; que calumniar a tu amigo o a tu enemigo debería dolerte en la misma tripa, en los mismos pudores.

Luego, uno no sabe el respeto y la gallardía que le ganaría ante los ojos de los demás, llanamente y frente a la tentación de la bajeza, poder decir nada más: «No estamos de acuerdo».