Por Oscar E. Gastélum:
“All this happiness on display is suspect. Everyone is thrilled to be together out on the streets —people are hugging themselves, it seems, as well as each other. If they think —and they could be right— that continued torture and summary executions, ethnic cleansing and occasional genocide are preferable to an invasion, they should be sombre in their view.”
Ian McEwan
La semana pasada finalmente fue presentado ante la opinión pública el “Informe Chilcot”, documento que contiene los resultados obtenidos por una comisión investigadora independiente encabezada por sir John Chilcot que durante siete años indagó todo lo relacionado con el papel de Reino Unido en la invasión de Irak. Sus conclusiones fueron las previstas y no hubo demasiadas sorpresas. Lo que más me llamó la atención del reporte fue la imperdonable e incomprensible ingenuidad con la que Tony Blair se comprometió a seguir a Bush en esa aventura funesta, pensando que podría ejercer la influencia suficiente como para moderar la miopía arrogante, irracional e impulsiva del vaquero texano. Algunas humillantes conversaciones privadas entre ambos líderes, publicadas en el reporte, revelan de manera bochornosa qué tan equivocado estaba Blair al pensar que Bush se dejaría influenciar por él.
Sí, la invasión de Irak fue un desastre monumental que socavó la autoridad de la ONU, dividió a la comunidad internacional y manchó para siempre el prestigio de EEUU y Reino Unido. Una aventura onerosa, irresponsable y mal planeada que desembocó en la muerte de decenas de miles de civiles iraquíes y de cientos de jóvenes soldados de la coalición. Un fracaso rotundo que hundió a la economía norteamericana y global, y desestabilizó aún más a una región propensa al caos y la violencia sectaria. Pero de lo que me interesa hablar en esta columna es de los falsos vencedores morales de este revés civilizatorio. Me refiero a los “pacifistas” occidentales, esos personajes fatuos, mojigatos y masoquistas que se opusieron a la guerra de manera dogmática e irreflexiva, y que han aprovechado la publicación del Informe Chilcot para sacar a orear, una vez más, su imaginaria superioridad moral.
Para empezar, debo confesar que yo mismo estuve en contra de la invasión desde el primer momento, y que esta fue una de las pocas ocasiones en que me encontré en el bando contrario al de mi admirado Christopher Hitchens en una polémica. Lo paradójico es que a pesar de tener posturas opuestas, siempre simpaticé más con Hitchens que con sus detractores pacifistas. Y es que mientras Hitch se esforzaba en presentar el caso moral a favor de la guerra a través de ensayos brillantes, apasionados y motivados por el atroz historial criminal de Hussein, y por el profundo afecto que sentía por el pueblo kurdo, sus enemigos se limitaban a balbucear incoherencias y descalificaciones personales, y a blandir teorías de la conspiración tan bochornosas que sonrojarían al más cretino de los lectores de los blogs “alternativos” que abundan en la red.
Basta con recordar y analizar los dos grandes “argumentos”, por llamarlos de alguna manera, que esgrimieron los “pacifistas” en contra de la invasión, para apreciar la pobreza moral e intelectual de su causa. Empecemos por el cuento que aseguraba que la verdadera motivación de EEUU para invadir Irak era apoderarse de su petróleo, una falacia insulsa que jamás se han cansado de repetir a pesar de que los hechos cuentan una historia muy diferente. Y es que el petróleo iraquí jamás se privatizó o se puso en manos de las grandes compañías petroleras occidentales sino que sigue siendo propiedad de la empresa estatal que lo administra desde finales de los años sesenta y, con Saddam fuera de la jugada, ahora sí se puede decir que es un bien público propiedad del pueblo iraquí. Además, EEUU ni siquiera se molestó en imponer a un títere como gobernante y el caos político provocado por la corrupción y las rencillas sectarias de los políticos iraquíes, y sus coqueteos con el régimen iraní, son prueba irrefutable de ello.
