Por Oscar E. Gastélum:
“The West did not get rich because of slavery or imperialism or because of a neocolonialism that supposedly siphons off the riches of Third World countries. It is successful because of its culture, rooted in the Greco-Roman and Judeo-Christian heritage, because of the distinctive institutions that developed over centuries, because of the freedom granted to individuals. The West is prosperous thanks to a state of mind that is open and able to learn from others, willing to apply self-criticism, to subject even the most cherished beliefs to rational scrutiny. The West has succeeded because of an insatiable curiosity that has fueled countless experiments and innovations. That is surely something to be proud of.”
Ibn Warraq
“I absolutely refuse to associate myself with anyone who cannot discern the essential night-and-day difference between theocratic fascism and liberal secular democracy”
Christopher Hitchens
Debo confesar que a pesar de mi, celosamente cultivada, independencia ideológica, siempre me he considerado una persona de izquierdas. La razón principal es que creo firmemente que la igualdad debe ser tan importante como la libertad a la hora de diseñar políticas públicas que aspiren a construir una sociedad próspera y justa. Además, sería absurdo que alguien como yo, que está a favor de la justicia social, la redistribución de la riqueza a través de altas tasas impositivas para millonarios, la construcción de un estado de bienestar que garantice acceso universal, público y gratuito a la salud y a la educación, el matrimonio igualitario, el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo, la legalización de las drogas, y que además es un ateo irredento que cree que la “educación” religiosa es una forma de abuso infantil y que todas las iglesias deberían pagar impuestos, se declarara de derechas.
Habiendo dicho esto, me siento obligado a aclarar que jamás me he contagiado del puritanismo dogmático y mojigato de la izquierda reaccionaria y tampoco me he dejado seducir por ninguna de las ideologías obsoletas y ramplonas que sus furibundos adeptos se obstinan en profesar ciegamente. De hecho, a lo largo de mi vida, ya sea a nivel personal o a través de intelectuales y pensadores a los que admiro y respeto, he chocado constantemente con esa variante reaccionaria de la izquierda, y los encontronazos han sido tan amargos y violentos que he llegado a la firme convicción de que el abismo que divide a la izquierda universalista, liberal y democrática de su variante relativista, fanática y autoritaria, es tan grande como el que la separa de la extrema derecha.
Y es que, en el fondo, la izquierda reaccionaria sigue infectada de marxismo, esa ideología utópica, totalitaria y con ínfulas proféticas que sirvió de cimiento para los regímenes más sanguinarios y brutales del siglo XX. No debemos olvidar que para buena parte de la izquierda internacional, esa que se dejó seducir por el pueril espejismo utópico y renunció al arduo camino democrático que ella misma había trazado, el humillante colapso de los regímenes marxistas, con sus vastos universos concentracionarios y sus montañas de cadáveres, ese legado macabro que hace que Hitler parezca un genocida principiante, es una herida que aún no cicatriza y un trauma no superado.
Muerto el marxismo, e incapaz de hacer una autocrítica a fondo, aceptar su derrota y replantearse el camino, la izquierda reaccionaria necesitaba aferrarse a una nueva ideología capaz de absolverla de sus pecados y de perseverar, en contra de toda la evidencia empírica disponible, en la satanización de la civilización occidental. Para su fortuna, el postestructuralismo, esa colección de supersticiones ideológicas perpetradas por una pandilla de brillantes e inescrupulosos charlatanes franceses a finales de la década de los 60, y caracterizada por un rechazo rabioso de los valores universales de la ilustración, una obsesión enfermiza con el lenguaje como vehículo del “Poder” y la opresión, y por postular un nuevo relativismo ético y cultural que raya en el nihilismo y frecuentemente desciende hasta el racismo condescendiente, salió en su auxilio y la liberó de la pesada responsabilidad de pensar por sí misma.
Aquí debo aclarar que estoy perfectamente consciente de que el marxismo y el postestructuralismo convivieron cuando ambos gozaban de cabal salud y de que la influencia del primero sobre el segundo fue inmensa. Pero la insufrible moda postestructuralista con su epidemia de relativismo zafio y corrección política destilada en una prosa ilegible, estalló en las universidades anglosajonas e hispanoamericanas hasta finales de los años ochenta, cuando la Perestroika le daba el tiro de gracia al marxismo, que a partir de entonces no ha sido más que un zombie agusanado que recorre el mundo infectando a uno que otro incauto.
Por si todo esto fuera poco, la bochornosa y contundente derrota de los regímenes totalitarios marxistas, combinada con el ascenso del relativismo postmoderno, terminó produciendo una nueva cepa de antiamericanismo particularmente virulento y ramplón. Como símbolo insuperable del capitalismo global y de la aborrecida democracia liberal, y como vencedor indiscutible de la Guerra Fría, EEUU se convirtió, para las enfebrecidas huestes de la izquierda reaccionaria, en el chivo expiatorio geopolítico ideal, un villano de opereta sin ninguna virtud y responsable de todos los males del mundo, cuya vileza sin límites es necesario enfrentar por el medio que sea y a cualquier precio.
