Je suis Charlie

Por Oscar Gastélum:

La tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad.

Thomas Mann

El fundamentalismo islámico ha vuelto a asomar su repugnante rostro y su sanguinaria intolerancia en suelo europeo. Pero el ataque contra el semanario satírico francés “Charlie Hebdo” tocó un fibra particularmente sensible en el espíritu occidental, pues todos los logros de los que sus ciudadanos pueden y deben sentirse orgullosos (de la separación de Iglesia y Estado a la liberación femenina, pasando por la democracia liberal, los derechos humanos, el imperio de la ley y el respeto a las minorías) han empezado como un debate y se han transformado en realidad gracias a los hombres y mujeres que lucharon valientemente por decir lo que pensaban, pese al peligro y la ira vengativa de inquisidores y censores. La libertad de expresión es el inconmensurable  legado de esos heroicos mártires y nos ha permitido pulverizar prejuicios y corregir injusticias gradualmente mediante el libre intercambio de ideas.

Una de las armas más poderosas de la libertad de expresión es, además, una de las claves del éxito de Occidentes y podría resumirse en una sola, hermosa, palabra: desacralización. Cuando ninguna autoridad, terrestre o celestial, es sagrada, su poder puede ser cuestionado, acotado e incluso subvertido en favor del bien común.

En los caricaturistas de Charlie Hebdo, la libertad de expresión en su variante más radical y sacrílega se funde de manera admirable con el inmenso coraje que se necesita para mofarse sin piedad y cotidianamente de los lunáticos que profesan la única religión en el mundo que sigue asesinando a diestra y siniestra en nombre de Dios.

Es verdad que todos los monoteísmos han sido una fuente aparentemente inagotable de intolerancia, violencia y salvajismo, pero el proceso civilizatorio ha ido limándole los colmillos y las garras al judaísmo y al cristianismo a través de los siglos. En el caso del primero, el análisis y la discusión permanente de los textos “sagrados” durante cinco milenios engendró una cultura profundamente escéptica y enamorada del conocimiento, la polémica y la argumentación racional. Mientras que la domesticación del segundo se la debemos a la reforma protestante, la transfusión de filosofía griega recibida durante el Renacimiento y al golpe mortal que la Ilustración le asestó al dogmatismo y a la fe. La fusión de ambas tradiciones dio como resultado el surgimiento de una civilización pluralista, relativista y más concentrada en la “búsqueda de la felicidad” en este mundo que en alcanzar un ilusorio “más allá”.

Sobra aclarar que Occidente está lejos de ser perfecto (aunque afortunadamente parece curado del afán de perfección tras la muerte de la utopía en los campos de exterminio de los totalitarismos del siglo XX) y que sus crímenes, pasados y presentes, son innumerables. Pero la crítica y la libertad corren por el torrente sanguíneo de la cultura occidental y eso la obliga a vivir en un autoanálisis permanente que le permite enmendar el camino y renovarse constantemente, pues no hay crítico más despiadado y severo de Occidente que Occidente mismo.

Pero por desgracia el celo intolerante y sanguinario del Islam no ha sido temperado por un Renacimiento, una Reforma o una Ilustración, y el profundo atraso político, económico, social y cultural en el que sus sociedades se han hundido en los últimos tiempos sólo puede compararse con la Edad Media europea, otra era en la que el oscurantismo religioso ahogó la libertad y la creatividad de millones de seres humanos en un mar de sangre.

Tras el repulsivo atentado de la semana pasada en París, muchos analistas expresaron preocupación por lo que este significará para el éxito de los partidos de ultraderecha en Europa. Pero si Marine Le Pen y sus secuaces logran lucrar con esta desgracia será en buena medida gracias a la mojigatería cobarde de una parte importante de la izquierda occidental que, ante el extremismo islámico, sólo atina a balbucear mentiras piadosas y lugares comunes teñidos de condescendencia políticamente correcta. Me atrevería a asegurar que la soporífera e insultante cantaleta: “esto no tuvo nada que ver con el Islam”, que repiten como loros los líderes occidentales (hasta el vaquero bravucón Bush Junior recurrió a ese mantra tras los atentados del 11 de septiembre en Nueva York) cada vez que una pandilla de asesinos miserables hace correr ríos de sangre entre alaridos de “¡Allahu Akbar!”, le ha ganado tantos votos al neofascismo europeo como el desastre económico provocado por la pésima implementación del Euro y la sádica obsesión por la “austeridad” en que se han obstinado casi todos los políticos tradicionales.

