«Cuando mi padre era niño en Polonia, las calles de Europa estaban cubiertas de grafitis que decían “¡Judíos, lárguense a Palestina!”, y a veces menos amables : “¡Malditos judíos, lárguense a Palestina!”. Cuando mi padre volvió a Europa cincuenta años después, otra vez las paredes estaban cubiertas de grafitis pero ahora decían “¡Judíos, lárguense de Palestina!”.»
– Amos Oz
“Music, art and academia is about crossing borders not building them, about open minds not closed ones, about shared humanity, dialogue and freedom of expression.”
– Thom Yorke
La semana pasada tuve la fortuna de asistir al concierto que la legendaria banda británica Radiohead ofreció en Tel Aviv. Un evento que, sin exageraciones, debe ser considerado como un hito histórico. Pues no sólo desafió valientemente la tóxica e histérica campaña que varios artistas mucho menos pensantes, entre los que abundan auténticos fanáticos antiisraelíes y rabiosos antisemitas, montaron en contra de dicho recital, sino que además sirvió de contrapeso frente a la epidemia de antisionismo que ha contagiado a buena parte de la progresía occidental en las últimas décadas, y que ha tenido un efecto nefasto en el conflicto árabe-israelí. Suena exagerado, pero el efecto positivo que un gesto amistoso como este puede tener en la moral de un pueblo sitiado por sus sanguinarios enemigos e injustamente satanizado por la hipócrita opinión pública internacional es incalculable.
En una de esas poéticas sincronías que a veces tiene la vida, justo unos días antes de que Radiohead deleitara a decenas de miles de israelíes con uno de los conciertos más largos y memorables que la banda de Oxford haya ofrecido en toda su carrera, el flamante presidente de Francia Emmanuel Macron, quien rápidamente se ha convertido en la voz de la razón y la cordura en un mundo asolado por una plaga de vesania y demagogia, denunció enfáticamente el antisionismo y se comprometió a luchar a capa y espada en su contra pues, dijo, esa venenosa inquinia no es más que una nueva versión del rancio odio antisemita. Y aunque la declaración de Macron debería de haber sido recibida como una obviedad inofensiva y conciliadora, gracias al desprecio irracional que despierta Israel, terminó causando muchísima polémica.
¿Por qué? Porque buena parte de la izquierda occidental ha hecho del antisionismo un artículo de fe, un dogma incuestionable e irreflexivo que simplifica un conflicto complejísimo pintando a Israel como un villano caricaturesco e irredimible y a los palestinos como víctimas indefensas y angelicales. Ese maniqueísmo tóxico no sólo no aporta nada para la resolución del conflicto sino que emponzoña aun más el ambiente. Pues ser sionista no equivale a estar a favor de la ocupación, o a simpatizar con un ser despreciable como Netanyahu, o a aprobar los asentamientos ilegales. No, ser sionista sólo significa estar a favor de la autodeterminación del pueblo judío y del derecho de Israel, su patria, a existir. Nada más pero nada menos. Y todo aquel que por ingenuidad, ignorancia o perfidia, se declare antisionista no puede estar a favor de la coexistencia pacífica entre Israel y Palestina pues de entrada está declarando ilegítima la existencia del primero.
Sí, Macron tiene razón, el antisionismo es una variante mendaz e hipócrita del antisemitismo, una máscara para disfrazar de amor por los pobrecitos palestinos el odio en contra del pueblo judío. Es imposible explicar de otra manera la sospechosa, desproporcionada y malsana obsesión que despierta el conflicto árabe-israelí en un mundo plagado de guerras muchísimo más cruentas y atroces, y de tragedias injusta e incomprensiblemente olvidadas. Durante siglos el pueblo judío en el exilio fue satanizado, despreciado y perseguido, y ahora, su única y ansiada patria es vilipendiada e hipócritamente sometida a un escrutinio sin precedentes por gente embriagada de superioridad moral.
Pero lo que esos mojigatos insufribles ignoran, o fingen ignorar, es que su necedad obtusa no hace más que atizar las llamas del conflicto, fortaleciendo a los ultras de ambos bandos. Pues cada vez que los descerebrados activistas propalestinos en occidente comparan a Israel con los nazis (sí, así de bajo puede llegar a caer esta gentuza cretina) o, como parece estar de moda ahora, con el apartheid sudafricano, no sólo legitiman la violenta intransigencia de los corruptos y sanguinarios líderes palestinos, esos que mantienen a su pueblo oprimido y hundido en la miseria, la superstición y el odio, sino que fortalecen a Netanyahu y a la ultraderecha israelí, que se alimenta del miedo y la paranoia de una ciudadanía que se siente cada vez más acosada y aislada.
Es por eso que el gesto de una banda con tanto prestigio artístico e intelectual como Radiohead es tan valioso y potencialmente benéfico. Pues obstinarse en caricaturizar a todo un país, que además está habitado por sobrevivientes y descendientes de sobrevivientes, como la encarnación absoluta del mal, y empeñarse en aislarlo y bloquearlo culturalmente, negándole el derecho a intercambiar ideas y sentimientos y de formar parte de la comunidad de las naciones, no sólo es una estrategia profundamente irresponsable, estúpida y perversa, sino contraproducente.