He ahí el tóxico caldo de cultivo ideológico que originó a la peligrosa izquierda reaccionaria moderna. Esa que detesta a la democracia liberal y todo lo que huela a “Occidente”, mientras acoge y defiende con entusiasmo y fervor a cualquier dictadorzuelo tercermundista, desde los fosilizados hermanos Castro hasta los payasos fascistoides de la “revolución” “bolivariana”, sin importar qué tan corruptos, ineptos o autoritarios sean, siempre y cuando añadan una buena dosis de antiamericanismo a su estridente y ridícula retórica.
Esa es precisamente la izquierda que últimamente se ha convertido en una auténtica Santa Inquisición de la corrección política, censurando a gritos o con campañas intimidatorias a científicos, escritores, periodistas, filósofos y hasta a comediantes con los que no concuerda o le parecen “ofensivos”, y atizando cacerías de brujas y linchamientos morales en las redes sociales en contra de personas perfectamente decentes que cometieron el imperdonable pecado de decir una tontería inofensiva, o no emplearon el eufemismo correcto al referirse a una minoría étnica o sexual, o se atrevieron a bromear con un tema tabú en público.
Esa misma izquierda también es responsable de pervertir el feminismo hasta transformarlo en una secta histérica obstinada en falsificar evidencia y difundir propaganda victimista sobre la imaginaria “cultura de la violación” que supuestamente permea a las sociedades occidentales, mientras abandona hipócrita y cobardemente a sus hermanas musulmanas con el estúpido pretexto de que hay que respetar a una cultura misógina en la que la mujer es una mercancía a la que su dueño debe cubrir de pies a cabeza, y un ser inferior al que, por cuestión de “honor”, cualquier hombre puede ejecutar legalmente tras sufrir una violación pues al ser “deshonrada” se volvió impura. Deténgase un momento a apreciar la deleznable y retorcida vileza detrás de semejante lógica, querido lector, pues el feminismo relativista de nuestro tiempo que cree que solo las privilegiadas mujeres occidentales merecen igualdad y respeto, no piensa molestarse en hacerlo.
No, ya nada sorprende de la izquierda reaccionaria, ni siquiera sus coqueteos con el fascismo ultramontano encarnado por las teocracias islámicas o la cleptocracia rusa. Qué importa que las primeras sojuzguen a las mujeres o persigan y ejecuten sin piedad a homosexuales, apóstatas, ateos, herejes e infieles. O que el nuevo zar ruso encabece un régimen de ultraderecha en el que un puñado de oligarcas y políticos corruptos expolian voraz y salvajemente los recursos naturales de un país hundido en la miseria, mientras que los pocos pero valientes periodistas independientes y disidentes políticos que se atreven a enfrentar a esa camarilla de mafiosos son ejecutados o encarcelados, los homosexuales viven acosados por las autoridades y por pandillas de vigilantes homófobos y violentos toleradas por la policía, y el utranacionalismo militarista y confesional es usado cínicamente para justificar la invasión de países vecinos, echarle una mano al acorralado tirano sirio o compensar la miseria de un pueblo nostálgico de la grandeza imperial perdida y enamorado de sus cadenas.
Nada de eso inmuta al izquierdista reaccionario promedio, ese que justificó el asesinato de los caricaturistas de Charlie Hebdo con el tétrico argumento de que “ofendían” a los pobrecitos musulmanes y que salió a orear su cretinismo “pacifista” a las calles y a las redes sociales cuando Obama intentó detener la masacre del pueblo sirio, pero se quedó en casita cuando Vladimir Putin decidió volar en pedazos a la oposición moderada de su colega Bashar al-Assad, celebrando que ese gran líder internacional sirva como “contrapeso” al imperialismo yanqui. Y es que lo verdaderamente importante para la izquierda reaccionaria es que tanto Putin como los fundamentalistas islámicos están en contra del verdadero enemigo de la humanidad: el aborrecido Occidente encabezado por los malvados gringos.
Es hora de que la izquierda democrática despierte y se dé cuenta de que su hermana loca, esa que piensa que los dignos estándares universales que nos legó el humanismo liberal como los Derechos Humanos, la búsqueda de la verdad objetiva, la libertad de expresión y el método científico, son instrumentos de opresión del imperialismo cultural occidental, y que sería capaz de aliarse con Hitler si este regresara de entre los muertos y aderezara Mein Kampf con retórica antiamericana y “antisionista”, es una amenaza tanto o más peligrosa que la que representa la ultraderecha para la supervivencia de sus valores más sagrados.
Es indispensable combatir enérgicamente esa retorcida y deshonesta visión del mundo para evitar que los incautos la confundan con una auténtica agenda progresista y que la gente joven, deslumbrada por esa ilusión de superioridad moral de la que se alimenta todo fanatismo, continúe engrosando sus filas y desperdiciando su idealismo en una empresa vesánica, delirante y estéril.