¡Hoy sí que viva México!

Por Oscar E. Gastélum:

“El miedo, el terror por lo acontecido a los seres queridos y las propiedades, la pérdida de familias y amigos, los rumores, la desinformación y los sentimientos de impotencia, todo –al parecer de manera súbita– da paso a la mentalidad que hace creíble (compartible) una idea hasta ese momento distante o desconocida: la sociedad civil, que encabeza, convoca, distribuye la solidaridad.”

– Carlos Monsiváis

Recuerdo la distante mañana del 19 de septiembre de 1985 como si hubiera sido hace seis meses. Más o menos a las 7:15 a.m. me senté a desayunar antes de partir al kínder cuando las ventanas del departamento donde crecí, ubicado en el undécimo piso de un edificio en Polanco, comenzaron a vibrar. Mi madre, que tenía seis meses de embarazo, salió de la cocina tratando de mantener la calma y cuando le pregunté qué sucedía me dijo que nada, que terminara de comer pues el camión escolar estaba a punto de llegar por mí. Pero unos cuantos segundos después la frenética intensidad del terremoto me reveló lo que estaba sucediendo e hizo imposible que mi madre siguiera fingiendo. Entonces me levantó de la mesa, me llevó hasta el marco de la puerta de la cocina, me abrazó muy fuerte y empezó a rezar. Parados en el marco de la puerta contemplamos aterrados, a través de la ventana, cómo el edificio al otro lado de la calle se bamboleaba de un lado a otro doblándose levemente como si fuera de hule. Casi un minuto después de iniciado el temblor, mi padre salió de su recámara con mi pequeña hermana en brazos y se nos unió debajo del marco de la puerta, pero aún no había transcurrido ni la mitad de la tortura. Dicen que duró un poco más de dos minutos pero todos sentimos como si hubieran pasado horas.

Sí, el movimiento telúrico fue espeluznante y traumático, y por sí mismo hubiera bastado para quedar marcado en mi memoria para siempre como uno de los peores capítulos de mi vida. Pero lo peor, lo muchísimo peor, vendría después. Con el paso de las horas fuimos descubriendo la magnitud de la tragedia, la ciudad estaba en ruinas, había miles de muertos y otros tantos desaparecidos, entre quienes desgraciadamente estaba mi abuelo. Años después, mi padre me narró el auténtico calvario que vivió buscándolo día y noche en hospitales y morgues improvisadas, incluyendo el infame Parque del Seguro Social donde finalmente encontró su cadáver cuatro días después. Sí, perdí a mi abuelo paterno aquella mañana infausta hace exactamente treinta y dos años. Era un hombre muy trabajador que acostumbraba andar en la calle a esas horas de la mañana y el terremoto lo sorprendió caminando por el centro histórico donde un escombro le cayó encima matándolo instantáneamente. Pero esa no fue nuestra única desgracia familiar. Tres meses después, mi madre dio a luz a un niño llamado Rodrigo, quien nació con un problema congénito en el corazón y vivió sólo unos días. Mi madre siempre le ha atribuido su pérdida al susto, al desgaste y a los días de angustia provocados por el sismo.

Hoy, diecinueve de septiembre de 2017, lo primero con lo que me topé al revisar mi teléfono tras despertar fue con la ceremonia de conmemoración del sismo de 1985 y con las anécdotas y las fotos que, como cada año, la gente compartió en Twitter. Las fotografías de la desgracia (tomadas en una era y un país muy diferentes) volvieron a transportarme a aquellos espeluznantes días: Los edificios derruidos, el olor a muerte, el terror a las réplicas, el incesante ulular de las sirenas, la incertidumbre y el luto generalizados. Y refrescaron en mi memoria aquellas historias que quedaron indeleblemente tatuadas en la mente del niño que fui, como la de las costureras o la de los bebés recién nacidos rescatados milagrosamente una semana después del terremoto. Jamás hubiera podido imaginar que tan solo unas horas después, justo en esta fecha maldita, mi ciudad sería golpeada nuevamente por un sismo. Y que yo volvería atestiguar, aunque ahora a la distancia, el sufrimiento de sus habitantes en medio de escenas dantescas escalofriantemente parecidas a las que marcaron mi infancia.

Pero no todos los recuerdos que guardo del terremoto de 1985 son negativos. Pues también quedaron grabados para siempre en mi memoria la solidaridad y el heroísmo de millones de mexicanos que llenaron el vacío dejado por un gobierno inepto y pasmado, lanzándose espontáneamente a rescatar víctimas, remover escombros, dirigir el tráfico, crear albergues y donar víveres con generosidad inédita, inaugurando de paso lo que hoy conocemos como “sociedad civil”. Recuerdo lo orgulloso que me sentía al ver a mi padre partiendo a primera hora de la mañana armado con un casco, guantes de carnaza y un tapabocas, para volver ya bien entrada la noche cubierto de polvo y noqueado por el agotamiento físico y emocional. Afortunadamente, esas conmovedoras escenas también se han repetido el día de hoy y han vuelto a demostrarnos el enorme potencial ciudadano que yace en el interior del mexicano promedio.

México logró recuperarse del desastre indescriptible de 1985 y avanzó, quizá no tanto como quisiéramos ni a la velocidad que debería, pero es innegable que avanzó muchísimo desde entonces. La nación semimoderna y abierta que afrontó la calamidad de hoy está a años luz de aquel país autoritario, anquilosado y cerrado al mundo. Por eso, a pesar de la aflicción y la impotencia que siento mientras escribo este texto, al mismo tiempo estoy convencido de que el país logrará superar este nuevo trauma y que incluso saldrá fortalecido de la tragedia. Mientras tanto, lo único que nos queda es hacer todo lo que esté a nuestro alcance para ayudar a nuestros compatriotas afectados. Ya sea donando, dinero o víveres, participando en las brigadas de rescate o apoyando emocionalmente a quienes perdieron seres queridos, especialmente a los jóvenes padres de los niños de la escuela Enrique Rébsamen. Demostrémonos a nosotros mismos, una vez más, que tenemos el potencial para ser un gran país.

Hoy sí, por favor, que viva México…