Por Oscar E. Gastélum:

That’s why humor so often serves as an accelerant to social progress. Eighteenth-century wiseguys like Voltaire, Swift, and Johnson ridiculed the wars, oppressions, and cruel practices of their day. In the 1960s, comedians and artists portrayed racists as thick-witted Neanderthals and Vietnam hawks and nuclear cold warriors as amoral psychopaths. The Soviet Union and its satellites had a rich underground current of satire, as in the common definition of the two Cold War ideologies: “Capitalism is the exploitation of man by man; Communism is the exact opposite.”

We use barbed speech to undermine not just political dictators but the petty oppressors of everyday life: the tyrannical boss, the sanctimonious preacher, the blowhard at the bar, the neighborhood enforcer of stifling norms

Steven Pinker.

 

 

La semana pasada el gran David Letterman transmitió su último programa en la televisión de EEUU, y nada expone mejor la importancia que tuvo ese acontecimiento para la sociedad norteamericana que la avalancha de homenajes, artículos periodísticos, ensayos dedicados a analizar su influencia en la cultura popular de las últimas décadas y discursos de agradecimiento emitidos al borde del llanto por comediantes que lo consideran su principal influencia, provocada por su partida.

Por si esto fuera poco, en un despliegue inédito de músculo político, todos los expresidentes vivos de EEUU protagonizaron un sarcástico video de despedida para el gran comediante, y el presidente en funciones acudió personalmente a uno de los últimos episodios de su longevo e influyente “talk show” a presentar sus respetos.

Soy  un admirador incondicional de Letterman y su estilo cáustico y sin complacencias desde que lo conocí a mediados de los años noventa, pero lo que me interesa evidenciar y celebrar en esta columna es la admirable y envidiable importancia que el mundo anglosajón le otorga a la comedia, la sátira y a aquellos que las producen. Pues no hay una manifestación cultural que exprese con mayor transparencia la idiosincrasia de un pueblo que su sentido del humor. Y un trato constante y sano con la sátira denota un alto grado de sofisticación colectiva.

Y es que la sátira es el aceite que lubrica la maquinaria del progreso civilizatorio. El aire fresco que impide que la atmósfera política, social e intelectual de una sociedad se vicie y se vuelva tóxica. Un ácido capaz de corroer la falsa fachada de sacralidad detrás de la cual suelen ocultarse todas las figuras de autoridad. Umberto Eco tenía razón, la risa mata al miedo y sin miedo no hay necesidad de dios, el tirano primordial. Pero el humor también tiene el poder de volver superfluos a los tiranos terrenales, y por eso todos le han tenido tanto miedo siempre y han perseguido a sus practicantes con celo sanguinario. Pues saben muy bien que sólo la sátira es capaz de exhibirlos, con tan despiadado desparpajo, en toda su ridícula mediocridad.

Si la tradición satírica  anglosajona es tan robusta y poderosa es porque hunde sus raíces en un riquísimo canon que va de Chaucer y Swift hasta Monty Python, Stephen Colbert, Saturday Night Live o Los Simpson, pasando por Sterne, Hogarth, Twain, Bierce u Oscar Wilde. Y eso no es todo, pues no podemos olvidar que EEUU tuvo el acierto de incorporar a su torrente sanguíneo,  como ningún otro país, el desternillante, agudo, neurótico y trágico sentido del humor que caracteriza al pueblo judío.

Dice mi admirado Howard Jacobson, con lucidez irrebatible, que los judíos cuentan los mejores chistes porque saben que la vida no es graciosa. Quizá nada ilustre mejor esa brillante máxima que el escalofriante y retorcido sentido del humor de Franz Kafka. Pero basta con pensar en Woody Allen, Joan Rivers, Mel Brooks, Larry David, Jerry Seinfeld, Sarah Silverman, Jon Stewart o los hermanos Coen para terminar de confirmar su veracidad, incluso al nivel de la cultura popular.

Pero nosotros, en cambio, y aquí me refiero específicamente a los habitantes de México aunque mucho de lo que digo podría aplicarse a Hispanoamérica en su conjunto, no tenemos nada comparable en nuestra tradición premoderna, autoritaria y santurrona. No solo somos hijos de la contrarreforma y el pétreo hieratismo indígena,  sino que nuestra televisión comercial lleva décadas imponiéndole a las masas un humor ínfimo e inofensivo que va de lo soez a la imbecilidad pueril sin acercarse nunca a la transgresión, la sutileza o la inteligencia, ya no digamos a la tragedia.

Desde luego que hay valiosas excepciones, la más importante de todas es, desde luego, El Quijote, cuya grandeza lo convierte en una insólita catedral en medio de una ranchería. Una catedral, por cierto, muy poco visitada. En lo que respecta a literatura contemporánea, me viene a la mente la obra de Salvador Novo, Jorge  Ibargüengoitia, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis, esas rarezas en nuestro solemne canon literario; entre las excepciones incluiría también a un puñado de caricaturistas (la mayoría del siglo XIX pues poquísimos de los actuales logran trascender los límites de la militancia ideológica como para ser verdaderamente relevantes), o a los valientes y anónimos comediantes de ese espacio completamente extinto que fue la carpa.

Estoy consciente de que últimamente, tanto en la televisión de paga como en internet, han surgido algunos imitadores improvisados de Jon Stewart y Stephen Colbert, dos de los más influyentes maestros de la sátira política contemporánea. Obviamente el resultado de sus esfuerzos deja mucho que desear, no solo por la ausencia absoluta de originalidad u oficio interpretativo, sino, principalmente, por la ínfima calidad de sus guiones, defecto que exhibe la distancia insalvable que los separa de sus modelos.

Y es que no hay nada improvisado en los grandes maestros de la comedia anglosajona. En México esto puede resultar sorprendente, pero casi todos ostentan currículos académicos que ya quisiéramos para nuestro presidente: la mitad de los miembros de Monty Python, por ejemplo,  estudiaron en Oxford, igual que el creador de Mr. Bean, Rowan Atkinson, y la otra mitad en Cambridge, donde también estudiaron Stephen Fry y Hugh Laurie, mientras que Ricky Gervais asistió a University College London. Por el lado norteamericano, Conan O’Brien se graduó con honores de Harvard, Bill Maher de Cornell, Trey Parker y Matt Stone de Boulder y Stephen Colbert de Northwest University, por nombrar unos cuantos.

Pero mucho más importante que esas deslumbrantes credenciales académicas es el hecho de que casi todos se curtieron practicando el difícil  arte de la “improv” y la “stand up comedy” en los principales clubes de EEUU e Inglaterra. Dos estilos de comedia que, por cierto, son totalmente desconocidos en nuestro país, donde los antipáticos e inanes “cuentachistes” pululan y medran con la homofobia, el clasismo, el racismo y el machismo más cerriles. Sí, también estoy enterado de que en los últimos años, entre la clase media urbana y semiilustrada, se ha puesto de moda una versión local y bastante degradada de “stand up comedy”, pero es tan irredimiblemente mala que parece más un retroceso que un avance.

Ojalá que algún día el sentido del humor sea tan importante para el mexicano promedio como lo es para los ingleses y los norteamericanos. Pues eso significaría que finalmente logramos construir una democracia sólida, habitada por una ciudadanía auténticamente moderna. Y es que el abismo que existe entre Adal Ramones y David Letterman o entre Monty Python y Chespirito es tan grande como el que separa nuestro PIB, nuestro salario mínimo y nuestra tasa de homicidios de los de EEUU e Inglaterra. Y estoy convencido de que ese hecho inapelable  está lejos de ser una curiosa coincidencia…