No se trata de perseguir, hostigar o discriminar a la población musulmana del mundo, en especial a la avecindada en Europa, pero entre ese extremo imbécil y la hipócrita negación de la realidad exhibida por nuestros “líderes”, hay una amplia gama de opciones para combatir y prevenir de manera efectiva la intolerancia en todos los campos. Ha llegado la hora de reconocer que, aunque no todos los musulmanes se transforman en verdugos rabiosos cuando se “ofenden”, de unas décadas para acá la inmensa mayoría de los trogloditas que se cobran las “ofensas” en su contra con sangre de inocentes, son musulmanes. Algo está muy mal en el corazón de una cultura que produce tantas manzanas podridas y la comunidad islámica en Occidente no puede deslindarse por completo de los crímenes cometidos por sus hijos más obtusos. No, el Islam no es una religión de paz, ni el judaísmo o el cristianismo. Todos prescriben genocidios y ejecuciones a la menor provocación en sus libros sagrados. Pero de los tres, sólo el primero, el más joven, ha conservado casi intacta su furia homicida.

El delirante despliegue de masoquismo de los sectores más reaccionarios de la izquierda occidental ha sido tan estúpidamente bochornoso en esta semana que me siento obligado a responder a algunas de sus expresiones más abyectas.

Para empezar, he notado que casi todos los “argumentos” de la progresía políticamente correcta arrancan con una formulita vomitiva que podría resumirse más o menos así: “Sí, lo que hicieron los terroristas estuvo muy feo y valoro muchísimo la libertad de expresión, PERO…”. Y súbitamente, todo el veneno y la imbecilidad del mundo cabe en esa inocente palabra. Falta espacio para analizar todos los “peros” que he leído con asco en estos días, sin embargo, no puedo cerrar esta columna sin abordar el más obsceno de todos: “PERO los caricaturistas de Charlie Hebdo eran racistas e insultaban a los pobrecitos musulmanes”.

Para empezar, esta sandez exhibe un compromiso bastante endeble con la libertad de expresión que (ojalá tener que repetir constantemente obviedades como esta sea pronto cosa del pasado) existe precisamente para proteger las ideas polémicas e impopulares de la censura, pues la unanimidad no conoce enemigos. Pero además revela un profundo desconocimiento del sentido del humor pantagruélico y muchas veces procaz y hasta escatológico de los franceses, así como de su riquísima tradición satírica. Una tradición que, como en el caso de “Charlie Hebdo”, no se detiene ante nada ni ante nadie, es ecuménica en su ofensiva y sacrílega iconoclastia (judíos, católicos, musulmanes, políticos de izquierda y de derecha, monarcas y príncipes de la iglesia, todos han sido blanco del humor crudo e hiriente de la revista atacada). Por si esto fuera poco, los caricaturistas cobardemente ejecutados estaban lejos de ser los racistas fascistoides alucinados por el cretinismo ignorante de los biempensantes, todo lo contrario, eran hombres de izquierda que siempre habían expresado solidaridad con los inmigrantes y se contaban entre los enemigos más agudos y constantes de la demagogia xenófoba de Le Pen y compañía.

Hay que tener vocación de lacayo para negarse a entender que esos dibujos  grotescos y ofensivos, caricaturas a fin de cuentas, que ridiculizaban al islamismo y a su profeta no estaban motivados por el odio irracional en contra de una minoría discriminada y socialmente vulnerable, sino que eran una denuncia y un valiente desafío lanzado en contra de la intolerancia salvaje y sanguinaria de los fanáticos rabiosos que oprimen a dicha minoría desde dentro, y que están comprometidos con la destrucción de los valores  más sagrados de la República francesa y de la civilización moderna. Un terrorista que enfrenta con una Kalashnikov a un caricaturista inerme no es una impotente víctima, sino un verdugo todopoderoso.

A las amenazas y los chantajes constantes, los periodistas de “Charlie Hebdo” respondieron ejerciendo valientemente y hasta el último día de sus vidas su derecho a ofender.

En medio del dolor, la indignación y el asco que producen tantos cobardes blandiendo “peros” flácidos frente a la barbarie, resulta conmovedor y esperanzador confirmar que aún quedan hombres y mujeres capaces de dar su vida en defensa de la libertad, el humor y la tolerancia.

Vive Charlie !