En defensa del derecho a la información

Por Oscar E. Gastélum:

Debo confesar que nunca escuché el programa de Carmen Aristegui; y no lo escuchaba simple y sencillamente porque el radio es un medio de comunicación que no frecuento desde principios de la década pasada y porque no soy fan incondicional del personaje. Reconozco su talento y compromiso crítico pero hay varios detalles de su estilo que no me convencen y otros, los menos, que de plano me enervan.

Pero el estilo periodístico de Aristegui o la relevancia del radio como medio de comunicación en la era de Spotify son irrelevantes en esta delicada y preocupante coyuntura. Porque lo que hemos atestiguado en estos últimos días no ha sido solamente un ultraje en contra de Carmen Aristegui y una violación flagrante de sus derechos laborales y su libertad de expresión, sino un atropello en contra del derecho a la información de todos y cada uno de nosotros, incipientes ciudadanos de este bochornoso simulacro de país llamado México.

Porque no podemos olvidar que los propietarios de MVS, además de ser dueños de una empresa privada, son concesionarios de un bien de la nación, el espectro radioeléctrico, y como tales deben cumplir con varias obligaciones legales, entre las que se encuentra ofrecer al público un espacio de información libre e imparcial. Lo cual significa que no pueden dirigir su barra informativa a base de caprichos y berrinches, sino que están obligados a rendir cuentas ante la opinión pública sobre cada una de sus decisiones.

Seamos despiadadamente sinceros, sólo un imbécil podría tragarse el cuento de que estamos frente a un problema entre particulares. Es evidente que los dueños de MVS, motivados o presionados por el gobierno cavernario que padecemos, esperaron ansiosamente a que Aristegui les diera un pretexto, por más ridículo e insignificante que fuera, para desencadenar un conflicto que desembocara en su despido.

Porque en México, un país con millones de analfabetas funcionales producidos por un sistema educativo en ruinas y una televisión privada tóxica, los medios no dependen de sus escasos lectores o radioescuchas sino de la publicidad oficial y las prebendas otorgadas por el gobierno en turno.

“Tú silencias a las voces críticas, difundes mis éxitos imaginarios y ocultas mi incompetencia y mis crímenes; y a cambio yo te condono impuestos y te baño en recursos públicos.” Así podría resumirse el inmundo pacto tácito entre nuestra clase política de pacotilla y nuestra oligarquía mediática, esas dos grandes castas parasitarias que cada día se vuelven más indistinguibles entre sí.

Por eso me parece simplista y torpe reducir la legítima indignación ciudadana ante esta afrenta a una histérica “defensa de Aristegui”. Desde luego que no hay nada de malo en apoyar a una mujer honorable cuando es víctima de una injusticia tan evidente, pero en este caso, personalizar me parece un error estratégico pues, con razón o sin ella, Aristegui es percibida por muchos como vocera de la izquierda y sus presuntas afinidades ideológicas se prestan a la partidización de un asunto que nos afecta a todos, independientemente de nuestra filiación política. Además, el papel de mártir termina siempre por ser antipático y no le va a una mujer tan fuerte y exitosa como ella, que sin lugar a dudas se recuperará de este traspié y terminará triunfando sobre sus obtusos censores.

Lo que deberíamos de estar defendiendo, y al hacerlo defenderíamos también a Aristegui, es nuestro derecho fundamental a la información. Porque todos perdemos cada vez que una voz crítica es acallada y cada vez que un oligarca o un politicastro nos roba una opción informativa. A nadie, salvo a un grupúsculo minúsculo, le conviene que los criminales que nos gobiernan o los gángsters que lucran con bienes públicos, puedan deshacerse con tanta facilidad de los periodistas que realmente cumplen con su trabajo revelando sus abusos, incompetencias y latrocinios.

Todos ganamos, por ejemplo, cuando Aristegui exhibió la humilde casita blanca del enano (no me refiero a su estatura física sino a la política, moral e intelectual) rencoroso que habita Los Pinos. No importa si la escuchábamos o leíamos cotidianamente, el servicio que nos prestó a todos al desenmascarar al falso redentor como un vulgar ladrón es inestimable y aportó más a nuestra lenta consolidación democrática que las reformas de relumbrón impulsadas por este gobierno enamorado de las apariencias.

Me parece patético y descorazonador que haya quienes, sin pertenecer al puñado de familias que expolian inescrupolosamente al país desde hace décadas o sin ser uno de sus bien pagados lacayos, prefieran ponerse del lado de los censores en un ultraje tan obvio como este sólo porque Aristegui les cae mal o tienen alguna preferencia política. El dinero que esta gentuza se roba y los bienes públicos con los que lucran son de todos los mexicanos y con su corrupción criminal impiden la posibilidad de un futuro mejor y transforman nuestra existencia cotidiana  en un infierno intolerable.

No debería ser necesario tener que recordar una perogrullada como esta, pero un país sin medios de comunicación independientes, libres y críticos jamás podrá considerarse moderno o plenamente democrático, sin importar cuántas “reformas” y pactos huecos firmen los cárteles políticos y económicos en la cima.