La otra cantaleta cansina que los “pacifistas” occidentales han entonado sin parar durante más de una década, y que incluso logró permear y contaminar el discurso de buena parte de la prensa internacional, es la que afirma que EEUU “creó” a Saddam Hussein y lo armó hasta los dientes. Y es que para atreverse a afirmar que ese tirano sanguinario y sádico fue una “creación” norteamericana es indispensable ignorar completamente la historia del baazismo, ideología que combina el nacionalismo árabe con el socialismo de corte leninista y un acendrado odio en contra de EEUU y Gran Bretaña. De hecho, tras el asenso al poder de regímenes baazistas en Irak y Siria, la acusación de ser un agente al servicio de EEUU o Gran Bretaña era tan peligrosa como ser declarado un espía “sionista”. Sí, es verdad que EEUU le ofreció apoyo logístico a Saddam Hussein en su guerra contra el no menos sanguinario régimen teocrático iraní, pero ni lo “creó” ni lo abasteció de armas como afirma el “pacifismo” santurrón y descerebrado.
La evidencia en ese sentido es irrefutable y el hecho de que semejante mito siga siendo tratado como una verdad incontestable exhibe el extravío moral e intelectual de buena parte de la intelligentsia occidental. Y es que tras la caída de Bagdad, el prestigioso Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de La Paz llevó a cabo una indagación exhaustiva sobre las naciones que fungieron como proveedoras de armas del régimen iraquí entre 1973 y 2002, y descubrió que la Unión Soviética ocupaba un lejano primer lugar con el 57.26% de las armas vendidas, seguida por Francia (país que se opuso terminantemente a la invasión) con el 12.74%, China con el 11.82%, y a continuación emergían Checoslovaquia, Polonia, Brasil, Egipto y Rumania, con porcentajes mucho menores. Por su parte, EEUU aparecía muy por debajo de esas potencias mundiales con un raquítico .5%, mientras que la contribución de Gran Bretaña al arsenal de Hussein resultó tan insignificante que los suecos decidieron redondearla al número más cercano: cero.
Pero quizá el gesto más repugnante del “pacifismo” occidental vino durante los momentos más aciagos de la guerra, cuando decidieron celebrar y cantar loas en honor a los antiguos torturadores y asesinos al servicio de Saddam, elevando al rango de “insurgencia” y “resistencia nacional antiimperialista” a esas pandillas de terroristas y carniceros despiadados que transformaron a Irak en un auténtico infierno, volando la sede de la ONU y asesinando a civiles a mansalva, en mezquitas, mercados y hospitales, con el fin de provocar y atizar una guerra civil entre las dos principales sectas del islam. Y es que oponerse a la invasión podía ser una postura legítima y respetable, pero una vez que la guerra inició, había que ser muy imbécil o muy perverso para ponerse del lado de la guardia pretoriana de Hussein y en contra de los ejércitos de la coalición y de los indefensos civiles iraquíes. Nadie debería olvidar que esa “heroica insurgencia”, tan celebrada en su momento por periodistas, intelectuales y ciudadanos “pacifistas”, fue la base de lo que hoy conocemos como ISIS.
Pero las repulsivas contradicciones morales del “pacifismo” occidental ya no deberían extrañarle a nadie pues distan mucho de ser un fenómeno reciente. Ya hace varias décadas que el inmortal George Orwell denunció con lucidez implacable que el “pacifista” occidental promedio sólo está en contra de la violencia, justificada o no, cometida por EEUU o Gran Bretaña (a Orwell no le tocó el ascenso de Israel como villano máximo en el imaginario colectivo del pacifismo reaccionario), y observó con su habitual penetración que dichos “pacifistas” eran capaces de dar las más audaces piruetas intelectuales y morales, con tal de justificar hasta los actos más viles y despiadados, siempre y cuando fueran cometidos por los enemigos de Gran Bretaña, EEUU y sus aliados.
Pero no todos los detractores de la invasión se opusieron a ella desde el pacifismo santurrón y simplista. Muchos lo hicimos porque temíamos que la guerra ocasionara más problemas de los que podría solucionar. Y porque el hecho de que el gobierno de EEUU estuviera encabezado por un vaquero fanático, ignorante y pendenciero, que gustaba de rodearse de vejetes bravucones y arrogantes que jamás habían pisado un campo de batalla, y que era aconsejado por intelectuales embriagados de una ideología tan seductora como delirante, nos provocaba una profunda desconfianza. Además, desde el primer momento fue muy obvio que la administración Bush trató de venderle la invasión a la opinión pública valiéndose de mentiras y exageraciones, lo cual logró que muchos desconfiáramos aún más. Pero, personalmente, jamás me sentí moralmente superior a Hitchens o a otros promotores honestos de la guerra, pues estaba consciente de que impedir la invasión significaba ayudar a perpetuar en el poder a un dictador fascista y genocida, uno de los peores monstruos que engendró el siglo XX, y abandonar a millones de sus víctimas a su suerte.
Ante un dilema de semejante complejidad no existen las respuestas fáciles, buenas y puras, como cree el pacifismo ramplón, pueril y maniqueo que hoy celebra con satisfacción idiota las conclusiones del Informe Chilcot. Y a lo máximo a lo que se puede aspirar es a elegir la opción que haga el menor daño posible. Sigo pensando que la opción menos mala en ese momento era dejar a Hussein en el poder, y nadie expresó esa postura con mayor sensibilidad, humildad, lucidez e inteligencia que el gran escritor chileno Ariel Dorfman en su maravillosa “Carta a un disidente iraquí anónimo”, texto en el que encontré un poco de consuelo en aquellos días amargos y que, entre muchas otras cosas, dice lo siguiente:
Tu nombre no lo sé y eso ya es significativo. Tal vez seas uno de los miles de miles que sobrevivieron la tortura a mano de los agentes de Sadam Husein, tal vez tuviste que mirar cómo pulverizaban los genitales de tu hijo para que cooperaras. O por ahí hace años que miras cada día al padre tuyo que retornó, silencioso y destrozado, de alguna prisión infernal, quizás eres una de las madres que recuerda al amanecer a la hija secuestrada una noche por fuerzas de seguridad y que puede que esté viva, o puede que no, puede que no. O tal vez me dirijo a uno de los kurdos envenenado con gases en el norte de Irak, a un árabe del sur al que le demolieron el hogar, a un imam shií perseguido implacablemente por el Partido Baaz, a un comunista que ya lleva décadas luchando contra la dictadura.
¿Qué derecho tiene alguien a negarte a ti y a tu pueblo aquella liberación? ¿Qué derecho tenemos a oponernos a una guerra que los norteamericanos se encuentran a punto de desatar sobre tu nación y que puede liquidar a Sadam Husein?
Unas líneas después Dorfman decide que, a pesar de todo lo anterior y de haber padecido la dictadura de Pinochet en carne propia, seguía estando en contra de la invasión norteamericana de Irak, pues creía que la medicina resultaría mucho más nociva para el mundo que la enfermedad. Pero Dorfman evita presentar su opinión como una verdad incuestionable y desbordante de virtud y sabiduría, y remata su magnífico texto en el tono sombrío y trágico que demandan las circunstancias (ese tono que el gran Ian McEwan le exige a los frívolos manifestantes pacifistas desde el epígrafe que engalana esta columna):
Que el Dios en que no creo se apiade de mí; lo que te estoy diciendo es que me importa, tiene que importarme más, el futuro de nuestro mundo tan triste que el futuro de tus hijos desamparados.
¿Por qué es tan importante enfrentar las mentiras y la hipocresía del “pacifismo” reaccionario? Porque de fracasos y desastres como este se tienen que aprender lecciones invaluables y sería una tragedia que termináramos sacando conclusiones incorrectas. No, el desastre en Irak no significa que toda intervención militar sea indeseable y esté condenada al fracaso como nos quiere hacer creer el “pacifismo” reaccionario y nihilista. Prueba irrefutable de lo anterior es el hecho de que, desmoralizados por el fracaso en Irak, tanto EEUU como Gran Bretaña decidieron abstenerse de intervenir en la carnicería que un dictador tan monstruoso como Saddam Hussein está cometiendo en contra de su propio pueblo en Siria. El resultado de esa comprensible pero imperdonable y cobarde pasividad ha sido la muerte de casi medio millón de civiles inocentes en apenas cuatro años de conflicto. Sí, gracias a la vergonzante indiferencia de un Occidente paralizado por sus traumas, en Siria ya han muerto más civiles en menos de un lustro, de los que murieron en Irak durante más de una década de ocupación.
No nos hagamos ilusiones, los pecados de omisión pueden ser tan o más graves que los de comisión…